Un menú para mi última cena

 

por AR; ilustración: Arantxa Osnaya

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Qué se le hace: mañana moriré. No es el fin del mundo para nadie salvo para mí. Alguien, una persona generosa y amiga y con mucho baro, se apiadió de mí y me dijo: te invito a cenar. Luego agregó: pide lo que quieras. ¿En serio? En serio we, lo que quieras. Bueno, en ese caso, mi cena iría por tiempos. 

Algo así: 

0.5. Panza de atún montada en una bolita de arroz. Un solo bocado: contendría mi recuerdo de todos los atunes que he probado y he visto o creo que he visto en sus corrales en el mar desde la carretera de Tijuana a Ensenada.

1. Mi cena cena empezó mamona así que: jamón de cerdo ibérico. Unos 30 gramos: así, recién cortado. Debería estar al tiempo de este día de noviembre, año de la gran plaga: 15 grados, y que cuando lo tome su grasa empiece a gotear sobre el plato, que me manche los dedos.

2. Sopa de lentejas, la sopa que siempre sucede en el pasado. Espesa, con jitomates dulces y tocino grueso; con yerbas, con parmesano tal vez, con aceite de oliva. Tantito picosa. Sopa extraída a una memoria fija hacia 1980, cuando todo era posible: días exactamente opuestos a mi último día.

3. Pollo rostizado. He oído a gente burlarse de otras personas porque comen pollo rostizado en la calle, en el parque, en el metro. Me parece increíble. El pollo rostizado es la suma perfecta: puro animal y puro fuego. Es hacer que el animal se aporte a sí mismo: la piel da textura, la grasa llena a la carne de sabor. Podría ser pollo rostizado del Costco o de Superama, dorado ambarino cafecito; o de los puestos blancos semifijos del metro Juárez o a una cuadra del metro Insurgentes; o de rosticería San Marcos, por la Merced (aunque me dicen que desapareció en la pandemia; pero esto es ficción y yo no moriré mañana y San Marcos no morirá nunca); o tal vez el de Pigeon, que abrió hace poco frente a la plaza Río de Janeiro; o el de Meinl am Graben, un supermercado mamonsísimo que está a dos cuadras de la catedral de San Esteban, Viena. Hey, dijiste que lo que yo quisiera, cabrón, ora no te me eches patrás. (Yo viví en Viena, trémulamente, algún tiempo que todavía no se me olvida. Si el mundo fuera justo y ésta de verdad fuera mi última cena comería pollo rostizado de Meinl am Graben, no otro pollo, uno de ésos, para llevar, y en el plato desechable traería ensalada de papas en vinagre –Erdäpfelsalat–, y lo comería en el metro vienés de vuelta a mi casa, porque en esa ciudad eso no es una afrenta contra el refinamiento del metro como aquí.)

4. Un jocho para el desempance. ¿Pero cuál? Los he buscado desde que mis papás me los enseñaron cuando era niño y nos llevaron a Zacatecas y fuimos a conocer la casa de López Velarde. Eran hermosos: con mucho jitomate y chile crudo. Opciones: los jochos todos rosas del centro en Monterrey; los jochos de Praga, larguísimos, con col agria; los de Viena, previsiblemente, con la salchicha rellena de queso (Käsekrainer se llaman esas salchichas); los de Jerez, con África enfrente, afuera del antro, del Camelot para ser exactos, donde llevan dos salchichas; los de Santiago cubiertos con un montón (literal: un monte con aumentativo) de aguacate. O aquí en la ciudad de México, ciudad de los desastres y las inundaciones, aquí un jocho de carrito cualquiera pero no asado sino hervido, sin capsun pero con mucha mostaza amarilla amarilla y jitomate picado y cebolla picada y jalapeños picados en vinagre, en medianoche bimbo o wonder ya de perdis. Han pasado todos estos años y ya regresé: ese jocho de salchicha hervida sería el último jocho de mi vida.

5. Entonces tomaría un receso y diría: tráiganme un mango. Así solito. Sin Tajín, sin limón ni nada más: un mango.

6. Es el principio de noviembre. De postre quiero pan de muerto y un vaso de lechita fría. 

(Habría bebido otras cosas durante la cena, obvio: un par de Topochicos, vinos de todos colores, espumosos y no. I will not die sober. Habríamos oído a Kendrick, a Tindersticks –las de sexo–, a Pimpinela, a La Bien Querida y a Mueran Humanos, a Miles, a Brahms: a la bandita, pues. Habríamos oído la del Turista 1,999,999 de Los Stop. Además es mi última cena y yo pongo la música.) 

Entonces me llevarían a la silla eléctrica, y del otro lado del vidrio blindado estarían dos o tres amics y mi novia, yo los vería con una última mirada de amor y una pequeña inclinación de la cabeza como agradeciendo que hayan venido, y una voz me preguntaría si tengo algo que decir y yo respondería, elegantemente, No. Luego me atarían a la silla. (Entre paréntesis: ¿qué habré hecho que me van a matar así, eh?; yo pensé que ese método estaba abolido desde hace años, no mamen.) Y justo cuando el verdugo suba el switch y yo sienta que una corriente me tensa para siempre jamás, justo en esa fracción de segundo, pensaría: ¡Carajo!, hubiera pedido una hamburguesa.~