Elogio del Tajín

 

por Ricardo López Cordero; fotos: Héctor Ramírez

Han pasado sólo unos días desde que comí el primer mango del año. No estaba todavía muy bueno, porque la temporada apenas comienza, pero la codicia del mercado y lo malacostumbrados que nos tienen los súpers a encontrar el producto que queramos cuando lo queramos tomaron forma en esa pieza de fruta. Más que lo dulce y jugoso que esperaba, encontré una fruta pulposa y ácida. Por eso decidí echarle la mano con una espolvoreada de Tajín. A veces las frutas y verduras se convierten simplemente en vehículos para transportar esa maravillosa combinación de chiles en polvo. 

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El Tajín no es sólo una mezcla de chiles sino parte fundamental de mi educación sentimental. Si el mito fundador de los gringos es la conquista del oeste, el nuestro tiene más que ver con lo que comemos y cómo lo preparamos. Es una generalización burda, quizá, decir que lo mexicano es picante, pero algo tiene de cierto. Por eso el Tajín es uno de los elementos básicos de mi relación con México. Es parte de lo que me hace sentirme de aquí. Eso se me ocurrió mientras leía un poema de la escritora española Rosa Berbel, de quien, con toda franqueza, no puedo decir nada más que me gustaron estos versos.

Era verano entonces y a nosotros

nos picaban las piernas del sudor

y la euforia.

Desde aquel día parece que los demás

tan tibios

se quieren siempre menos.

Mi primer amor picante es el Tajín. Aprendí a querer al chile, en todas sus formas, colores y presentaciones, con los años. De chico no me gustaban las papas preparadas con valentina ni las quesadillas con salsa verde ni el arroz con chile serrano que servían en casa de mi abuela. En mi vida no hay prueba más clara de aprender a comer que mi más bien reciente afición por lo picante. Pasaron años hasta que le encontré el gusto al chile – desde los dulcísimos chipotles lucero hasta los toreados de cualquier restaurante méxico-japonés, pasando por salsas verdes, rojas y borrachas, que ahora aplico con gusto al taco que me encuentre. Sin profundizar, por supuesto, en la salsa Tabasco, las rajas en escabeche y la dulce y color caramelo salsa de tamarindo de El Califa.

Me gusta el Tajín desde siempre, desde que lo recuerdo. En mi casa se usaba fundamentalmente para dos cosas:

  1. Elogiar a la fruta picada

  2. Condimentar los esquites caseros

Digo que el Tajín elogia la fruta picada porque sirve para reconocer sus méritos. Las manzanas/mangos/mandarinas/jícamas pueden ser jugosas, frescas y dulces. El chile Tajín pica pero no tanto y sala pero no tanto, funciona como el bastón dorado de un aristócrata menor. Puede ser un punto de apoyo durante una larga caminata o uno de esos que ocultan una delgada punza. 

Para esos esquites caseros, que merecen su propio elogio, se usaba una mezcla de mayonesa con limón, queso parmesano y Tajín. En ese plato la función del chile en polvo era regresar ese esquite a la calle. Sin él, sería sólo un potaje extraño de elote caliente con queso, pero el chile en polvo le da, además, un poco de firmeza a la textura. La mordida de un grano de elote interrumpida por la piedrita de Tajín es una estampa de mi niñez. 

El Tajín ha sido elogiado antes, pero ese botecito decorado con la bandera mexicana que tiene la valentía de llamarse a sí mismo salsa en polvo merece tantas líneas como se puedan escribir. ¿Por qué carajos hace agua a la boca de pensarlo? No me atrevo a proponer una respuesta, pero debe tener algo que ver con el recuerdo constante de lo salado, picoso y un poquito ácido. Comer es un ejercicio de memoria. 

Pasados los 3 o 4 años es muy difícil enfrentarse a un plato en blanco. Estamos condenados a siempre tener una referencia previa cuando nos plantamos frente a algo nuevo. Los sabores empatan de alguna manera con algo que recordamos, los colores combinan con algo que habita nuestra memoria, la textura permanece resguardada en alguna parte del cerebro. Comer es un ejercicio de memoria y por eso los platos que más emocionan son los que nos hacen olvidar, por al menos un momento, todas las otras referencias. Como si esto que uno tiene enfrente fuera generación espontánea. Un cocinero que logra hacernos olvidar de todo lo que viene antes es un cocinero que hay que frecuentar.

La memoria es el mito fundador del Tajín. Su inventor, Horacio Fernández, dice que de niño su abuela le preparaba una salsa con siete chiles que le gustaba echar a los elotes recién cocidos. Años más tarde encontró la manera de deshidratar los chiles y el limón, embotellarlos y venderlos en todo el mundo. A principios de los noventa pasó de las despensas y los puestos de fruta de México a los anaqueles de Estados Unidos. Al Tajín le pasó lo que le pasa a algunos productos mexicanos, como el agua mineral Topo Chico. Comenzó siendo un producto regional (en este caso de Jalisco), que se nacionalizó y luego llegó a las repisas de los foodies y gourmets del mundo.

Le leí a algún corresponsal extranjero que lo mejor de vivir en México es la posibilidad de comprar un vaso de fruta en cualquier esquina. A mí, si me apuran, me parece que lo mejor de vivir en México es la posibilidad de comprar un vaso de fruta en cualquier esquina y retacarlo de Tajín.~