Y empezó a subir de penca en penca y empezó a bajar de penca en penca

 

por Alejandra Vergara; collage: Arantxa Osnaya

A mi abuelo le gustaban los relatos. Había algo en ese ejercicio de acomodar acciones en el tiempo que le daba tranquilidad. Por eso dedicó tantos años a trazar su árbol genealógico. Se iba a peinar el sur de Jalisco en búsqueda de actas, de registros, de fes de bautismo de personas que habían ya cumplido más años de muertas que los que jamás cumplieron vivas. Sus ancestros. Mis ancestros. Mi abuelo quería saber de dónde venía, quería tender un relato que comenzara con el primer sapiens y que terminara con el último de sus nietos, ahora sentado frente a él con los ojos muy abiertos esperando un cuento.

En los cuentos que esperábamos los nietos se colaban esas historias que iba descubriendo de sus ancestros. Un ejemplo. La muerte de Plácido Vergara, un seminarista que, visitando a su familia en Zapotlán, tuvo la mala fortuna de encontrarse con un coyote que lo mordió transmitiéndole la rabia, se convertía en un ominoso cuento de terror con final abierto sobre cómo en nuestra familia había un hombre lobo y cómo era nuestra responsabilidad hacernos cargo de él. Los cuentos fluían con naturalidad, palabra por palabra: formaban modelos miniatura de universos complejísimos.

collage penca tuna arantxa osnaya

Escuchábamos con el asombro de quien observa un acto de magia. Nos sentábamos frente a la chimenea de la cabaña donde pasábamos el verano y, mientras nos llenábamos la boca a cucharadas de ese abrazo de leche quemada que era la cajeta Mazamitla, le pedíamos otro y otro y otro cuento. El tarro de cajeta iba vaciándose, y la energía de mi abuelo comenzaba a agotarse. Ni al narrador más apasionado le rinde el ingenio para saciar a cuatro nietos borrachos de azúcar y ficción. Cuando la hora en la que los adultos se ponían a jugar pula y reír a carcajadas se acercaba, el abuelo empezaba a contar el cuento de cuando ya no quería seguir contando cuentos. ‘La tuna’, lo llama en las memorias que escribió; pero si a mí me preguntan el cuento se llama ‘De penca en penca’.

‘De penca en penca’ también venía de sus ancestros, pero este cuento no lo había fabricado a partir de actas de defunción por hidrofobia ni de historias terribles de tatarabuelas casi niñas que se querían casar con un señor que en la ficción se volvería un ogro. No, este cuento nació cuento. A él se lo contaba su abuelo quien a su vez lo había escuchado en la infancia de algún otro pariente y así quizá hasta el primer sapiens. ‘De penca en penca’ había logrado, por generaciones, que los niños se hartaran de los cuentos y dejaran a los narradores hacer otras cosas.

Un hombre que está haciendo un viaje a pie se pierde. Lleva muchos días de camino. Para colmo, se quedó sin comida. Cuando el hambre está a punto de vencerlo, ve una tuna enorme en la parte más alta de un nopal. Junta fuerzas y comienza a escalar el nopal, de penca en penca, de penca en penca, de penca en penca, de penca en penca, de penca en penca. Las pencas siguen apareciendo infinitamente bajo los pies del hombre y, cada que uno de los oyentes habla o se queja o pide ya por favor hay que adelantar esa parte, el narrador (mi abuelo y su abuelo y quién sabe cuántos narradores más en esa larga fila genealógica) hace que al hombre se le caiga algo. Hasta el suelo va a dar el huarache o el machete o el sombrero. El hambriento escalador decide que irá a recoger lo que se le ha caído y baja el nopal de penca en penca, de penca en penca, de penca en penca, sólo para recuperar el objeto y comenzar a subir de nuevo de penca en penca, de penca en penca, de penca en penca.

 El recurso era muy útil. A la tercera cosa que se le caía, los nietos estábamos fastidiados y mejor nos íbamos a hacer algo más. Había veces en las que ya no teníamos que esperar que se cayera algo para irnos; en cuanto empezábamos a escuchar que el cuento era sobre un hombre que se perdió caminando, ya sabíamos que ese señor se iba a quedar con hambre y nosotros con ganas de otro cuento. Para narraciones tediosas nos esperaba la vida. No, mejor ya no, abuelito, buenas noches. La historia era un trámite, un ritual, para cerrar la sesión de cuentos. 

Mi prima Michelle, una niña obstinada y curiosa que seguramente imaginaba que en la punta del nopal no sólo habría una tuna sino una aventura igual de emocionante que las que se agazapaban detrás de los objetos mágicos que aparecían con frecuencia en los cuentos del abuelo, decidió una noche que ella no se iba a ir. Quería escuchar el cuento completo.

Si yo hubiera heredado la facilidad para la fabulación que tenía mi abuelo, les diría que el relato se extendió por días, que mi abuelo enronqueció y que teníamos que acercarle vasos con agua y sus gotas de propóleo para que pudiera calmar un poco la garganta fatigada. No fue así, pero el cuento  –y el nopal–  sí creció varias veces su tamaño. Mi prima estaba firme, inquebrantable. Nosotros, que nos habíamos rendido varias pencas atrás, jugábamos por ahí, con la atención puesta en otra cosa.

Pero los oídos de todos regresaron al cuento cuando, fastidiado él y no mi prima, mi abuelo, disculpándose con los fantasmas de sus ancestros, empezó a narrar algo que no habíamos escuchado nunca. El hombre había llegado a la tuna. Contra lo que yo siempre había imaginado, no la cortó con su machete, sino con un cuchillito que llevaba en el cinturón. Tanta era la urgencia de mi abuelo por ya terminar con el cuento que ni siquiera hizo que el hombre bajara del nopal para comer: se zampó la tuna ahí, en la penca más alta del nopal más alto del cuento más largo que se había contado en nuestra familia y que ahora, a más de doscientos años de haber comenzado a narrarse, había llegado al colorín colorado: el señor se comió la tuna.

Aunque el “y se comió la tuna” era un final decepcionante (ni siquiera se nos había revelado si la tuna era dulce y jugosa o más bien aceda e insípida, no sabíamos si el hombre había quedado satisfecho o sólo se le había atizado el hambre), también era sorprendente y, sobre todo, era un final. Había una compensación a la paciencia y un cuchillito inesperado y un lugar para comerse de una buena vez la tuna. De habernos quedado callados el tiempo suficiente, también a nosotros nos habría tocado escuchar en primera fila cómo las pencas, la tuna, el hambre y el cuento se acababan. Lamenté no haber sido yo quien fastidiara a mi abuelo con mi tenacidad y lo hiciera llegar al final.

Todavía hoy, cuando me enfrento a una lectura farragosa que me hace ir como a rastras, obligándome a regresar y releer una y otra vez; que me agota y me cansa y se me amontona en la frente como un vapor denso que se expande en mi cabeza, recuerdo esa tuna y continúo leyendo poco a poco, de penca en penca, de penca en penca, de penca en penca. Quizá de mi abuelo no haya aprendido a fabular, pero, ahora que lo pienso, sí me enseñó a leer.~