Todo lo que te sobra

 

por Luis Reséndiz; foto: Andrea Tejeda, de la serie Agarre

Durante mi niñez fui adicto al pan dulce. Esperaba con fruición que fuéramos a comprarlo y hasta repelaba cuando había que conformarse con el pan de dulce del súper, que entonces y en Coatzacoalcos no alcanzaba los niveles de azucarada perfección de la panadería del Superama. Lo mío desde chiquito era el pan local, de pequeño productor, y yo tenía mi panadería favorita, un paraíso construido con nubes de harina y leche y “mantequilla”. La panadería Lerdo tomaba el nombre de su calle, y eso me servía para ubicarme en la cuadrícula urbana en aquellos incipientes años de infancia en los que salía a caminar la ciudad: la panadería Lerdo estaba una cuadra hacia la playa y tres cuadras hacia la colonia Petrolera; sobre esa misma calle, unas diez cuadras hacia el río, vivía mi abuela. En la constelación de puntos memorables de la ciudad donde crecí, la panadería era uno de los que titilaba con más fuerza.

La oferta de la Lerdo era abundante: esponjosas conchas de suavidad extática; aperplejantes empanadas de hojaldre azucarado, excesiva y deliciosamente rellenas de jamón y queso; muelles bísquets sobrecargados de mantequilla. Entraba corriendo a la panadería, azotando la puerta de una forma que seguro no le hacía ninguna gracia a los dueños del local, y me asomaba a los mostradores de vidrio, respirando anhelante sobre ellos mientras contemplaba los panes, deslumbrantes y calientitos, reposando en sus charolas metálicas. Tomaba unas pinzas y una charola, y moviéndome como si blandiera una espada y un escudo me dirigía a combatir al dragón de mi antojo, llenando la charola de aquellos panes que sabían a felicidad. Había uno al que le profesaba especial devoción: el budín con pasas.

El budín es uno de los mejores panes que existen, y en mi mente infantil quizá fuera el mejor. Su constitución es una extraña mezcla de sobrantes y opulencia: el budín, sabrán ustedes, está hecho primordialmente de sobras, de pan dulce que se va quedando y que las panaderías, en un último acto de economía, reciclan a fin de convertir en un último pan a la venta. Así, el pan que nadie quiso conoce finalmente a la leche, las pasas y la canela, que operan en él una transfiguración que lo devuelve a los estantes. Por supuesto, también se puede hacer budín con pan nuevo, generalmente de caja. Pero eso no quita que el apodo del budín siga siendo “pan de sobras”.

La humildad de la comida de sobras es universal. Está basada en un principio elemental: no desperdiciar. Una comida abundante suele producir sobras: algunas, a veces, van para las mascotas –quién no le ha desmenuzado a sus perros una o dos piezas de pollo que nadie se atrevió a tomar, práctica tan vieja que existe la teoría de que ésa fue la principal razón por la que los lobos se acercaron a los humanos–, pero muchas veces la calidad o cantidad de las sobras es tal que uno elige guardarlas para crear otra comida. La gastronomía de lo sobrante es diversa e inabarcable, pero algunos platillos vienen a la mente.

taco de guisado hola andrea tejeda

El taco de guisado, por ejemplo, puede ser perfectamente un taco de sobrantes: el arroz puede ser de una comida anterior. Es histórica y extendida la incapacidad de los seres humanos para calcular cuánto arroz hay que cocinar para una o dos personas (si ustedes sufren de ese mal congénito, acá una calculadora de arroz por persona), así que no resulta para nada extraño que sobre y se tenga que reutilizar en comidas posteriores. El guisado del taco de guisado también puede ser de una comida anterior, tomando en cuenta que los guisados como el chicharrón en salsa verde, el adobo, la cochinita o el mole pueden ser refrigerados sin mayor problema sin perder mucho –a veces, más bien ganando– en la recalentada.

Comer sobras está tan institucionalizado que existe la figura de la torta de recalentado, un platillo que pasó de parasitar a la cena navideña a convertirse en su propia cosa –personalmente, prefiero la torta del recalentado que la cena navideña, en parte porque para la torta suele haber menos familiares–. Entre los sándwiches de ficción memorables está, como no puede no estar, el famoso sándwich de sobras de Ross Geller de Friends, una torta de recalentado que se catapulta a la grandeza debido a la intervención de Monica Geller, chef extraordinaria y hermana de Ross. El dominio de la torta de recalentado es intergeneracional, interseccional e internacional.

La necesidad de economizar es tal que existen alimentos industrializados hechos a partir de sobras: las salchichas son una muestra, principalmente las más económicas, creadas a partir de recortes de cerdo y una mezcla de sobrantes de quién sabe qué otros animales, vegetales y arcanos artificios del sapiens. Las sobras de salchicha, a su vez, las que están cerca de la fecha de caducidad o ya habiéndola pasandito, a menudo se utilizan para hacer cocteles y guisos que después se ponen a la venta a precios muy accesibles en el súper o en el puesto de guisados. (Mi favorito es la salchicha enchipotlada.)

La comida de sobrantes, por supuesto, no es pura felicidad y buena onda. En este mundo preso entre las redes del poema del capitalismo, la necesidad de economizar, cruzada con la carencia extrema y la absoluta retracción del estado, ha provocado el surgimiento de platillos como el pagpag filipino. En realidad, más que platillo el pagpag es una práctica, una de las más indignantes posibles: en algunos basureros de Filipinas, los pepenadores recolectan carne de las sobras de los restaurantes. El pollo de las sobras de cadenas como Kentucky Fried Chicken y Jollibee es utilizado como el principal ingrediente del pagpag, que se recolecta en los basureros y se vende después a restauranteros empobrecidos, quienes lo preparan –generalmente en guisados como la kaldereta o el adobo– y lo venden a precios bajísimos (veinte centavos de dólar el plato, que son como cuatro pesos mexicanos). 

El pagpag es una práctica muy riesgosa, con altas probabilidades de provocar enfermedades estomacales, y sin embargo, la gente come pagpag no solo por necesidad sino por gusto: el pagpag, como suele ser la cocina económica, es al parecer una comida deliciosa. (Debe de serlo. Toda esa carne viene, de entrada, con una sobredosis de glutamato monosódico; la cocina hipercondimentada típica de los guisados solo ha de contribuir a hacerlo tremendamente sápido.) La BBC realizó hace unos años un brutal documental sobre el pagpag, que consistió en seguir una bolsa de carne recolectada en un basurero hasta la mesa de unas de las cocinas caseras que pueden verse en algunas comunidades pobres de Filipinas. Se puede ver aquí.

Comer sobras tampoco es pura oscuridad, como ya hemos visto. En la pandemia el reciclaje de comida ha sido materia del día a día en prácticamente todas las casas. Un ejemplo de una aproximación luminosa a las sobras es la aplicación danesa Too good to go, que te permite ordenar sobras de restaurantes cercanos a precios accesibles –no basura, sino alimentos preparados que no se vendieron durante la jornada y que normalmente serían desechados– y pasar por ellas, o pedir una “bolsa mágica” por cuatro dólares y recibir un menú sorpresa de un restaurante cercano. Otro ejemplo: las bolsas de “pan de ayer” que hay en panaderías como La Madrid, en el centro del DF. Comer sobras es una de las más viejas prácticas humanas. Es probable que no se acabe nunca. Del budín al pagpag a la reimaginación del pedido de antier en la pandemia (#iavetecoronaviru), en la ingesta de sobras nos encontramos como seres conscientes del futuro, capaces de economizar y de imaginar soluciones tan sabrosas como ingeniosas al más antiguo de nuestros problemas: el hambre.~