Apuntes sobre el apetito (y sobre Anthony Bourdain)

 

Cuando se enteró de la muerte de Anthony Bourdain, la escritora Alina Hernández nos envió este ensayo personal, memorioso y viajero, en recuerdo de ese otro viajero que quedará en nuestra memoria y nuestra biblioteca. (Pueden leer a Alina en Nexos y en Horizontal.) Para leer completo nuestro homenaje a Bourdain pueden comenzar aquí. Acá hay un obituario escrito por Javier Elizondo; acá, un mapa de la ciudad de México mano a mano Bourdain vs Luis Reséndiz; acá, una receta coreana de Bourdain y acá, dos recetas homenaje: una cemita poblana y un taco ultrachilango. Por último, una playlist: 19 rolas favoritas de Bourdain en los setenta. Qué tristes son las cosas cuando no son suuuuuúper bonitas. ¿Cierto?

texto y foto: Alina Hernández

para Anthony Bourdain

Me construí la idea de Bourdain como si se tratara de un compa. Sin duda acá entre fans muchos compartimos la fantasía de echarnos una chela con él. La cosa es que el tipo no sólo era divertido y dolorosamente cool, sino que buena parte de su atractivo era su curiosidad voraz. A Bourdain nada humano le era ajeno. Estaba tan afectado por las consecuencias del colonialismo en Camboya como, recientemente, por conocer la amplitud y el efecto del acoso sistemático en las mujeres.

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Siempre he sospechado que no era un cocinero extraordinario. El menú del único restaurante donde fue chef ejecutivo era como de manual (parte de Kitchen Confidential está dedicada a la oferta formulaica de los restaurante neoyorquinos, potenciando las ganancias de acuerdo a qué tan cerca están los ingredientes de echarse a perder). Leyendo sus memorias me lo imagino cocinando sólo para estar rodeado siempre de una pandilla de tipos medio criminales, medio disfuncionales y muy fiesteros que resulta que son cocineros.

En sus viajes la comida era sólo una excusa: una justificación para explorar lugares oscuros y locales exquisitos, banquetas y salones; una manera de romper el hielo con genios rigurosos o con tipos corrientes. La comida era sólo una herramienta para acercarse, con humildad y asombro, a otros.

Humildad y asombro: no son malos pilares para construir una vida justa. Y qué mejor herramienta para sostenerlos que nuestro apetito.

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Apetito fundacional

Nací en el Distrito Federal en 1983, en una familia que para entonces era de clase media alta. Crecí en la Condesa cuando todavía había travestis en Sonora y avenida México, y algunas noches se escuchaban balazos hasta nuestro departamento en el séptimo piso de un edificio de la glorieta Popocatépetl. Mis papás nos llevaron con asombro y como aventura al primer McDonald’s de la ciudad, en el Pedregal. Alguna vez le organizaron a mi hermano una fiesta de cumpleaños ahí, pero confirmamos que era infinitamente mejor hacerlo en Chapultepec, delimitando el área de nuestra fiesta con una línea de globos y comiendo taquitos de canasta. Los fines de semana “elegantes” comíamos en la ex Hacienda de Tlalpan, más para que los niños viéramos los pavorreales que porque la comida fuera rica.

Para los niños que compartían conmigo clase, escuela y barrio no había grandes aventuras gastronómicas (más allá de los dulces Nerds que traía algún compañero de regreso de sus vacaciones en San Antonio). Yo me beneficié de dos cosas: de mi abuela, que cuando migró de una ranchería de Hidalgo a la ciudad se hizo cocinera para una familia de inmigrantes húngaros, y de mi mamá, que aprendió sola a cocinar, leyendo revistas elegantes que ofrecían recetas no para hacerlas sino para admirarlas (pero mi mamá sí las cocinaba). Así, no me sorprendía que de regreso de la escuela mi comida, distinta todos los días, pudiera ser chayote relleno o cerdo en salsa de ciruela. Las celebraciones de año nuevo eran –y son– de gulash. Debería omitir el detalle de que cada primero de enero mi papá lo recalienta y se hace una torta, pero no lo haré porque, aunque sea un lugar común chilango, es hermoso.

Será que algo de eso hizo que la comida me importara. Antes de los diez años mis juegos eran leer los libros de Conasupo de recetas de comida “económica”, o “saludable”, o “rápida”. Ya como adolescente, encaucé parte de mi antipatía y rebeldía precisamente hacia la comida. Empecé a decir “tortilla de patata” en vez de “tortilla de papa”. Encontré artículos (¿en internet?) que argüían, según yo, que no comer “rico” podía derivar en depresión. Le informé de esto a mi mamá y le declaré que me habían aburrido sus recetas y compré con mis ahorros un libro de pasta dura sobre la dieta mediterránea. Lo estudié con detalle y diseñé un menú familiar semanal que le ofrecí a mi mamá, y que con toda justicia ignoró.

Cuando empecé a tener amigos hombres, viviendo en Cuernavaca, encontré que una buena manera de construir camaradería era comiendo garnachas. Los martes me formaba con ellos en la cafetería de la prepa para la promoción de jochos al dos por uno. Estudiábamos los sabores del Boing; a mí me gustaba el de guayaba. Nos íbamos en las horas libres, un poco por hambre y un poco para tentar los límites de nuestra recién adquirida libertad de movimiento, a buscar puestos de tacos por toda la ciudad. Creo que no comí en un puesto de tacos antes de los dieciséis años. En Morelos no son buenos (no me arroben).

Regresamos al DF cuando entré a la universidad. Conocí ahí a los amigos que me han acompañado los últimos dieciocho años, cuando sólo éramos ensayos de quienes somos hoy. Como parte del esfuerzo de engatusarnos unos a otros, de sostener nuestro cariño a partir de la admiración mutua, nos dedicamos a apantallarnos comiendo. Nos íbamos por quesadillas al Ajusco, a comer al Blossom o al Taro, a picar brie empanizado (¿por?) acompañado de mermelada de moras mientras platicábamos hasta las tres de la mañana sobre Fresas salvajes o el Gran Salto Adelante. Hoy, un poco más quebrados por la adultez, nos vemos en domingo para desayunar scones horneados en casa y quiche de espárragos con pesto.

Apetito para la supervivencia

Cuando me fui a vivir a Nueva York hace seis años no sólo no conocía a nadie sino que sabía que no iba a conocer a nadie: consecuencia obvia de la combinación entre timidez y esnobismo que me hace a mí mí.

Mis primeros días ahí, como los de todos los que llegan, fueron un poco sórdidos. Pensé en la posibilidad real de no encontrar un lugar donde vivir digno y pagable. Vi, por primera vez, ratas. Ratas no sólo en el metro, sino dentro de mi casa (punto para la indignidad). Fui la única mexicana en un edificio de jamaicanos en Brooklyn, que al poco tiempo sería un edificio de blancos, y que en menos de un año dejé de poder pagar.

Después de esa primera etapa de susto, cuando decidí asirme de la ciudad, empecé por Queens. Me fui a un mercado chino, de esos que venden animales vivos. Me fui a aprender a comer xialongbao:

  1. Se coloca la empanadita al vapor, que está rellena no sólo de carne sino de sopa hirviendo, sobre el cucharón
  2. Se muerde la punta superior de la empanada para abrirle un pequeño boquete
  3. A través del boquete se sazona el relleno con jengibre fresco
  4. Se sopla al relleno, para bajar la temperatura a una mínimamente comestible
  5. Se traga la empanada de un bocado; se mastica y se sorbe al mismo tiempo.

Apetito compartido 

C. y yo nos conocimos hace once años, tal vez hacia la época en que empecé a ver a Bourdain en No Reservations. Ese día quedamos para un café en el centro, nos seguimos por unas chelas al Pasagüero, y llegamos en la madrugada a cenar al Califa. Desde entonces no dejamos de comer y de movernos.

Nuestro primer viaje fue a Malinalco, y hasta hoy nos acordamos entre risas de unos tamales de piña y coco que nos vendió un chimuelo en la plaza del pueblo. Luego nos fuimos a Los Ángeles, a desayunar en la barrita del hotel Beverly Hills y su tropicalismo cincuentero. Al final de ese primer año fuimos a Nueva York, mi primera vez y su segunda. Nos instalamos en Harlem y nos aficionamos a los po boys: tortas importadas de los humedales de Luisiana, grasosas y pobres y por tanto deliciosas. Un día en que nos volvimos locos nos acabamos lo que nos quedaba de dinero en un sushi del Lower East Side, y me emborraché por primera vez con sake.

Nos seguimos más o menos con esa combinación low- y high-brow viajando por Turquía, España, Francia, China, Singapur, Tailandia, Portugal y Estados Unidos. A Vietnam llegamos en 2016, seis meses después de que Bourdain filmara ahí un episodio con Barack Obama, durante la primera visita de éste. No fue casualidad: fuimos gracias a él.

Construimos esta vida que hoy tenemos a partir de la curiosidad que compartimos, que es la que sostiene también el sistema de valores que hoy nos hace amarnos. Escogimos viajar y comer antes que muchísimas otras cosas. La manera en que hemos habitado nuestros hogares sucesivos ha sido, en buena medida, cocinando.

En la casa a la que nos acabamos de mudar, que por diseño nos permite fisgonear las de los vecinos, nos damos cuenta de que nuestra sala está dispuesta en torno a nuestro comedor y a mi batidora KitchenAid (el único bien que heredaré a nuestros hijos) como la de los otros alrededor de la televisión. No tenemos cuadros aún, pero sí un montón de refractarios.~