Anthony Bourdain: Ceviche de perro negro

 

Éste es el obituario que Javier Elizondo escribió como parte de nuestro homenaje a Anthony Bourdain. Cuánta muerte, carajo. Para leer el homenaje completo pueden comenzar aquí. Acá hay una memoria viajera de Alina Hernández; acá, un mapa de la ciudad de México mano a mano Bourdain vs Luis Reséndiz; acá, una receta coreana de Bourdain, esa persona curiosísima, y acá, dos recetas homenaje: una cemita poblana y un taco ultrachilango. Por último, una playlist: 19 rolas favoritas de Bourdain en los setenta. Hay algo como de Bourdain en todo esto, ¿veá? En celebrar con música y comida cuando un wey decide que se muere. Vamos por buen camino.

por Javier Elizondo

En caso de que alguien no se haya enterado: Anthony Bourdain, a los 61, se suicidó en un cuarto de hotel en Estrasburgo. Se colgó con el cinturón de su bata de baño. Ya está. Es una pérdida tremenda. Lo que sigue es esto: escribir a Bourdain (describirlo se antoja imposible), beber y comer en su honor, quien pueda y quiera; revisar y disfrutar su obra; hacernos los entendidos un rato y seguir con nuestras cosas. Así la vida y así la muerte. Si hay algo de lo que me he convencido leyendo y releyendo cuanta cosa se ha escrito sobre el magnífico viejo, además de las que él mismo escribió, es de que él no nos va a extrañar ni va a extrañar este mundo al que amó con tan elegante desmesura. Era un tipazo, uno de los más empedernidos humanistas en las oscuras praderas de la fama extrema, pero también, quizás sobre todo, era una tormenta feroz que se comió y bebió todo lo que había. Al final, parece, se llenó, pidió la cuenta y se largó.

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Hay muertes así. Muertes que no alcanzan la dimensión trágica que sí tuvo la vida que las precedió. Les pertenecen, yo diría, exclusivamente a los suicidas. La depresión –ese perro negro que en cualquier momento desconoce al hijo menor de la familia y lo hace ceviche– puede convertir cualquier cúmulo de días, bajo cualquier clima y circunstancia, en una orgía decadente, sucia y violenta de emociones que son casi imposibles de describir. A Bourdain le pasaba con pequeñeces como encontrarse con una mala hamburguesa en un aeropuerto. Así lo dijo: “Pido una hamburguesa en un aeropuerto. Es una cosa insignificante, una pequeñez, una hamburguesa. Pero no está buena. De repente veo la hamburguesa y me encuentro ya en una espiral de depresión que puede durar varios días.” ¿Ridículo? Quien le haya visto los colmillos a ese perro negro, quien lo haya acariciado y despertado con él a sus pies, sabe que de ridículo no tiene ni un solo pelo.

Tampoco son muertes heroicas, como el puberto podría llegar a creer. Es la manera más contundente de decir adiós. La más salvaje. Un adiós a manos llenas que incluye besos, abrazos y unos huevos bien pintados. ¿Qué otra forma de despedirse podíamos esperar de Bourdain?

Uno de los ingredientes más difíciles de comprender, para mí al menos, del caldo espeso, rústico y picante que era ese señor es el casi inhumano grado de humanismo que tuvo en cada uno de los gestos que se le pueden ver en la pantalla. Miren esto: “No soy cocinero ni periodista. Francamente, no soy capaz del tipo de cuidado y alimentación que requiere la amistad. No estoy ahí. No me voy a acordar de tu cumpleaños. No voy a estar ahí para los momentos importantes de tu vida. No vamos a pasar el rato constantemente, no importa qué sienta por ti. Durante quince años, más o menos, he viajado 200 días al año. Hago buenos amigos semana por semana.” Su vida, entonces, fue un contenedor, una cazuela a la que entraban decenas de ingredientes para luego vaciarse, hacer las delicias de quien estuviera cerca, y llenarse de nuevo para una comilona distinta, con distinta compañía y una nueva botella de licor.

Me sorprende que se ha dicho de poco a casi nada sobre una de las facetas más interesantes de Bourdain: autor de novela negra. Cuatro novelas negras, mejor dicho, escritas durante su paso por todos los escalafones de la baja y alta cocina que culminó como patrón en la de Les Halles, una querida brasserie en Manhattan. Son novelas que transcurren en restaurantes en los que se cometen crímenes. La sangre de puerco con la que espesaban salsas mezcladas con la de un puñado de cristianos. Los ganchos. Los cuchillos. La muerte.

Su artículo seminal, definitorio para su vida entera, ‘No coma antes de leer esto’, comienza así: “La buena comida, el buen comer, se trata de sangre y órganos, crueldad y decadencia.” Y más adelante dice: “La gastronomía es la ciencia del dolor.” También reseña su propia sorpresa ante el hecho de que no conoce ninguna historia de chefs acuchillando en las costillas a sus colegas o descerebrándolos con el cuchillo para la carne. Bourdain –que me disculpe por andar haciéndole al analista– entendía todo desde el dolor, la violencia, el terremoto confortante del punk rock. Por eso fue adicto. Por eso fue cocinero. Por eso cuando comenzó a viajar no se detuvo nunca. Por eso buscó a un reportero de nota roja cuando visitó la ciudad de México y convirtió ese episodio de Parts Unknown en un repaso brutal de la violencia en el país y de cómo, de alguna forma, eso le daba el sabor tan especial a las migas de La Güera, en Tepito. Lo mismo en Vietnam, la guerra y la comida de quienes se refugiaron bajo tierra durante años. Por eso, claro, terminó por pintarnos un dedo larguísimo, por abrazarnos fuertemente y por decir ai se ven hijos de la chingada con una voz que se sintió en el mero centro del estómago.~