¿Escucharon las buenas nuevas?

 

por Ricardo López Cordero; foto: Ana Lorenzana

Conjuré a Paty de Obeso y Tito Garza Onofre en una ventana de mi computadora porque quiero hablar del chicharrón de la Ramos. Tito y Paty son miembros honorarios de la representación de Monterrey en la ciudad de México. Hijos pródigos de Nuevo León que han venido a buscar fortuna a la capital para algún día regresar. Ella es una de las activistas más brillantes de su generación y él una lúcida y subversiva mente jurídica. Se casaron hace unos meses y viven felizmente en nuestra ciudad. (Nuestra porque es de todos, hasta de quienes sólo están aquí para tomar un vuelo de conexión.)

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Apenas me enteré que en la ciudad de México podemos conseguir chicharrón de la carnicería Ramos y los tengo frente a mí porque noticias como esa se comentan con regios de a de veras. Escribo “de a de veras” con cuidado, porque empezar a decir que unos sí son y otros no es avanzar por un camino que sólo puede terminar en la despreciable ignorancia de sangre y tierra. No existe tal cosa como lo regio de a de veras, igual que no existe la auténtica comida oaxaqueña, ni una manera correcta de preparar el té. 

Son atajos, cosas que uno se inventa para saltarse otras. Quiero hablar de sus costumbres regionales con Tito y Paty porque los floreros de su fiesta de compromiso fueron botellas de Topo Chico y Carta Blanca, lo que demuestra que se toman en serio lo de ser de donde son, pero no demasiado.

“Algo que tienes que meter sí o sí, Ricardo –pide Tito–, es cómo nos la cagan a los provincianos. De que venías al pinche DF a comprar Krispy Kreme, y yo les digo: culeros, ahora son ustedes los que llevan sus maletines de chicharrón de la Ramos.” Y es cierto. Uno sabe que está en el aeropuerto de Monterrey cuando los viajeros que vienen y van cargan carne congelada y paquetitos de chicharrón bajo el brazo. “Es chido traerlo acá con el plástico y con la bolsa sudada, toda grasosa”, dice Paty, acostumbrada a guardar un espacio en la maleta para los pedidos que inevitablemente le hacen los amigos que se enteran de que va a Monterrey. 

Dos apuntes antes de seguir. El primero es lingüístico. Se le conoce como chicharrón de la Ramos porque antes de pasar a manos de los hambrientos y antojadizos pertenece a Carnes Ramos, que no necesita presentación pero si en serio no han oído hablar de ella basta decir que es la decana de las carnicerías regiomontanas, promotora de una taxonomía comercial que ordena sus productos por la manera en que se deberían preparar (para asar / para guisar) y comercio al que uno realmente va por chicharrón. Además así se organiza el español en Monterrey. El Tito y yo vamos a la Ramos por chicharrón que llevaremos a la carne asada de la Paty. 

Hay una rivalidad, por cierto, entre la carnicería Ramos y Carnes Finas San Juan. Algo así como la rivalidad futbolística entre Tigres y Rayados, los equipos de la ciudad que representan cada uno a su manera el espíritu popular y emprendedor de Monterrey. (¿No es una linda coincidencia que los tigres, los felinos que habitan el mundo pues, sean rayados?) Si tienen 8 minutos, aquí pueden ver a un ciudadano regio haciendo su propio #ClásicoRegioDeLaCarne, presentando un corte de la Ramos frente a uno de la San Juan con devoción religiosa. Los pone a las brasas y hace pasar uno a uno a sus amigos a probarlos, para que los critiquen en términos de sabor, jugosidad y textura, con la seriedad de un sinodal de posgrado. 

El segundo apunte es ontológico. ¿Qué es el chicharrón? Si uno es defeño, como yo, probablemente piensa primero en un trozo achicharrado de piel de cerdo, tan crujiente que se puede quebrar con las manos y de un color más bien arenoso. En cambio, el chicharrón de la Ramos es de un café oscuro y una forma gruesa e irregular que a distancia lo hacen parecer más bien un tubérculo. En esta revista se ha dicho antes que la adicción que provoca es más parecida a la de la heroína que a la de querer saber qué pasó en Game of Thrones. Podemos entonces concluir que las características esenciales del chicharrón, las que lo hacen chicharrón, tienen que ver con aspiraciones crujientes, saladas y fritas. 

La pandemia lo impide pero antes, cuando estábamos menos preocupados por la cercanía con extraños y los virus, en la Ramos a uno lo recibían con un pedacito de chicharrón de cortesía. “Llegas, te acercas al mostrador y órale wey tu chicharrón”, recuerda Tito. Él y Paty van mucho a Monterrey, tanto como pueden. “Siempre que vamos llevamos una lista de lo que tenemos que comer”, dice ella, porque la nostalgia por el lugar del que son está íntimamente trenzada con la comida. 

Para ellos ir a Monterrey significa parar en la Ramos. Van por guisados, arroces, cortes y chicharrones. Van para comérselos allá y también para traerlos y repartirlos como souvenir para los más suertudos de sus cercanos. Tito pide el chicharrón en trozos y Paty picado. “No soy tanto de comérmelo solo –dice–. Me gusta con guacamole así que le digo al compa que lo parte ahí que sea picadito.”

Tito recuerda “con muchísimo cariño” una cruda que se curó a chicharronazos. Despertó en casa de su amigo, agobiado por los estragos de más Carta Blancas de las recomendables. El padre del amigo (“mi tío”, aclara Tito, en buen regio, ese que hermana a los amigos) los levantó con una bolsita de la Ramos, un kilo de tortillas de maíz y un pico de gallo. “Me acuerdo de ese pinche taco sencillísimo y con eso nos alivianamos.” 

La primera vez que yo, Ricardo, vi un chicharrón de la Ramos no le entendí. Ni siquiera lo probé, como si tuviera seis años y decidiera que algo no me gusta nomás de verlo. Fue una temporada en la que viajaba todos los viernes de ida y vuelta a Monterrey. Salía en el vuelo de las doce y regresaba en el de las nueve. No tenía tiempo ni de parar a comer unos tacos en la esquina. Pasaba esas horas en el tráfico, en unas oficinas horribles del centro o tomando cerveza en el aeropuerto. Quizá para un defeño empedernido el chicharrón así es un gusto adquirido. Probablemente es un gusto adquirido para todos, pero los regios lo adquieren desde chiquitos. 

Ese primer chicharrón de la Ramos tenía un olor acuerado que me intimidó. Se había impregnado en la bolsa y cada vez que la abría me encontraba con unos seres extraños, de tonos ambarinos, abrazados entre ellos como si hubieran sobrevivido juntos un viaje intergaláctico. Luego los probé envueltos en una tortilla de maíz amarillo, de las que tenemos en el DF, con una salsa molcajeteada que sobró de unos tacos a domicilio (cuando pedir tacos por teléfono era raro y emocionante)  y entendí que frente a mí no había chicharrón sino un portal. Todos los gustos son adquiridos, claro, pero se adquieren gracias a la posibilidad de estar en otro lado, en un lugar que no es éste. 

Paty es ingeniera. Ofrece un proceso para adentrarse en el universo de la Ramos que, como defeño empedernido, agradezco. El primer paso es probarlo solito. “Yo diría de botana, sin pedos y enterito”, dice. “Agarrarlo con dos dedos porque es pura grasa. Y ya luego experimentar con el guacamole o la salsa verde.” 

Si entiendo bien, hablar del chicharrón de la Ramos es devenir en el ritual descrito por los regios como lacarnitasada, con todo y sinalefa, que no es más que enseñar un pedacito de la memoria sentimental que uno tiene de los lugares donde ha pasado mucho tiempo. “Por lo menos a mí sí me entra la nostalgia estando en la ciudad de México– reconoce Tito–. Ahora que vaya me voy a echar un taquito y mi machaca.” Yo lo haré aquí, dándome una oportunidad de ser norteño, aunque sea por una tarde. Me empeñaré en montar la escenografía necesaria para una carne asada regia. Topo Chico y Carta Blanca para tomar. Los compas para cotorrear. ¿Y para comer? Guacamole, quesadillas, tortillas de harina, cortes de res y un chingo pero un chingazo de chicharrón de la Ramos.~