“Tijuana es todo comer y beber”, dijeron

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SACRILEGIO, HORROR, DESTRUCCIÓN

texto y fotos: Luis Reséndiz

Escribir una crónica de Tijuana implica, entre otras cosas, pensar en si uno va a sumarse a la Gran Narrativa Tijuanense, aquella que nos cuenta cómo Tijuana es un lugar del descenso y la decadencia, del desmadre sin límites, de la droga y el sexo y el alcohol. Para mí –coleccionista de Batman y Star Wars, lector atento de Sherlock Holmes, proclive a la siesta más que a la fiesta– eso implicaría demasiado. Habría de comenzar, también, diciendo que yo fui a Tijuana a hablar de cine de superhéroes.

Porque Tijuana sí es esas cosas –basta pararse en la avenida Revolución un sábado a las tres de la mañana para darse cuenta de que uno desconoce una verdadera fiesta– pero también es muchas otras. Poliédrica, como suelen ser las ciudades fronterizas (o los puertos: pal caso, como toda aquella ciudad donde la rutina esté inevitablemente cruzada por el ir y venir de foráneos), Tijuana es una invitación permanente no solo al desmadre, sino a la sincreción. Y un poco, además, a la confrontación, al choque. Cuando me subí al taxi que me llevaría del aeropuerto[1] al hotel, una frase que escupió la radio del taxista me cimbró el cerebro: “A ver, mire, si un hombre no puede embarazarse, ¿cómo sabe usted que un hombre no puede aguantar un parto?”

El locutor –que tenía un acento tijuanense concentrado, como si uno trazara un retrato hablado del acento tijuanense y lo vertiera en un molde y extrajera un clon, un replicante, y lo soltara a hablar en la radio– discutía con una radioescucha acerca de feminismo. El hombre se la pasaba soltando buscapiés –supongo que él, en su autorretrato, se pinta como un tipo muy listo, sin saber que solo es un tejedor mediocre de falacias del falso dilema–, y la radioescucha, que ya estaba en verdad encabronada pero que aún tenía vestigios de creer en el diálogo, le seguía el juego inadvertidamente. “Ustedes no podrían aguantar un parto”, seguía la chica; “pues ustedes tampoco podrían aguantar una patada en los huevos”, le rebatía el locutor, y el jefe de controles soltaba onomatopeyas para aderezar la discusión. El taxista se moría de la risa: “Es que le encanta andar haciendo enojar a la gente”, glosaba. La discusión terminó cuando el locutor quiso: cortó su enlace, pero no el de la mujer, y siguió hablando mientras al fondo se escuchaban las violentas réplicas de su oponente. Se burló de ella y en eso estaba –tenía un par de comparsas que le aplaudían cada ocurrencia que soltaba, y parecía que esa sesión de masturbación verbal podía continuar indefinidamente– cuando llegamos al hotel. Tenía ganas de seguir pensando en eso, pero también tenía hambre, así que opté, primero, por calmar el apetito.

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Iba con una consigna clara: dado mi presupuesto, me limitaría a la comida callejera. Y es que Tijuana es, en general, una ciudad cara: todo se cobra en dólares o en su equivalente, y un visitante proveniente del Altiplano de pronto se encuentra sorprendido cuando pide un esquite y se lo cobran a cincuenta pesos, quedándose en medio de la acera con cierta sensación de ultraje mientras mira su vasito de unicel con granos de elote flotando en agua, queso y crema. Pero la comida callejera nunca me ha parecido tanto una limitación como una oportunidad: mi falta de refinación gastronómica y mi democrático apetito redundan en que encuentre tan atractiva una cena de seis tiempos como una visita a los suaderos más prometedores. Y en Tijuana no hay mucho suadero, pero están los tacos Franc y con eso basta.

Una amiga tijuanense me había enviado, unos días antes, un largo correo donde enlistaba sus lugares favoritos para comer. El correo, que terminaba con la frase “Tijuana es todo comer y beber”, hacía un especial énfasis en unos tacos Franc. Honestas hipérboles del tipo “No dejes de ir al Franc, sería un sacrilegio, horror y destrucción” dejaban claro que la visita a los Franc era obligatoria. Probar sus tacos es entender la urgencia de la recomendación. Había suadero, pero decidí pasar en pos de la recomendación: la asada y la adobada. Y están a la altura, por supuesto, pero lo que me hizo perder el juicio fue la mulita de lengua. La mula –que tiene como propiedad, de por sí, la suavidad– es de una tersura incomparable. La lengua es generosa, jugosa, una caricia; el queso manchego, un básico que siempre puede llevar consigo la sorpresa, está derretido en un desplante casi lujurioso; todo viene envuelto, como es común en estas coordenadas, en una tortilla de harina cálida en la que quisiera poder dormir una siesta en este seco invierno poblano que me despierta a cinco grados centígrados.

Después, caminar. No es Tijuana la más caminable de las ciudades, pero ciertamente es posible hacerlo, porque es una ciudad también asombrosamente respetuosa del peatón. Vivo en Puebla, y antes viví en la Ciudad de México, y antes en varios puntos del estado de Veracruz, y he sido peatón en todas ellas y en algunas otras varias ciudades de México que he visitado, y nunca había estado en una que respetara tanto a los que vamos caminando sobre las aceras. De entrada, los semáforos son obligatorios y no sugeridos; la gente de verdad se detiene cuando la luz ámbar golpea sus pupilas. Peor aún, cuando no hay un semáforo, pero sí una cebra, un paso peatonal, los automovilistas también frenan. He escuchado de varios ánimos separatistas en Tijuana y las Bajas Californias; si estuviera en mis manos escribir el manifiesto de la revolución separatista, comenzaría por esto, acaso el mejor argumento para escindirse de un país donde un minuto de un automovilista vale más que varios años de vida de un peatón. La otra cosa que me sacudió fue la estatua de Lincoln –con todo y cadenas rotas en las manos– que está en el Paseo de los Héroes. Ya después averigüé que ni siquiera es la única estatua de Lincoln en México, pero la sorpresa –producto del férreo y acrítico nacionalismo que la SEP inoculó en mi cerebro desde que era pequeño– no se me va a olvidar tan fácil.

abajo izq: El culito es parte del monumento

abajo izq: El culito es parte del monumento

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La mañana siguiente era la del foro en el que me tocaba leer mi ponencia, la parte más aburrida de esta crónica, así que por atención a los lectores, nomás le dedicaré unas pocas líneas: estas.

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La Corriente: Cevichería Nais es un lugar de nombre kilométrico al que más bien se le conoce nomás como La Corriente. Supongo que la paradoja del nombre hacía sentir orgullosos a sus fundadores y que quizá su pérdida los conmueva, pero seguro importa poco dado el éxito del lugar. Entré ahí por una cantina fluorescente de decoración deliberadamente kitsch, pero rápido crucé la puerta que me llevaba a la cevichería, que es más bien deliberadamente marina: madera pintada de blanco, palmeras, sirenas, pulpos y modelos de peces colgando del techo. Las conversaciones en indistinto español, inglés y espanglish se sucedían rápidamente entre los comensales y meseros, provocándome tanta fascinación como vértigo (perdón: la falta de costumbre). Tras repasar el menú, me pedí el que, sin saberlo, sería uno de los mejores tacos que he probado en mi modesta pero persistente trayectoria tacófila: el Kalifornia, con k, como la película con Brad Pitt. El Kalifornia es un taco con camarones adobados, juguetonamente picosos, bañados en crema y depositados en un chile entero, abierto, que a su vez se posa en una tortilla pasada por la parrilla. El resultado es un taco bravo, un tanto retador, una breve lucha que comienza con una serie de explosiones pirotécnicas en la lengua y termina aflojándote la nariz como si fuera una gripe terrible o una cocaína particularmente árida. Es, por supuesto, delicioso[2].

Por la noche fui a una cervecería: era el cierre del Foro de Análisis Cinematográfico donde participé. La Cervecería Santuario es un lugar inmenso, como una bodega –un modelo al parecer idóneo para un negocio del giro–. En el lugar se concentraron buena parte de los ponentes del congreso, que aprovecharon la rendija para socializar, hacer contactos, platicar de cine sin la pesada losa de estar frente a una mesa de mantel verde. Era una premisa bastante curiosa: una peda tijuanense con académicos. (Apenas arrancada la borrachera ya me había caído mal uno, un gringo rubio de pésimo español que hacía una lectura sobre el neoliberalismo en Heli de Amat Escalante.) La cerveza, sin embargo, es siempre buen lubricante social: bebimos porter de vainilla, impresionante; stout y más porter, ahora sin vainilla. Cosas que no merecen duda cuando se escuchan: la reputación de Tijuana como lugar donde se bebe buena cerveza.

La Corriente, bella como Brad Pitt

La Corriente, bella como Brad Pitt

Desde la llegada a la cervecería, uno de los asistentes al Foro le echó el ojo a unos tacos de guisado que estaban en la esquina. Los veíamos desde el balcón y subrayaba, una y otra vez, “ahí nos vamos terminando”. Tampoco dejaba de recomendar unos tacos de pulpo, que había comido por la mañana y le parecieron insuperables. Al día siguiente, con una ligera resaca, le hice caso: el lugar era El Mazateño, en la Calzada Tecnológica, de la que no se me pasó la ironía de verla ser el hogar de un local de renta de películas. El Mazateño, que es una marisquería sin faramalla ni bombo, una marisquería y ya, alberga en su interior una perla: el ya recomendado taco de pulpo. Envuelto en una tortilla de maíz y rodeado de queso derretido, el pulpo se presenta picoso, sí, pero sobre todo crujiente, proveedor de esa satisfacción que solo saben dar las cosas que truenan al morderse. El taco de pulpo enchilado crunchy, además, es el orgullo de El Mazateño: les valió un L.A. Street Food Fest. Da la impresión de que uno se puede quedar ahí horas, nomás picando tacos de pulpo, mirando los coches pasar.

Al final, sí fuimos a los tacos de guisado. Nunca le hecho feo a los tacos de guisado –ese logro del presupuesto limitado y un hambre inabarcable– pero, ya que estaba en Tijuana, pensaba pasármela más cerca de los tacos de mariscos. Fue inevitable: el grupo de académicos e investigadores del cine acudía ya, en tropel, al reluciente puesto, así que no me quedó más remedio que sumarme con entusiasmo a la expedición. No me costó tampoco mucho trabajo.

Tijuana era una fiesta. Tacos de guisado en unos tacos de guisados.

Tijuana era una fiesta. Tacos de guisado en unos tacos de guisados.

El puesto estaba atendido con una eficacia impresionante –cosa común en los buenos tacos de guisado, que operan como aceitadísimas máquinas alimenticias– y llovieron los tacos de chicharrón y birria –una birria mucho mejor, acaso sacrílegamente, que otra que comí un par de meses después, en la mismísima Guadalajara–. Estábamos parados en la esquina de la avenida Revolución y Hermenegildo Galeana, bastante pedos ya todos. La calle era como una fiesta, como un carnaval: gente pedísima, música de banda sonando atronadoramente a cada paso, con una discoteca gigantesca de seis pisos a nuestras espaldas, todo ensoñadora o pesadillescamente bañado con luces de neón, de patrullas de policía, de antros fulminantes. Cuando me echaba mi enésimo taco de birria, escuché al gringo rubio de pésimo español, el académico mexicanista del grupo, confesar un temor incontenible al chile mexicano, mientras los otros, ya borrachos, no dejaban de echarle porras para que se atreviera al habanero en el taco de salsa de chicharrón. La escena me destiló cierta hilarante ternura, cierto cariño por el impulso irrefrenablemente sincrético de Tijuana, y toda antipatía que pudiera permanecer en mí para esas horas de la noche terminó por esfumarse. La verdad, me dieron ganas de quedarme a vivir ahí y comer tacos Kalifornia a diario por el resto de mis días.~


Lean otros textos de Luis Reséndiz en HojaSanta. Por ejemplo, esta defensa apasionada de la pizza hawaiiana, luz de mi vida, fuego de mis entrañas, o este examen de comida y crimen en el cine gringo.

 
 

 
 

[1] En el vuelo –de pinche Interjet– hojeé la revista de la aerolínea un rato. Había poco de interés, pero me llamó la atención que su dueño –de la revista, pero también de la aerolínea– no es otro que Miguel Alemán Velasco, que fue gobernador del estado donde nací, Veracruz, y cuyo abuelo, el general Miguel Alemán González, le dio nombre a la secundaria y preparatoria donde estudié, una especie de castrante y cuasi castrense panóptico foucaultiano de manual. En la revista aparecía un texto de Martín Caparrós sobre yates, una especie de ensayito tan fascinado como indignado ante la existencia de esos costosos vehículos marítimos en un mundo azotado con impiedad por la pobreza y el hambre. No supe distinguir si Caparrós –que tal vez sabía que ese texto se publicaría ahí, tal vez no– estaba haciendo una protesta dirigida a aquellos que podemos pagar un vuelo de avión en un país con cincuenta millones de pobres –aunque sea a costa de llegar al tope de la tarjeta de crédito– o si solo estaba acurrucándose retóricamente un poquito más en su privilegiado nido. Quizá hubiera un poco de ambas.

[2] Desde que fui a Tijuana, una sucursal de La Corriente Cevichería Nais abrió en la Ciudad de México. Sugeriría abandonar esta descripción –que no alcanzaría jamás a hacerle justicia– y lanzarse de inmediato