Una defensa de la pizza hawaiana

 

por Luis Reséndiz

Una de las innumerables formas de leer los pleitos entre conservadurismo y liberalismo se encuentra en las batallas lingüísticas, donde los miembros pertenecientes a la primera tendencia reciben el apodo de “prescriptivista” –a los segundos se les llama “descriptivistas”–. Los diccionarios de la Real Academia Española, por ejemplo, son prescriptivos, a menudo en disciplinas que no les competen, como la gastronomía:

pizza:

Voz it. 1. f. Especie de torta de harina amasada, encima de la cual se pone queso, tomate frito y otros ingredientes, y que se cuece en el horno.

Es decir, si la pizza no cumple algunas de esas características –digamos: como las pizzas sin salsa de tomate, que, acaso para asombro de la RAE, existen y hasta son comidas– ya no puede llamarse pizza, al menos según esta definición. Pero es bien sabido que a la RAE no hay que hacerle mucho caso, principalmente cuando hablan de palabras: pensemos que tienen entre sus filas a notables retrógradas lingüísticos, como Arturo Pérez-Reverte, finísimo especialista en olvidar que la lengua hace lo que quiere (y lo que quieren sus hablantes).

foto: Lorenia @ konagrill

foto: Lorenia @ konagrill

 
 

El prescriptivismo no solo se limita a los venerables ancianos de la RAE –aunque así nos guste pensarlo: siempre el retrógrado es el otro–. A últimas fechas, por ejemplo, he visto crecer una tendencia: el odio a la pizza hawaiana. Está por todos lados. Decenas de mis contactos aseguran odiarla desde las profundidades de su alma. Momazos corren para consignar el odio que se debe guardar a tan aberrante creación. Tuits –algunos exasperantemente tajantes, como este– dejan muy en claro que aquellos que disfrutan de la pizza hawaiana se encuentran del lado equivocado de la historia. Como con las quesadillas sin queso —una discusión lingüística, pero también ontológica—, la pizza hawaiana se encuentra al borde de provocar un enfrentamiento: una herida que supura entre nosotros.

Quisiera, sin embargo, que la discusión en torno a la pizza hawaiana tuviera al menos los resquicios de interés lingüístico y etimológico que tiene la de la quesadilla –o como le decimos donde yo nací y crecí, quesaditzin–. Lo de la pizza hawaiana es, más bien, un berrinche colectivo no tan difícil de contestar: bien podría yo alzarme con mi subjetividad en ristre y decir que la pizza hawaiana fue un extraño oasis en la infancia de muchos de nosotros y que por lo mismo merece recibir nuestra mirada empañada de benigna nostalgia; podría, también, afirmar que una buena pizza hawaiana no difiere mucho de una con champiñones. Podría armar una compilación de rostros de niños dándole su primera mordida a una pizza hawaiana –la sorpresa, el éxtasis, el súbito enamoramiento: todo eso condensado en tres minutos y medio de video– y justificar así su existencia. Podría hacer todas esas cosas, pero por lo que yo adivino como “el bien” de esta conversación, por la imperiosa necesidad de llevarla a lugares más interesantes, no lo haré.

 
foto: Braden Kowitz/flickr

foto: Braden Kowitz/flickr

 

Diré, en cambio, que la pizza hawaiana es un ejemplo –a diminuta escala, si se quiere, si eso los hace sentir mejor en su acendrado rechazo– de la capacidad humana de reinventar. Nuestra especie es una desgracia, se sabe, pero dentro de esa infinita desgracia para el resto del planeta –no hemos sido buenos para casi ninguna otra criatura o ser o elemento que no seamos nosotros mismos–, hemos sabido engendrar creaciones que, aunque solo disfrutamos nosotros, quedan como testimonio de cierto ingenio, si bien egoísta, pero ingenio al fin. No nos conformamos con la carne cruda, sino que la acercamos al fuego, desatando así una infinita gama de sabores y texturas –y, de paso, la cultura regiomontuna de la carne asada–; no nos detuvimos cuando aprendimos a sembrar y a cosechar sino que molimos granos y los hicimos pan; cuando ambas cosas nos parecieron poco, pusimos las carnes en medio de los panes, les untamos algo para potenciar su sabor y creamos las tortas, los sándwiches, las guajolotas, las hamburguesas, los choripanes y demás etcéteras.

Y así, pues, hasta el infinito, en todas las ramas posibles: Kanye West no se detiene a contemplar si tal o cual rola es de alguien sino que la toma y la samplea, seguro de poder mejorarla o al menos recontextualizarla, darle un nuevo uso. (Este argumento, también, funciona en contra de los ya cansinos e interminablemente zafios defensores de la idea del “plagio” en el arte, pero ese es otro tema que ya tocaremos.) La pizza hawaiana es eso: un invento arriesgado –genial o no: eso lo decidirá cada comensal– de un griego que, ante la perfección de una creación, se aseguró que podría mejorarla y puso en marcha esa seguridad. A lo mejor nos gusta, a lo mejor no: el caso es que ese dictadorcillo prescriptivista que se agita en el interior de cada uno de nosotros cuando vemos una pizza hawaiana es la muestra de un impulso que, de haber fructificado, nos mantendría todavía huyendo de leones, refugiándonos en cuevas y, lo peor de todo, sin pizza de ningún tipo.~


Ahora, háganse una pizza hawaiana. No hay secretos.