American Way of Eating: Crimen y comida en el cine Hollywoodense

por Luis Reséndiz

 

La comida es intensamente social. En torno a ésta se establecen ritos, mitos, lazos. Alrededor de las mesas del mundo se ejercita lo mismo la fe, la convivencia, el conocimiento. El cine, ese observador, imitador y mejorador de la vida cotidiana, ha recogido estas características sociales y las ha trasladado a su ficción. Y el cine hollywoodense, especialmente, ha puesto su atención en la hora de los alimentos. Dentro de ese marco, las películas dedicadas al crimen encuentran en la comida una de las mejores formas para poner a sus personajes a maquinar, conversar y desarrollarse. Del diner al laboratorio, el crimen pone la mesa.

En orden: Día de entrenamiento, Antoine Fuqua, 2001/ Perros de reserva, Quentin Tarantino 1992/ Zodiac, David Fincher, 2007.

En orden: Día de entrenamiento, Antoine Fuqua, 2001/ Perros de reserva, Quentin Tarantino 1992/ Zodiac, David Fincher, 2007.

El diner

Aunque los primeros datan de finales del siglo XIX, el diner del imaginario colectivo, en forma de vagón, alargado, con ventanas a los costados, hecho de metal, prefabricado y producido en serie –por eso es que suelen parecerse tanto unos a otros–, alcanzó su máxima popularidad a mediados del siglo XX. Económicos, abiertos las 24 horas, proveedores de alimentos que van desde los huevos fritos hasta los sándwiches y el café con refill infinito, se convirtieron dentro del cine en reducto de malas hierbas y bichos raros. Esto está presente desde la pintura: Edward Hopper, en la híper icónica Nighthawks de 1942, retrata a una fauna un tanto desconcertante, un tanto clandestina; Rockwell en The Runaway de 1958, aunque afectivamente, muestra a un niño que ha huido de casa y a un poli, que acaso lo amonesta, sentados en la barra.

El diner, junto con la fuente de sodas, también representó una década más inocente en la que los adolescentes se reunían después de la escuela a comer una hamburguesa, beber una malteada y platicar de las chavas más guapas de la clase. No en vano aparecen en películas como Vaselina (1978), Volver al futuro (1985) o en el videoclip de Buddy Holly (1994), canción de Weezer, dirigido por Spike Jonze con metraje de la sitcom Happy Days (1974-1984). Bajo la premisa de «todo tiempo pasado fue mejor», estas cintas encuentran en estos restaurantes un reflejo de «buena onda» más que de sordidez.

Los diners no han dejado de servir de refugio a quebrantadores y defensores de la ley de toda ralea. Dos de estos establecimientos gozan del estatus de leyenda en el cine: Quality Cafe y Johnie’s Coffee Shop. El primero ha servido para refugio, lo mismo de criminales que de detectives. Allí se quebró la cabeza Carl Hanratty, agente del FBI dedicado a investigar fraudes bancarios, al intentar atrapar a Frank Abagnale Jr., estafador y amo del disfraz que se agenció más de dos millones de dólares con cheques falsos durante la década de los sesenta. La historia de la persecución y las escenas en el Quality Cafe están en Catch Me If You Can (2002), dirigida por Steven Spielberg.

Hanratty pudo haber atrapado a Abagnale Jr., pero el Quality Cafe no dejó de recibir a individuos vinculados al delito. En Se7en (1995) de David Fincher, el detective William Somerset, próximo a retirarse, se reúne ahí con Tracy, la esposa de su compañero recién transferido, el detective David Mills –Somerset y Mills ya se habían encontrado con la comida antes, pero no de forma agradable: están investigando a un asesino serial cuyo primer crimen fue obligar a un hombre obeso a comer hasta morir–. Somerset y Tracy se encuentran y un encuadre antes de la plática se nos permite ver algunos de los alimentos que preparan en la plancha: huevos fritos, hamburguesas, tocino. El crepitar del aceite, hay que decirlo, haría salivar a cualquiera. Somerset se marcha y hará una parada más en otro establecimiento de

Esa no fue la última vez que el Quality Cafe recibió a un policía experimentado, curtido en el oficio. En Día de entrenamiento (2001) el detective de narcóticos Alonzo Harris –corrupto hasta el tuétano, conocedor de las mañas y las calles, beneficiario de los sobornos y el tráfico de drogas–, tiene que evaluar a un novato: el oficial Jake Hoyt. Al inicio del día en cuestión, Alonzo y Jake se encuentran en un diner extrañamente familiar: el primer encuadre del sitio nos muestra unos huevos cayendo sobre una plancha, emitiendo su estimulante y característico sonido. Infelizmente, Alonzo y Jake no comen nada, y no hay manera de que podamos saber si el Quality Cafe sirve buenos huevos fritos; toman sólo una taza de café. Alonzo y Jake saldrán de allí y más adelante irán a un restaurante, menos proletario, en el que se encontrarán con los jefazos de la policía de Los Ángeles, pero esa es otra anécdota. El Quality Cafe ha servido de locación a algunas otras películas, no necesariamente criminales –hay un supercut en el canal de YouTube de Screen Junkies en el que montan escenas de Ghost World (2001), Old School (2003) y The Mentalist (2009-2015), además de las mencionadas.

Ahora echaremos un rápido vistazo al Johnnie’s Coffee Shop, sede de al menos una gran escena: aquella que abre Perros de reserva (1991), de Quentin Tarantino. En ella podemos ver a los ocho personajes de la película desayunando. Su conversación no tiene nada que ver con el argumento de la cinta y, por el contrario, se concentra en aparentes banalidades: una canción de Madonna, una anécdota, la conveniencia de dar o no propina. La secuencia es legendaria, tanto por el rompimiento con la narrativa convencional –esa plática no tiene ninguna repercusión en la trama, algo muy extraño en el cine hollywoodense hasta entonces– como por la materia misma de los diálogos: poperos, intrascendentes, extrañamente hipnóticos. Esta conversación es parte de un cambio generacional en el que los diálogos se dan el lujo de ser «acerca de nada». Uno de sus precedentes es el stand-up comedy; Woody Allen –quien también tiene algunas películas, principalmente setenteras, en las que deja ver algunos diners neoyorquinos–, y la sitcom Seinfeld (1989-1998), que no en vano tiene un diner como una de sus locaciones principales: la comida barata, el café ilimitado y los asientos cómodos hacen posible permanecer allí largo tiempo, clavarse en la nadería, hablar durante horas; el diner como detonante de la evolución cinematográfica. Tarantino utilizaría después otro diner como locación en al menos una película más: la omnipresente Pulp Fiction: Tiempos violentos (1994), que abre y cierra en el Hawthorne Grill, un restaurante ahora demolido. Años después, el mismo Johnnie’s Coffee Shop aparecería en un escena de Historia Americana X (1998): aquella que marca el principio del derrumbe de la vida de Derek Vinyard, ex neonazi recién salido de prisión, donde purgó una pena por homicidio voluntario. Derek se encuentra reconstruyendo su maltrecha existencia y, al mismo tiempo, intenta salvar a su hermano menor, Danny, de la ideología skinhead. Al llegar al Johnnie’s Coffee Shop, rumbo a la escuela, Derek le comprará a Danny la que será su modesta y última cena: una maple bar y un vaso de leche. Más tarde, Danny morirá a manos de un compañero de escuela harto de su racismo.

Zodiac (2007)

Zodiac (2007)

Por otro lado, varias escenas de Zodiac (2007) de David Fincher transcurren en restaurantes, dos de ellas en Callahan’s Diner. En la primera ocasión, los inspectores David Toschi y William Armstrong comparten un sándwich BLT (bacon, lettuce and tomato) mientras discuten el caso del asesino del Zodiaco; la segunda, el detective Toschi se encuentra con Robert Graysmith, caricaturista y grafólogo aficionado que cree haber dado con una pista crucial para solucionar el misterio. La primera escena sirve para resaltar la camaradería: Toschi llega al diner después de Armstrong y le pide la mitad de su sándwich –y, cuando Armstrong se va, también se queda con sus papas fritas–; la segunda confirma la habilidad de Graysmith: mientras que Toschi acepta platicar con él sólo porque le invitará el almuerzo, al final termina dándole información confidencial para continuar su investigación.

En Camino a la perdición (2002) de Sam Mendes, Michael Sullivan, miembro de la mafia irlandesa, se ve forzado a huir de su propio jefe, John Rooney, después de que su hijo, Michael Jr., atestigua el asesinato no autorizado de un asociado de la mafia a manos de Connor Rooney, hijo del patrón. Sullivan y Sullivan Jr. emprenden entonces una carrera hacia Perdition, donde planean encontrarse con la tía Sara. A medio camino se detienen en un diner; es 1931, plena Gran Depresión, y el restaurante está a la orilla de la carretera, en un terreno de terracería. Al restaurante llegará Harlen Maguire, fotógrafo, asesino serial y a sueldo, con la misión de asesinar a los Sullivan. Maguire pide un «honey dipped fried chicken and a cup of coffee» y toma asiento frente a Sullivan padre, quien reconoce al asesino. Padre e hijo huirán, no sin que Maguire les dispare, fallidamente, afuera del diner.

En Goodfellas (1990) de Martin Scorsese, el diner funciona como escenario del beso de Judas: después de asegurarle que su caso está en orden y que seguramente saldrá libre, Jimmy ordena a Henry Hill ir a Florida a matar a alguien. Henry, en off, anota que Jimmy nunca antes le había pedido matar a nadie. Comprende que no regresaría de Florida vivo, y decide convertirse en el soplón que encerrará a sus colegas a cambio de su vida. En Nightcrawler (2014), en cambio, funciona como escenario del beso de bienvenida. Lou Bloom, aspirante a reportero de nota roja sin la menor gota de escrúpulos, contrata al joven Rick como asistente pagándole la bicoca de treinta dólares por noche. Rick no lo sabe, pero Lou Bloom está dispuesto a lo que sea para triunfar en el negocio de los noticiarios. Poco tiempo después, cuando la carrera de ambos parece en ascenso, Lou dejará morir a Rick, asesinado por un criminal, a fin de filmar la nota. Tal vez Rick, agonizante, recordó en sus últimos segundos la cita en el diner en la que aceptó la chamba y se comprometió, sin saberlo, a morir por ella.

¿Y qué hay de los hombres que trabajan en el diner? Una de las historias que cruzan como ríos la trama principal de Fuego contra fuego (1995) de Michael Mann es la de Donald Breedan, un ex convicto que tiene como trabajo una misión repetitiva y deprimente: voltear hamburguesas. Neil McCauley y su equipo de ladrones acaban de perder a un hombre y necesitan un chofer; McCauley ve a Breedan en la cocina del lugar y lo reconoce de la cárcel. «¿Quieres chamba?», le pregunta. Breedan pondera en un instante su pasado y su futuro e, irremediablemente, acepta. El ex convicto metido a cocinero se arranca el mandil, deja hamburguesas y huevos quemándose en la plancha y acepta conducir el automóvil que los transportará a un robo en el que absolutamente todo saldrá mal.

Deja la pistola, tráete los cannoli

Entre 1892 y 1954 alrededor de 16 millones de personas provenientes de Europa entraron a los Estados Unidos por el centro migratorio de Ellis Island. Estos inmigrantes arribaron en busca de mejores oportunidades; muchos las consiguieron, muchos no. Todos contribuyeron a delinear el fascinante panorama gastronómico de los Estados Unidos, enriqueciendo la comida que ya existía con nuevas recetas, ingredientes, métodos. Algunos también importaron prácticas criminales: así es como se formaron y nutrieron las mafias italiana e irlandesa, y varias más. No es difícil imaginar la llegada de esos migrantes que, muchas veces fascinados, contemplaban con asombro la Estatua de la Libertad, guardiana de esa tierra de oportunidades. No es difícil hacerlo porque contamos con el apoyo de la segunda entrega de El Padrino (1974) de Francis Ford Coppola, donde podemos ver al pequeño Vito Corleone –antes llamado Vito Andolini– arribar a Nueva York. Los italoamericanos se han hecho de al menos dos famas cinematográficas: la de ser grandes glotones y grandes criminales.

Desde la novela de Mario Puzo que inspiró las películas, El Padrino está repleta de comida. Su papel es vital, tanto narrativa como metafóricamente. Los dos primeros filmes de la serie inician con sendos festines: en la uno (1972), la familia Corleone celebra la boda de Connie, su única hija –en las mesas hay vino, pastel, enormes frutas, guisos varios–; en la segunda, Michael Corleone, nuevo líder del clan, celebra la primera comunión de su hijo. La comida aquí es unión, estrechez de lazos: familia. Y la familia, es sabido, representa la base de la mafia siciliana a la que pertenecen los Corleone. En torno a la mesa se reúnen los padres con los hijos y se transmite la sabiduría y los principios que conforman la espina dorsal de la organización.

La comida no sólo encarna la unión entre la familia sanguínea; también tiene ese papel con la famiglia criminal. Esto es evidente cuando vemos comer a los jefes de la organización –Sonny, Michael, Tom Hagen– hombro con hombro con los caporegime –Clemenza, Tessio– mientras planean la muerte de Virgil Sollozzo y el capitán McCluskey, mafioso y policía responsables del intento de asesinato de Don Vito y el secuestro de Tom. El clan disfruta de comida china a domicilio –hay contenedores desechables con fideos y pollo agridulce, Coca-Colas– a la vez que maquinan. La muerte de Sollozzo y McCluskey ocurrirá en el Louis Restaurant del Bronx; un lugar, según Tessio, «perfecto para nosotros: un pequeño sitio familiar, con buena comida y un baño antiguo, de esos viejos, con caja y cadena». Deciden colocar el arma detrás de la caja. El encargado de hacerlo es Clemenza –famoso también por enseñarle a Michael a preparar albóndigas al estilo italiano–, y el encargado de dispararla será Michael. McCluskey cenaba un filete de ternera recomendado por Sollozo. Según éste, el Louis tiene «la mejor comida italiana de la ciudad».

El Padrino (1972 )

El Padrino (1972 )

El paso de El Padrino a la serie de televisión Los Soprano (1999-2007) es natural, hay temas comunes a ambas: la comida por ejemplo, que en Los Soprano es casi omnipresente. El Vesuvio, restaurante comandado por Artie Bucco, es sede frecuente de reuniones y cenas de la familia DiMeo –después, familia Soprano–, que tiene a Tony Soprano por capo. Una vez que el Vesuvio original es incendiado –por órdenes de Tony–, se re-funda como el Nuovo Vesuvio, y no deja de fungir como coyuntura de la ocasional asociación entre Bucco y los Soprano. La cocina de Artie parece atraer por igual a todos los italoamericanos de esa zona de Nueva Jersey; su restaurante es el lugar de comida italiana, y en este aspecto funciona casi como una extensión de las mesas familiares.

Pero el universo de Los Soprano es tan violento que los alimentos pueden utilizarse como forma de herir, de romper. Pensemos en un temprano episodio, ‘Boca’ (T01E09). Corrado Soprano Jr., mejor conocido como Uncle June, tiene una novia relativamente joven: Bobbi, secretaria en una oficina que June controla. Bobbi tiene en alta estima las habilidades cunnilingüísticas de Uncle June, pero éste le pide que no le hable a nadie de ello, ya que hacerlo público podría acarrearle burlas y demérito a su masculinidad en la mafia. Bobbi no puede contenerse y suelta la sopa en el salón de belleza, y más tarde Carmela Soprano se lo cuenta a Tony. La cadena de chismes se ha forjado. Tony aprovecha esta información para burlarse de June. La ira se desata. Furioso, June irá a la oficina de Bobbi –quien había comprado cena: pollo BBQ, ensalada y pastel de limón–, reclamándole a gritos su traición. Un instante antes de golpearla, June se detiene ante las súplicas y el llanto de su amante: ahora le embarra el pastel en el rostro. «Agarra tus plumas y el resto de tus mierdas, que no te quiero aquí mañana», sentencia Corrado y azota la puerta tras de sí. Uncle June, después de dudar y a punto de quebrarse, toma fuerzas y se larga. La comida es un arma de íntima destrucción. El pastel cae a trozos del rostro de la mujer.

La pasta de Furio Giunta está en ‘The Strong, Silent Type’, décimo episodio de la cuarta temporada. Carmela Soprano y Furio se encuentran ya plenamente enamorados; Furio ha seguido el consejo de un tío y decide apartarse de esa relación. Consumarla valdría tanto como suicidarse. Carmela ama a Furio por ser el exacto reverso de Tony: sensible, cariñoso, educado. El montaje del final de este episodio define a ambos inmejorablemente: por su forma de comer.

Los dos llegan a un hogar vacío –Furio es soltero; en casa de Tony no hay nadie– y ambos tienen que cenar. La forma en que abordan el problema no podría ser más distinta: mientras que Tony calienta un plato de pasta en el horno de microondas y se sirve un vaso de leche fría, Furio prepara primorosamente una pasta, le ralla un poco de queso y la acompaña con una copa de vino. En la soledad, la manera de acometer el apetito nos define.

Policías y tragones

Dos memorables glotones y criminales –o criminales glotones– del cine encarnan el glamour y la elegancia gastronómica de formas muy distintas: Rusty Ryan de La gran estafa (2001) de Steven Soderbergh, y Hannibal Lecter, de la saga que comienza con El silencio de los inocentes (1991), de Jonathan Demme.

Rusty es la mano derecha de Danny Ocean, líder de los Ocean’s eleven, un ensamble de ladrones con las más diversas habilidades, especializados en robos de alta dificultad. Rusty viene a cuento porque siempre está comiendo. Según el actor que lo encarnó, Brad Pitt, esto es una especie de broma: la pandilla está tan ocupada que nunca tiene tiempo de comer.

Es por ello que a lo largo de las tres películas (Ocean’s twelve: La nueva gran estafa (2004) y Ahora son trece (2007)), Rusty come y come y come.

Psiquiatra forense y asesino serial, el doctor Hannibal Lecter se ganó su lugar a pulso en el cielo de los tragones del cine a través de sus juegos psicológicos y su buen gusto para cocinar carne humana. Durante la primera entrevista con Lecter en El silencio de los inocentes, la agente Clarice Starling ve cómo el caníbal la desarma y psicoanaliza. «Un censista trató una vez de entrevistarme. Me comí su hígado con unas habas y un buen chianti», le dice el doctor Lecter mientras ejecuta su conocido y escalofriante sonido de degustación. El siguiente ejemplo está en Hannibal (2001) de Ridley Scott. El caníbal tiene atrapados a Clarice y a Paul Krendler, oficiales asignados a su caso. Clarice despierta, aturdida por las drogas, sentada en una mesa convenientemente dispuesta, y mira a Hannibal cocinar algo. Horrorizada pero inmóvil, la agente Starling sólo puede contemplar la manera en que el doctor Lecter levanta la parte superior del cráneo de Krendler y, tras retirar la membrana que cubre el cerebro, extrae una pequeña porción de cerebro, del lóbulo prefrontal. El doctor-chef deposita el cerebro en una sartén crepitante en la que se adivinan alcaparrones y algunas hierbas, lo sofríe y, una vez adquirida una tonalidad clara, le da a probar el bocado al mismo Krendler. Clarice Starling sufre arcadas y el espectador también, –aunque es inevitable preguntarse a qué sabrá un buen plato de sesos humanos.

Hay más tragones memorables en el cine criminal, por supuesto, pero el tema ameritaría un libro. Por ahora contentémonos con probar los riesgosos sándwiches de Norman Bates en Psicosis, compartir un filete con Jake LaMotta en Toro salvaje, eludir la rata de ¿Qué pasó con Baby Jane?, o luchar por conseguir una reservación en el Dorsia de American Psycho, y saborear, al fin, su famoso ceviche. El crimen quizá no pague, pero nadie debe irse a la cama sin cenar.


¿Y ahora? Un poco de cine mexicano con Allá las tortas.