Un hambre un tanto salvaje

 

por Montse Pérez-Castro; fotos: Héctor Ramírez

No todas las hambres son iguales. Existe un hambre que a veces no corresponde con nuestras creencias sobre lo bueno o lo malo de la comida, en ocasiones tampoco se ajusta a nuestros horarios o a nuestro presupuesto. Es intensa y somos capaces de hacer muchas cosas por satisfacerla. No es un hambre de supervivencia, no es un vacío en el estómago. Es un hambre espontánea, hedonista, insistente pero temporal. Es un hambre muy fácil de reconocer: el antojo.

El antojo es un vínculo afectivo con la comida que emerge de quién sabe dónde, pero es muy intenso y casi siempre específico. Puede llevarnos a salir a la medianoche de un miércoles a buscar un Oxxo donde comprar papitas. Pero no cualquier papita. En el antojo, no es lo mismo papas fritas regulares que papas adobadas que papas con habanero que papas de carrito. Cuando llega el antojo estamos dispuestos a cambiar la organización espaciotemporal del día con tal de atenderlo. Despertar en las mañanas con un antojo que clama nuestra atención es casi como despertar al llanto de un hijo que hay que alimentar y cuidar. Primero hay que alimentarlo y ya después vemos cómo organizamos nuestro día. El antojo poseé fuerza de voluntad. Tiene algo de capricho y mucho de necesidad.

“Se me antoja este.” He ahí el momento triunfal en que logramos sintonizar nuestro antojo con la comida que tenemos enfrente. Cuando decimos que algo se nos antoja se desvanece la necesidad de explicar por qué. Si se me antojan más unos chilaquiles que unos molletes no tengo que darle sentido. El antojo no es la indeterminación del deseo de comer algo; es una fuerza positiva que nos asegura que queremos una comida y no otra. Cualquier explicación será un triste intento por intelectualizar que un día el antojo quiere comer tortilla frita crujiente con salsa verde, crema, queso y un huevo con la yema tierna, y que otros días prefiere pan con frijoles refritos y queso gratinado. Los dos platillos me gustan, pero los chilaquiles se me antojaron.

Pero el antojo también sucede en forma de negación. “No sé qué se me antoja.” El refrigerador puede estar repleto de comida y, aun así, nosotros saldremos a comprar más comida porque no se nos antoja nada de lo que hay. Pero el antojo como negación también acarrea una experiencia de indecisión: sé que no quiero comer lo que tengo en mi refri, pero no sé qué se me antoja más: pizza o comida china. Otras veces sé que no quiero comer algo caldoso, pero no sé si se me antoja una comida crujiente o una textura más panosa. Cuando no tenemos de otra más que aguantarnos con lo que hay en el refrigerador, el antojo se convierte en una insatisfacción que puede disiparse rápidamente o acompañarnos durante el día. Cuando tenemos comida de dónde elegir, el antojo es vacilante. Evaluamos las posibilidades. Transitamos por un sinfín de cualidades, texturas, cantidades, sabores, presupuestos, distancias, a ver cuál es la que satisface el capricho –o la necesidad– del antojo.  

El antojo es un hambre un tanto salvaje. Se me antoja comer medio litro de nieve de mamey y no me importa si es demasiada azúcar o si me va a doler la panza después. Sólo sé que se me antoja. El antojo puede ser una voluntad combativa ante las ideas recibidas sobre “comer bien”. La salud pública considera al antojo como un hambre descontrolada. Hay carteles en las calles que juzgan nuestros antojos como parte de una mala alimentación. Pero los problemas de salud son causados por un sinfín de elementos que no dependen del antojo ni del comensal: hay mil cosas que comemos que ni sabemos qué contienen. Echarle la culpa al antojo no sirve para nada más que para hacernos sentir mal y apagar su espíritu rebelde y gozoso. La rebeldía y el placer de atiborrarse de papas fritas –suaves por dentro y crujientes por fuera– en un sentón, sin importar lo que opinen los “especialistas” sobre sus posibles efectos, o no, en el cuerpo. El gozo de sentir la voluntad del antojo, capaz de decidir sobre lo que queremos sin andar preocupándonos por números calóricos o porciones estandarizadas. 

Más que culparlo, hay que negociar el antojo con el dinero, el tiempo, las normativas de la salud y otros factores que limitan nuestra posibilidad de saciarlo. Algunos antojos son casi imposibles de satisfacer por el tiempo y el espacio, como cuando se antoja un pan de muerto en verano. Otros nos fuerzan a negociar con nuestras ideas de lo bueno y lo malo. Decido comer un brownie en la tarde y cancelo la concha de vainilla en la noche. A veces domesticamos el antojo en rituales. Desayunar chilaquiles en una mañana –o un mediodía– con cruda, comer cacahuates enchilados cuando comienzo a escribir, comer una barra de chocolate a media tarde. Se sienten como antojos, pero ya están más o menos regulados, hay un plan de contención para prevenirlos y atenderlos cuando se aparecen: ubicar un local con chilaquiles vastos, buenos y baratos o tener una salsa de chilaquiles en el refrigerador, y almacenar un kilo de cacahuates a granel y una caja de chocolate amargo en la despensa. Con el tiempo vamos conociendo a los antojos que nos acompañan a lo largo de la vida, sus necesidades y deseos. El antojo puede ser nostálgico, puede querer reconstruir sabores o emociones tal vez ya inaccesibles. 

Pero justo cuando pensamos que lo tenemos bajo control, el antojo nos invita a obsesionarnos con sabores inesperados. Como el día que se me antojó comer chocolate con queso sin explicación alguna. Otras veces el antojo se rebela con estímulos sensoriales. Al pasar cerca de la panadería y oler el pan recién hecho o en proceso de hacerse, cuando junto a un puesto de tacos se condensa el olor a tortilla frita con grasita animal, cebolla y cilantro, cuando aparece en instagram una pizza con queso derritiéndose por todos lados. El antojo actúa también por contagio. Cuando alguien trae unas papas a la francesa que huelen delicioso se comienzan a sentir los síntomas del antojo; no importa si acabamos de comer, se nos hace agua a la boca y de pronto no podemos pensar en otra cosa. El antojo se transmite por múltiples elementos de la realidad, cada elemento audiovisual, táctil y olfativo incentiva que el antojo se manifieste en el cuerpo.

El antojo es un hambre que exalta la tensión entre lo biológico, lo social, lo económico, lo subjetivo. Sabemos que queremos algo con certeza, sin saber por qué, y sin necesidad de darle un sentido. Se nos antoja porque se nos antoja. Es un querer que nos hace estirar los límites de la razón económica, la preocupación por la salud, la organización de nuestro día. Pero el antojo no nos pertenece. Creemos que nuestra relación con el antojo es una forma de ser –“Soy bien antojadiza”–, pero el antojo es una fuerza que nos atraviesa y conecta con la comida de una forma distinta, con un querer intenso. El antojo es una potencia desbordante, una volición que nos sobrepasa. Reconocerla como un hambre singular es darle su lugar como una forma de relacionarnos con el cuerpo, con el gusto, con nosotros y con los otros.~