Señorita cara de pizza. ¿A qué sabe estar embarazada?

 

por Isabel Zapata; ilustraciones: Arantxa Osnaya

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Se dice por ahí que un antojo no satisfecho durante el embarazo puede provocar que la bebé nazca con manchas en la piel. Peor: que la mancha tendrá la forma y color del alimento que no comió. Mucho peor: que puede que la bebé de hecho se parezca al antojo mismo y salga con cara de fresas con crema, Tostitos salsa verde con Miguelito, sándwich de espagueti o enchiladas mineras. 

Se dice también, bajo el cuestionable supuesto de que los fetos en el útero tienen ya ciertas preferencias gastronómicas y exigencias basadas en ellas, que a las niñas se les antojan cosas dulces y a los niños saladas, y que si la madre no come lo que la bebé ordena, ésta nacerá con la boca abierta y no la cerrará hasta que le den a probar el alimento que le fue negado. Dicen, por último, y esto suena menos fantástico, que los antojos revelan las necesidades de la embarazada, y que por eso es esencial atenderlos así sean las cuatro de la mañana y sólo el siempre fiel Oxxo de la esquina esté abierto, aunque el señor de la caja esté semidormido. Total que, durante nueve meses, lo que comes se convierte en revelación anatómica, en gastromancia, en asunto de interés nacional. 

Sin embargo, según las teorías científicas más recientes (tápense los oídos todas las abuelitas en esta sala), los antojos no son más que un mito, y uno bastante exitoso. Los cambios hormonales del embarazo pueden provocar modificaciones en el gusto y en el olfato que, junto con la ansiedad que a veces se vive durante la gestación y los permisos que culturalmente tenemos las embarazadas para “comer por dos”, resultan en un aumento en el consumo de azúcares y carbohidratos.

¿Son los antojos del embarazo la mejor tomadura de pelo de la historia? Honestamente, no lo sé. No soy científica y mis conocimientos al respecto se limitan a lo que leo en internet (ni siquiera a lo que me han contado, porque las personas nos inventamos muchas cosas y recordamos mal muchas otras). Eso sí, tengo mis sospechas de que, si lo de las necesidades fuera cierto, me hubiera dado por comer más acelgas y menos cuernitos con mermelada. Otro elemento sospechoso es que mis antojos durante estos ocho meses y medio (ya escucho el tic tac del reloj sonando de fondo todo el tiempo) no son distintos a los de antes. Siempre estuve dispuesta, por ejemplo, a comer un helado doble de crema irlandesa del Santa Clara en canasta de chocolate, una pizza de Domino’s con doble salsa, doble queso, champiñones y aceitunas, una bolsa grande de churritos de nopal (los de Nopalia son los mejores, si se me permite el anuncio no pagado), una rebanada de dimensiones poco sensatas de cualquier pastel o cantidades industriales de cacahuates, porque ésos van con todo: me los como a puños a mitad de la noche, los mezclo con ensaladas, arroz, sardinas, frijoles y otras cosas que me daría vergüenza confesar incluso en un foro tan apropiado para el tema como éste.

(Mi afición por los cacahuates, de hecho, se extiende a nueces más elegantes como almendras, macadamias y nueces de la india y me ha traído una serie de problemas que van desde un brote de acné generalizado hasta un desequilibrio en mi presupuesto, ya de por sí bastante traqueteado por el embarazo. Hubiera sido más barato que se me antojara morder hielo, por ejemplo, lamer una pared o comer puñados de tierra, como también dicen que puede pasar.)

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Aunque mi lista de antojos no es suficientemente excéntrica para resultar de interés para la ciencia, sí hubo un giro de tuerca interesante durante estos nueve meses que puso sobre la mesa –literalmente– un ingrediente que llevaba varios años sin comer: la carne de res. 

Las motivaciones de mi pescatarianismo rebasan los límites de este texto y no tiene demasiado sentido ahondar en ellas (acá escribí algo al respecto, por si hubiera algún interesado). El hecho es que acababa de cumplir seis felices años sin comer carne de ningún animal que no viniera del mar y me sentía triunfante con mi decisión. Pero a los siete meses y fracción del embarazo, en el ultrasonido estructural del tercer trimestre, el médico nos advirtió que la bebé estaba demasiado flaca y que, para evitar una cesárea, tenía que adoptar urgentemente una dieta alta en proteína animal, específicamente carne de res. (Y entrar en reposo relativo.)

Llena de pánico y de culpa, me entregué a unos medallones de res carísimos que encontré congelados en una tienda naturista fifí y comí carne roja como si no hubiera mañana (mi esposo se encargaba de prepararlos con pimienta y mucho ajo, si es posible que un platillo tenga mucho ajo). Un par de semanas después, en consulta habitual, mi doctora me dijo que la reacción del otro médico le parecía un poco exagerada y que podría volver a mi dieta normal. Así terminaron mis dos sangrientas y deliciosas semanas.

No sé si mi paréntesis carnívoro haya surtido o no efecto en el peso de la bebé, pero al final todo va bien y con eso basta. Ya lo dije pero creo que vale la pena repetirlo, por honestidad y para evitar malentendidos y gente que me venga a carnexplicar la vida: dado que no soy experta en nutrición, mi conocimiento del tema se limita a ver a los científicos y médicos contradecirse entre ellos, incluso dentro de un mismo consultorio, para ir avanzando a tientas, adivinando a quién conviene hacerle caso. Un poco como todo en el embarazo. Y en la vida.

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Para cuando se publique este texto, mi hija Aurelia ya habrá nacido y yo sabré si tiene cara de pizza de Domino’s (doble salsa, doble queso, champiñones y aceitunas), los brazos derretidos y con un vago olor etílico como helado de crema irlandesa o pies de palanqueta. A pesar de que falta poco tiempo, ese momento me parece distante todavía, como si algo en mí se resistiera a creer que en los próximos días vivirá en esta casa una bebé con sus propios gustos, caprichos y debilidades. Un ser humano –aunque los primeros meses quizá no lo parezca tanto, prometo mantenerlos al tanto– al que habremos de convencer de cosas de las que nosotros mismos no estamos seguros, como que es mejor no comer carne roja, que no es tan grave terminarse una bolsa grande de churritos de nopal de una sentada o que los adultos tenemos respuestas para todo.~