#UnaOrdenconTodo: Un envenenado idilio a distancia

 

texto y fotos: Luis Reséndiz

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Pocas cosas odio tanto como la vialidad de Puebla. Las calles de este estado son más agujero que asfalto; las aceras parecen delgadas invitaciones al arrollamiento y los automóviles aceleran como si les devolvieran impuestos cada que le pasan encima a un peatón. Caminar es un ejercicio más o menos seguro en ciertas zonas –Cholula, donde vivo, es verdaderamente generosa, con todo y pese a todo–, pero en otras, como Angelópolis, ser peatón es aceptarse como carne de cañón en la diaria guerra entre el coche y el viandante. No por nada Puebla es el octavo estado con mayor número de muertes por accidentes viales, según el Inegi. Acá se maneja por obligación, por necesidad o por amor. No hay de otra.

Por eso, más que por ninguna otra cosa, fue que me dolió la última de mis interminables mudanzas. La mudanza es una ruptura porque desgarra de un jalón el tejido que tan pacientemente hemos ido construyendo a nuestro alrededor conforme habitamos un lugar. El del Oxxo ya no es el del Oxxo sino Fabián, el chavo que estudia psicología en las mañanas y después se lanza como rayo al turno del oporporó; la doña de los panes ya no es sólo eso sino doña Martha, ex enfermera del IMSS, jubilada pero inquieta que no se quiso conformar con la pensión sino que se armó su carrito de jochos con su hijo, quien ya está hasta pensando mudarse por la zona de tan bien que les va. Las personas a nuestro alrededor —en mi tragón caso, principalmente las personas a las que les compro alimento— van adquiriendo nombres, personalidades, deseos; las relaciones comerciales pierden una pizca de interés económico y ganan medio gramo de interés humano. Las mudanzas destruyen ese fino hilado de empatía y te reubican en un sitio donde, como cuando estábamos recién paridos, todos son extraños.

Y, por supuesto, una mudanza siempre te aleja de tus tacos favoritos más cercanos. En mi caso, la última mudanza me arrojó a media hora en automóvil de La Tía.

La tía es un food truck que se coloca a un costado del arranque de la carretera a Coronango, un punto difuso del universo donde confluyen San Pedro Cholula y Cuautlancingo, un fructífero eje alimenticio donde, a partir del miércoles, por las noches uno puede encontrar marquesitas, hamburguesas, jochos, tacos árabes y al pastor, esquites, pan dulce, arroz con leche, flanes y raspados. El asunto es un verdadero festival gastronómico que no se agüita ni porque hace dos meses nos mataron a un cabrón en la gasolinera nomás porque no pudo darles el varo a los rateros.

Cuando me fui de ahí, movido por la necesidad, a otra zona de la ciudad –básicamente, a otro municipio–, supe que tardaría mucho en reconstruir el tejido entre emocional y social y comercial que me unía a toda la gente que habitaba y comerciaba a mi alrededor. Lo que no sabía era que el amor era tal que me iba a ver en la necesidad de entablar una relación a distancia con La Tía.

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¿Han sido alguna vez adictos a algo? ¿Han sentido ese palpitar intenso que hace el corazón cuando la química de tu cerebro se percata, desesperada, agonizantemente, de que le hace falta un algo esencial, y que si no lo recibes en este preciso instante todo va a ser negro, triste, el aire va a faltar, es más, ya está faltando, no lo sientes, no sientes como se te mete la nada en la nariz, cómo se te llenan los pulmones de humo negro? 

Bueno, pues así me sentía yo cuando me di cuenta de mi adicción.

Me encontraba cenando en otra taquería, una de las tantas que afirman vender “tacos de asada” y que se pusieron de moda por alguna razón que no sé si vincular con el auge de la cultura norteña de las últimas dos décadas. Los tacos de asada en el altiplano mexicano, penosa y afortunadamente, no son un arte homogéneo, y es más sencillo que raro decepcionarse mientras se le da una enésima oportunidad a otro puesto de dudosa apariencia. La carne, seca; la salsa, insípida; la tortilla, dura como mis prejuicios. Suspiré, encabronado, dejando a medio morder el mediocre taco,  y pagué con una tímida jetilla que seguro nadie notó pero que a mí me hizo sentir como un duque que le manifiesta claramente su rechazo al chef en turno con un gesto de desdén. 

Mientras caminaba de vuelta hacia mi casa, el síndrome de abstinencia me golpeó: lo que a mí me hacía falta era una orden de taquitos de La Tía. Apuré el paso hacia mi fraccionamiento y, movido por el impulso que me rugía en el centro del estómago, ahí donde las garnachas hacen su nido, me subí al coche y lo encendí.

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En La Tía hay tacos de asada, por supuesto, pero no son como aquellos otros tacos de asada. No: la carne de La Tía es jugosa, generosa; en uno de esos tacos uno puede hundirse y adivinar, mientras lo paladea, el lento marinado en el que nadaron esos filetes antes de conocer la caricia del carbón. Uno imagina a Alberto y a Fernando, los dos tenaces taqueros que atienden el puesto, parándose temprano en la mañana para ir por la carne, montarla en su camioneta y volver a casa, al food truck, a comenzar el proceso de marinado. Horas más tarde, los filetes, que ya habrán asimilado el sabor de esa mezcla cuya constitución jamás será (y jamás debería de ser) revelada, conocerán, tendidos sobre el lecho de la parrilla, el suspiro de las brasas operadas por Fernando y que terminarán de convertirlos en unos perfectos tacos de asada una vez que hayan pasado por el cuchillo de y la mano de Alberto, que les colocará tortilla, guacamole y ¿cebolla, cilantro, joven?

Y ése ni siquiera es mi taco favorito de La Tía. No: lo que para mí ocupa el sitio más alto –lo que a mí me parece la joya de la corona del pequeño pero inquebrantable reinado de este camión de tacos– es el taquito de chistorra con queso.

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No hay ciencia capaz de descifrar el taco de chistorra con queso de La Tía. Está bien que así lo sea: hay conocimientos tan profundos y sagrados que es mejor que permanezcan lejos de los simples mortales. No sé qué marca de queso o de chistorra usan; ignoro por completo si le colocan alguna otra cosa al embutido antes de arrojarlo al fuego. Tampoco he logrado descifrar cuáles son las particularidades del guacamole de La Tía, que le otorga una cama de untuosa acidez y ligero picor. Lo que sí sé es lo que siento cuando pido mi orden –tres, no más: en alguna ocasión intenté comer cuatro y me di cuenta de lo que sienten los treintañeros que quieren volar muy cerca del sol– y la depositan en mis manos; cuando tomo el taquito y lo salpico con unas gotas de limón –la única cosa que le aprendí a los chilangos fue a ponerle limón hasta a la hostia– y lo remato con unas gotas de salsa: de jalapeño, picosita y amable como un beso a escondidas en las canchas de la secundaria; de chile de árbol, más rasposa y durona, como el amor de una madre protestante; o de habanero, quemante y violenta como una maldición antigua salida de una tumba milenaria y dispuesta a acabar con todo aquello que la haya perturbado.

Sí: lo que siento cuando estoy comiéndome los tacos de chistorra de La Tía es puritito amor. Amor de adicto, si se quiere, pero amor al fin.

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Y es amor lo que me hace subirme al automóvil una vez cada quince días. Es amor lo que me hace encenderlo, suspirar cansado y echarme de reversa para salir del fraccionamiento clasemediero en el que cobardamente me encuentro pertrechado. Es amor lo que me impulsa a cruzar dos municipios con las calles en tan mal estado que parecen los remanentes del letal bombardeo estadounidense del año 2024. Es amor lo que me empuja a atravesar esas vialidades postapocalípticas, medio iluminadas con una agónica luz naranja, donde los coches se arrojan como kamikazes en sentido contrario y donde los peatones corren a ponerse a resguardo como si se tratara de las últimas horas de la purga.

Es por amor a ese taquito de chistorra con queso que manejo ese trecho insalvable que no manejaría bajo ninguna otra circunstancia ni por ningún otro platillo. Es por amor. Por todo este maldito amor.~


#UnaOrdenconTodo es la columna en que Luis Reséndiz, autor de Insular (2015) y Cinécdoque (2017), explora la comida de las calles –la comida en movimiento– con una mirada afilada. Pueden seguirla aquí.