Dieciocho mudanzas

 

por Luis Reséndiz; fotos: Alexa Farías

 
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Tengo veintinueve años y me he mudado dieciocho veces. Mientras escribo esto, además, planeo la mudanza número diecinueve, que, en teoría al menos, debería ser más o menos definitiva. Eso digo yo, aunque si algo he aprendido con ese número de domicilios es que no todo sale siempre como queremos que salga.

Independientemente de los consabidos lugares comunes que suelen llenar las memorias nómadas, como las bibliotecas personales y los espacios privados y perdidos, de lo que me gustaría hablar a mí es de la comida que se pierde con cada mudanza. Muchos de esos cambios sucedieron durante mi agitada adolescencia y temprana adultez, marcada por una expulsión del hogar paterno y materno –no parecido al paraíso ni siquiera como ironía–. Aquel exilio inició un peregrinar que no se ha detenido del todo, aunque sí se ha ralentizado, y ese peregrinar adolescente llevaba consigo una alimentación apresurada, no de cocina hogareña sino de banqueta polvosa. (Al final, entendería, ambas cosas pueden ser la misma.)

Irme de Coatzacoalcos, donde nací y crecí, fue una de las decisiones más sencillas de mi vida: en esa ciudad, que el narcotráfico y el gobierno de Javier Duarte (esas sí son la misma cosa) convirtieron en una de las más violentas del país, el futuro estaba cancelado. Migré, pues, sin pensármelo dos veces, y no fue hasta que me fui que miré atrás y me di cuenta de que había perdido una invaluable oferta gastronómica. Coatzacoalcos, que solía ser un centro económico y comercial pujante, tenía también una sincreción cultural impar: por un lado, la costa veracruzana, con sus mariscos frescos; por el otro, el ascendente oaxaqueño de las marchantas que iban ahí a vender sus productos. Uno de los más preciados, la carne de chinameca: filetes de cerdo que se enchileanchan –el verbo es de Chinameca, al sur de Veracruz– con un adobo crudo que lleva, entre otras cosas, achiote y chile guajillo. Los filetes se ahúman, y el resultado es una carne rojiza, con mucho sabor, de textura ligeramente correosa, que se come frita o asada con frijoles refritos y que es una auténtica maravilla. Una vez fuera de Coatzacoalcos, la carne de chinameca es difícil de conseguir, y eso lo tuve que aprender por las malas.

 
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Pero a veces la vida no da tiempo de extrañar. Mudarme a Xalapa fue encontrar comida con menor sabor local –Xalapa es la capital del estado y quizá, como todas las capitales, esté más presta a asimilar lo extranjero– pero con una sincreción igual de valiosa. En Xalapa –como en Cholula, donde vivo ahora: los paralelismos entre ambos pueblos-ciudades universitarios no son pocos– hay una sobrepoblación de pizzerías, y varias no son precisamente malas. En el mero centro de Xalapa se encuentra el Postodoro, que se anuncia como “un rincón de Italia”, y que tiene el mejor calzoni mezzogiorno que yo haya probado en mi existencia –al menos hasta que se me haga ir a Italia, donde supongo que el Postodoro ya no podrá competir en igualdad de circunstancias–. No solo eso: las papas locas de El Choro, en la avenida Xalapa, eran un barato exceso hipercalórico que crecía en la fértil tierra de la maltrecha economía del universitario. Me iba encariñando ya con la ecléctica gastronomía de Xalapa cuando tuve que mudarme, otra vez, de ciudad: ahora, al DF de Marcelo Ebrard, esa tierra de las oportunidades.

Para entonces ya me iba dando cuenta de algo: nada viejo muere sin dar paso antes a lo nuevo. Cada mudanza, cada cambio, era menos doloroso si se pensaba que al llegar, los alrededores de cada nueva casa depararían nuevos y diferentes sabores. (Y en mi caso lo pienso siempre, testimonio mental de mi glotonería.) En la ciudad de México, por ejemplo, trabajé en Lomas de Chapultepec, donde una miríada de puestos de tacos poblaba las inmediaciones de las oficinas. Entre ellos estaban los famosos tacos de guisado de Cordillera de los Andes, donde primero miré con recelo –he ahí otra característica del recién llegado: la duda, el titubeo con el que, como perro ante aroma desconocido, olisquea antes de atreverse a probar– y luego abracé sin condiciones el taco de salchicha enchipotlada. Cosa curiosa, el taco de salchicha: uno pensaría –yo pensaba, debería decir, pero ni modo, quisiera hacerlos partícipes de mis prejuicios– que no hay dos elementos menos destinados a encontrarse que la salchicha y la tortilla, y sin embargo su unión es fructífera, casi milagrosa.

Pasé un par de años en la ciudad de México: vi a Ebrard marcharse y a Mancera llegar, y la diferencia no tardó en manifestarse. Salí huyendo –quisiera decir que por motivos políticos, lo que sin duda quedaría mejor en una hipotética autobiografía, pero en realidad lo que me movió fue aquella sólida ilusión: el amor– y arribé a Cholula, Puebla. Conforme entraba a la ciudad –en la camioneta de un amigo que me ayudó a mudarme– y el sol se desparramaba por sus casitas y calles empedradas, vi varios puestos mañaneros: de molotes, de quesadillas gigantes, de tortas de tamal, de carnitas. Supe entonces que, aunque extrañaría los tacos de salchicha enchipotlada, la providencia no me había dejado desamparado: había suficiente comida en esta ciudad como para poder llamarla hogar.~


Este texto es parte de nuestro especial Maneras de despedirse. Pueden leerlo aquí, y de paso decirle adiós a la versión impresa de HojaSanta.