Elogio de la cocina monjil

 

Este texto apareció en nuestro volumen 10: comida y religión. Si se lo perdieron, consíganlo aquí. Y ya que andan por ahí, suscríbanse a HojaSanta: es una buena acción.

por Jorge Pedro Uribe; fotos: Antonio del Junco

Monja, monja, mon, jamón, jamón, ja. Hablamos de monjas y pensamos en comida. Es comprensible. Los conventos de la ciudad de México, verdaderos laboratorios gastronómicos de la Colonia, durante siglos aportaron apetitosos resultados que van más allá del rompope, las galletitas, el chocolate y la diabetes. Tostadas de Regina, alfeñiques de San Lorenzo, jaleas de San Bernardo, empanadas de la Concepción... Guillermo Prieto escribe en sus memorias –sobre la «división de órdenes pero asimismo culinaria»– de los monasterios de religiosas que existieron en la capital en los años previos a la exclaustración: «A los huevos se les llamaba blanquillos, a los chorizos unos tras otros (...), a la morcilla amor en su silla». Fernando Benítez se muestra menos romántico al contarnos, no sin cierto efectismo, de los «graves desajustes psíquicos y sociales» que provocaron tantos votos en tantas mujeres: «De tarde en tarde las monjas –muchas de ellas analfabetas– causaban problemas con motivo de la elección de prioras y luchaban entre sí armadas de cacerolas y cuchillos de la cocina», leemos en su celebérrimo Los demonios en el convento (Era, 1985).

¿Cómo habrá sido la vida al interior de estas fortalezas amuralladas que nombramos conventos coloniales? Ya sea que nos fijemos en las jerónimas, que habitaban con sus sirvientas mulatas y chinescas en celdas que parecían casas, o bien en las estrictas carmelitas descalzas, que en ocasiones comían sin cubiertos en señal de penitencia, lo que podemos sacar en claro es que la realidad conventual de la capital era bastante diversa por aquellos años. Estas religiosas podían ser criollas que pertenecían a familias ricas, y por lo tanto se les tenía prohibido el chocolate, exclusivo en un inicio para indias y mestizas; o españolas como las primeras concepcionistas; o hasta hijas empobrecidas de conquistadores, como las del Real Monasterio de Jesús María. A lo largo de tres siglos y pico cada convento tuvo el dinero, la autonomía y el tiempo suficiente para desarrollar una personalidad propia, con sus glorias y chismes, arquitectura y vestimenta, personajes y leyendas.

Como es de suponerse, los monasterios femeninos de la capital virreinal, y aún los de la ciudad recién emancipada, no se mantuvieron ajenos a las labores culinarias. Se dedicaban a la venta de legumbres y frutas de sus enormes huertas, así como a preparar banquetes bajo pedido y encomendarse a San Pascual Bailón –«atiza mi fogón»– a la hora de cocinar antojitos mexicanos y bizcochos a la española, los cuales eran ofrecidos a laicos y frailes por igual. Se llegó a hablar, incluso, de unos panecillos milagrosos que se conseguían solamente en el convento de Regina.

«Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito», asegura sor Juana Inés de la Cruz en su famosa carta a Sor Filotea. La más importante intelectual de la Nueva España, que de niña rechazaba el queso por temor a que su inteligencia no prosperara, recopiló unas treinta y tantas recetas que por fortuna conservamos hasta nuestros días: buñuelos, huevos reales, ante de betabel, sopa de leche, manchamanteles... Destaca, por mestizo, el gigote o picadillo de gallina, con ingredientes europeos (jamón, azafrán) pero una clara impronta mesoamericana (por el jitomate y el chile).

La de los conventos novohispanos fue, y sigue siendo, una cocina barroca; esto es, con diferentes influencias, justo igual que la compleja identidad mexicana. Quizá la muestra más notable sea el mole poblano, creado en el monasterio dominico de Santa Rosa de Lima, en Puebla, que lo mismo lleva tortilla de maíz molida y europea manteca de cerdo que un rico ajonjolí de los árabes, amén del plátano macho, de origen asiático. Un curioso platillo que Alfonso Reyes describe como el «resumen de una civilización musculosa como las de Egipto y Babilonia».

Pero volvamos a los conventos de la Ciudad de México donde también hubo moles, por ejemplo el clemole de Oaxaca del recetario de sor Juana, que no incluye chocolate, aunque sí cilantro, clavo, pimienta y canela, como si de un curry se tratara. Otras invenciones conventuales fueron los pipianes y adobos, los encacahuatados y almendrados, los chongos y marquesotes, y por supuesto, los mazapanes, ora moros, ora toledanos, ora mexicanos.

Para hablar más del mestizaje podemos referirnos al chile en nogada; a los comestibles que venían en el Galeón de Manila –¿será verdad que el capsicum chinense, o habanero, es un chile javanero? O sea, ¿de la isla de Java?–; el discreto influjo africano; las comidas que preparaban las monjas según el calendario litúrgico –como las torrejas y la capirotada de la Cuaresma–, y, en fin, la abrumadora sofisticación de la gastronomía novohispana, que mucho le debe a los conventos y que en gran medida es la simiente de lo que hoy llamamos comida mexicana: mestiza y barroca como nuestra propia lengua –la que parla y la que prueba–. Pero mejor no despertar demasiado el antojo. Baste terminar con un provecho, un amén y un amen.~