Entre machismo y matriarcado

 

Este ensayo forma parte de la colaboración entre HojaSanta y los editores de Lucky Peach, una extraordinaria revista que vivió entre 2011 y 2017 y a la cual nos negamos a dejar perecer. Nuestro tributo: traducir algunos de los ensayos que nos parecen más relevantes a nuestro contexto. Pueden encontrar el original de Entre machismo y matriarcado aquí

por Scarlett Lindeman; ilustración: Simone Noronha
traducción: Begoña Sieiro

Mientras las cocineras del segundo turno desfilan hacia la cocina, todas saludan primero a la chef antes de hacer la ronda con el resto del personal, dándose besos en la mejilla, saludándose cariñosamente. El decoro es inesperado, pero también lo es la dinámica de cocina en general. Hay una señora, de pelo corto y revuelto, sarteneando y abriéndose paso en la línea caliente; un par de cocineras muy concentradas, los ojos con brochazos de delineador oscuro, dobladas sobre las tablas de picar; y una pareja de diminutas filipinas pelando habas. Esta es la primera cocina con mayoría de mujeres en la que he estado, y está en México.

Para ser un país retratado muy seguido como rebosante de machos y fanfarrones, hay una corriente decididamente femenina entre los expertos culinarios. Los top chefs incluyen a Margarita Carrillo Arronte, Elena Reygadas, Patricia Quintana, Yerika Muñoz, Alicia Gironella De’Angeli, Mónica Patiño, Gabriela Cámara, Marta Zepeda, Martha Ortiz Chapa, Josefina Santacruz y Zarela Martínez. Aunque Enrique Olvera atrae a mucha prensa, con restaurantes tanto en la Ciudad de México como en Nueva York, la cocina mexicana es territorio femenino.

Lo ha sido hace siglos. A las niñas mexicanas les enseñaban a cocinar desde chiquitas sus parientes mujeres; aprendían a darle de comer a grandes familias, pasaban recetas de una generación a otra. A una mujer que no podía o no sabía hacer tortillas, incluso una que se atreviera a contratar a alguien más para que las hiciera, se le consideraba no apta para el matrimonio. “Las mujeres estaban siempre, siempre, cocinando”, dice Margarita Carrillo, chef, conductora de televisión y autora del considerable México: The Cookbook. “Lo traemos en la sangre, está en nuestra historia.”

Y se puede decir lo mismo de casi cualquier cultura que ha desarrollado una gastronomía; las mujeres siempre han sido las cocineras originales, en todos lados. La evolución de la escena gastronómica en México es la diferencia clave. En Europa fueron los hombres quienes asumieron el título de chefs, una vez que cocinar se convirtió en gastronomía –una distinción que acordonó a las mujeres hacia el ámbito de la cocina casera–. La gran cocina cortés, alimento de la aristocracia, evolucionó hasta ser el regimiento de cocinas dominadas por hombres que continúa hasta hoy.

Pero en México, incluso a mediados del siglo XX, cenar fuera no era una práctica común. En la capital del país, los profesionistas regresaban a casa a comer al mediodía, y luego de vuelta al trabajo en la tarde. El historiador Jeffrey M. Pilcher, autor de ¡Que vivan los tamales!: Food and the Making of Mexican Identity revela que, con el crecimiento del tránsito vial y de la expansión urbana, dicha práctica se hizo cada vez más impráctica. Los que trabajaban necesitaban comer cerca de sus oficinas. La escena restaurantera creció, pero permaneció relativamente limitada a un par de lugares turísticos que servían menús “internacionales”; fondas pequeñas y baratas de comida corrida, y tamales, tortas y tacos de canasta que pregonaban los vendedores ambulantes. Los ricos cenaban en clubes sociales o en las casas de sus amigos, donde las cocineras buscaban inspiración en Europa, empapando todo con demi-glace y envolviendo el huitlacoche en crepas todas cremosas y emplatándolo en vajillas muy finas. ¿Y quién llevaba la cocina? Mujeres, por supuesto, llamadas mayoras.

Gabriela Cámara, propietaria del endiabladamente popular restaurante de mariscos Contramar, explica la trayectoria: “Ser chef o cocinero en México, hasta hace muy poco, no era algo de alto nivel, con esperanza de fama o una gran carrera, entonces los hombres ni se asomaban por ahí.” La escena gastronómica mexicana realmente se aceleró hace treinta años, explica, impulsada por cambios en la política extranjera mexicana, al igual que por la globalización y la forma en que los medios y la comunicación han cambiado alrededor del mundo.

Un colectivo de mujeres emprendedoras y muy seguras de sí mismas como Quintana, Diana Kennedy, Patiño y su séquito (había hombres también) iniciaron la primera ola de restaurantes que servían cocina mexicana en presentaciones de alto nivel. La de los noventa fue una buena década para la escena restaurantera mexicana: Patiño abrió La Galvia y mudó su popular Taberna del León de Valle de Bravo a la ciudad de México; Gironella abrió El Tajín, y, en 2001, Quintana abrió su emblemático Izote, que cerró en 2013. Además de sus restaurantes de alta cocina, estas mujeres fundaron comités, fueron nombradas embajadoras culinarias por dependencias gubernamentales, cocinaron para visitantes dignatarios, escribieron libros de cocina y organizaron convenciones culinarias; abogaron por una nueva imagen de la auténtica comida mexicana, sofisticada y juguetona, sin perder sus fuertes conexiones con las culturas azteca y maya. Este colectivo es lo que la historiadora Rachel Laudan llama “la institución culinaria de la ciudad de México”; un movimiento de la clase alta integrado por miembros educados, bilingües, que tienen padres o abuelos europeos o que estudiaron en el extranjero y crecieron comiendo la versión mexicana de la comida francesa o española. Para hacerse una idea de este grupo, escribe Laudan: “Imagínenselo como si en EUA el director del Fondo Nacional para las Artes, unos cuantos docentes de Harvard, un Rockefeller de quinta generación, la esposa de Alan Greenspan, y diversos poetas y novelistas estuvieran involucrados en investigar, cocinar y promover la comida estadunidense.”

Cuando Cámara abrió Contramar hace dieciocho años, el terreno todavía era notablemente conservador. Aunque sus legendarias tostadas de atún y el pescado a la talla –un pescado rojo entero, abierto, asado, pintado con franjas alternas de hierbas verdes y una pasta de chile rubicunda– ahora son íconos culinarios imitados, servir comida simple y playera en los noventa era cosa rara, al igual que su posición de mujer joven e independiente dueña de un restaurante. “Recibía a los comensales en la puerta y ellos pedían hablar con el dueño, porque asumían que una mujer joven no podía ser la propietaria de un lugar”, recuerda. “Nomás no lo pensé mucho. Sólo seguí haciendo lo que quería hacer.”

La seguridad en sí misma, la libertad económica y el ingenio culinario de Cámara, y de mujeres como ella, convergieron en un eje musculoso que elevó la escena restaurantera. Al crear una clase de restaurantes que generaron reconocimiento internacional y atrajeron a la élite hacia la comida mexicana indígena y regional, estas mujeres desafiaron a la cultura machista completa. Podían ser portavoces e íconos del país; podían ser empresarias poderosas; podían encabezar un movimiento culinario. Las mujeres siempre habían trabajado en la cocina sin estatus ni prestigio, y estas mujeres exigieron que la profesión se elevara más allá de trabajo manual u obrero.

A pesar de todo, en el ámbito persisten prejuicios. En septiembre pasado, Los 50 mejores restaurantes de Latinoamérica celebró la revelación de su lista anual en la ciudad de México. De los diez restaurantes mexicanos que se colocaron entre los 50 mejores, sólo dos de ellos, Rosetta y Dulce Patria, tienen una chef ejecutiva mujer. La chef de Rosetta, Elena Reygadas, también ganó el Veuve Clicquot en la categoría femenina de Mejor chef latinoamericana. Cámara comenta: “Los fifty best se inventaron la categoría de ‘chef femenina’ para compensar sus tendencias machistas. ¿Por qué tenían que hacer una categoría especial para mujeres? Lo único que hacen es resaltar lo desigual que es la profesión realmente.” En el máximo nivel de la alta cocina mexicana –Pujol, Amaranta, Biko, Kaah Siis–, los hombres están a cargo. Ahora que la ocupación se ha vuelto algo deseable, los hombres se están apuntando. “No se equivoquen, el rollo machista de fraternidad también lo hay aquí, específicamente en los altos niveles”, dice Cámara. Irónicamente, aunque fueron las mujeres mexicanas quienes elevaron el estatus de la cocina de trabajo doméstico mundano a un arte célebre, ese ámbito definido mucho tiempo como “cosa de mujeres” es ahora un espacio en el que los hombres buscan probar su dominancia.

Elena Reygadas está algo harta de la cuestión feminista. Incluso admite: “A veces pienso que es muy tonto intentar desglosarlo por género, ¿no? Porque al final del día, más que género, yo quiero gente que quiera trabajar, que quieran trabajar duro. Quiero gente apasionada y dedicada en mi cocina. No importa si son hombres o mujeres.”

Conforme la industria completa se vuelve más abierta para todos, es clave cómo se desenvuelve diariamente el poder entre las nuevas generaciones de cocineros frente a la estufa. Me pregunto si el género ha sido un tema en la cocina de Paola Guillermo Guadarrama, de 22 años, que está en su último año en la escuela de gastronomía. Ella me cuenta efusivamente durante el desayuno de sus prácticas en Lalo y Merotoro, y cuántas ganas tiene de hacer prácticas en Europa, quizá en Tokio. Es lista y entusiasta. “Obvio –me dice con naturalidad–, había un cocinero que me decía cosas realmente asquerosas. Era horrible. Le dije al chef de aquel entonces, pero él no hizo mucho al respecto. Cuando se puso peor, terminé diciéndole: ‘¡Oye! Si tú no me respetas, yo no voy a respetar.’ Y se calmó.” Se encoje de hombros, asumiéndolo como parte de la realidad de trabajar en una cocina contemporánea, feliz de forjarse su propio camino.~