Nostalgia del presente

por Raquel Guerrero

 
 

En aquel preciso momento el hombre se dijo: / Qué no daría yo por la dicha / de estar a tu lado en Islandia / bajo el gran día inmóvil / y de compartir el ahora / como se comparte la música / o el sabor de una fruta. / En aquel preciso momento / el hombre estaba junto a ella en Islandia. 

Borges

 
 

Después de tres días de lluvia incesante en Barcelona, hoy salió el sol. 

Me quito las capas de ropa que me cubren y me dispongo a salir al balcón en busca de un abrazo reparador: ardor en hombros y espalda, deslumbramiento en ojos y sudor corriendo por el cuello. Todos resultado del calor que se apodera de la primavera en México. 

La cuarentena sigue extendiéndose en Barcelona y con ella los días de tiempo circular y la nostalgia habitando las calles vacías, pues es la única que tiene permitido salir. La única que baila mientras todos extrañamos la ilusión de certidumbre. 

Me he vuelto la amante celosa del sol, que pasa por mi calle durante unas cuantas horas. El único momento del día en que puedo fingir que tengo un horario para acabar con el ocio dentro de mis paredes. Saco un banquito de acero oxidado al balcón y le planto cara. A veces me acompaña un libro, un té, un café. A veces sólo salgo y observo las ventanas de los vecinos, hasta que la calle vuelve a su oscuridad y veo la luz del sol moviéndose a la calle vecina. Ojalá se quedara todo el día en la mía. Me imagino qué estaría haciendo si pudiera salir a las calles en estos momentos. Cruzaría Plaza Catalunya para comprar un helado de cheescake; pediría el cono de galleta cubierto con chocolate blanco y nuez. Después iría caminando a La Barceloneta, hasta cruzarme con algún restaurante de mariscos, para pedir calamares a la romana y una sangría. Al salir, no conforme con el alcohol en mi cuerpo, compraría una botella de vino barato y terminaría mi travesía en la playa, contemplando las olas heladas golpeando la arena. Me pienso seguido en el mar y después me altero por mi casi nulo contacto físico. Porque la ciudad que un día “bauticé” como la ciudad de mis sueños me pasa de largo. 

 
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Cuando el sol está acabando su ronda por mi calle, vuelve el frío y, como no somos buenos amigos, regreso a la oscuridad de mi piso. Intento escribir, intento leer. No lo logro. Me meto a Netflix y termino viendo sus películas de moda: El hoyo, las terribles romcoms que sacan y venden como pan caliente –no lo niego: A todos los chicos que amé me ayuda a pasar el rato–. Me sigo con How I met your mother por tercera vez y termino con un gran clásico del pasado: Tiger King. Envío mensajes y extraño. Extraño el departamento de mi abuela que siempre huele a comida recién hecha. El mole de olla, las gorditas de masa y el arroz rojo que siempre acompaña con plátano macho. La hora de la comida en ese pequeño departamento en el sur de la Ciudad de México que transcurre con mis tíos discutiendo sobre el gobierno, mis abuelos recordando las vidas pasadas y mis sobrinitos corriendo del cuarto a la sala y de la sala al baño. La televisión siempre está prendida. A veces la pantalla se llena de futbol, a veces de caricaturas y otras de películas en blanco y negro. Cuando hay visitas, el calor se siente más fuerte y mis primos se ofrecen para comparar cervezas. Mi abuela hace más comida y tararea, despreocupada, Que las cerezas están maduras esto lo sé. Qué tú eres joven y muy bonita también lo sé. Siento en mi lengua el sabor de la cocacola de 2.5 litros que cambia de lugar más de cinco veces alrededor de la mesa, cubierta con un mantel de encaje blanco lleno de moronas de tortilla y de pan. Las manchas de salsa también delatan la fiesta que provoca la primavera en mi familia. 

Extraño y comienza el hambre. 

La comida de la última vez que salí al supermercado se está acabando. Me queda una pizza margarita de “calentar y comer”, como si mi tiempo para cocinar fuera limitado y tuviera que correr a cierta hora de vuelta a la cama. En la alacena reposa un cereal empalagoso de chocolate. Una bolsa de M&Ms, y media bolsa de Cheetos Flaming Hot que me niego a terminar porque pican y me acercan al caribe. 

 
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Atesoro dos sobres de comida: una cochinita pibil y unos frijoles bayos de La Chata. 

Siempre me ha costado resistirme a los antojos, pero esta vez fue diferente. Me aferré a guardar esos sobres como el cofre que resguarda a mi papá, a mis abuelos, a mis primos, a mis tíos, a mis sobrinos y a mis amigos. Un sobre de cochinita pibil y uno de frijoles bayos, como el brazo de mamá al que me aferro como niña que no quiere entrar sola a la escuela. Como la comida que va a estar sobre la mesa cuando el fin del mundo me alcance y le haga frente con el paladar en éxtasis y el cuerpo lleno de lo que conozco como “hogar”. (Tal vez hoy es el fin de mundo y mañana no regrese el sol y sea hora de abrir el cofre del tesoro y comer mis sobres, para dejar descansar a la nostalgia y convertir la geografía que habito en hogar.) 

 
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En la Ciudad de México mi abuela supervisa que todo esté bien calentando, mientras en Barcelona agrego aceite de oliva a la sartén. De fondo, en las dos ciudades suena ‘Las cerezas’ de los Hermanos Carrión.~

Barcelona-México, séptimo mes, año de la gran plaga