Un antojo secreto: comer lo incomestible

 

por Alonso Ruvalcaba

I

Generalmente, los humanos no elegimos nuestra comida por razones de nutrición. (Salvo cuando nos encontramos en una dieta particular, cuando así nos lo recetó el doctor.) Generalmente, cuando podemos, elegimos por gusto y preferencia. También elegimos por normas culturales, por presiones sociales, por conveniencia. Elegimos lo que podemos como un signo de estatus: tú tan nescafé soluble y dona del 7eleven, yo tan Panadería Rosetta. Elegimos según nuestras creencias religiosas o de índole espiritual, según la identidad de pueblo, la identificación con el territorio, el maldito presupuesto, la subliminal o no influencia de la publicidad, la emergencia del apocalipsis climático, la disponibilidad (pobres de aquellos que no pueden elegir mango nueve meses al año, los compadezco en el alma). Claro que esas razones no se excluyen entre sí; pueden ir solas, campechanas o con todo.

La comida es naturaleza y cultura; es puente también: entre sustancia y símbolo. Es un asunto de vida bioquímica y cognitiva: se come y se comprende: la consumimos –la hacemos parte de nosotros– física y socialmente. Es un índice cruzado de referencias.

Generalmente, elegimos comer lo comestible. O decimos que elegimos comer lo comestible.

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Pero la realidad es que también comemos lo no-comestible y lo no-comestible es otra imposición cultural. Lo no-comestible tiende a ser blandido como un arma contra el otro. En su negación, lo no-comestible es lo contrario de un puente: un muro. Aquí no comemos eso. El canibalismo es acaso el más tajante de esos muros. Cuando llegaron al Caribe y a lo que terminaría siendo América, exploradores europeos encontraron culturas tan otras que las marcaron con el signo de admiración del canibalismo. Eran tiempos de paranoia, como siempre. Todos los extraños, todos los excluidos de la religión, especialmente en el nuevo mundo que estaba de este lado, eran de temer. Seguro comían gente. El Diccionario de Autoridades (1729) dice que el antropófago es “el caribe que come carne humana” (o sea: no había caníbales en España), que caribe es “hombre sangriento y cruel, que se enfurece contra otros, sin tener lástima” y que es voz tomada de unos “Indios de la Provincia de Caribana, donde se alimentaban de carne humana”; en caribano las Autoridades dan este ejemplo: 

Donde la crueldad y el vicio

del bárbaro caribano

cuerpo sacrifica humano,

y se come el sacrificio.

La caza de brujas es también instancia de esa otredad. Como era de esperarse, el macho acusó a mujeres de brujas y entre sus cargos incluyó el canibalismo. Ya sabemos que la libertad sexual de las mujeres es la máxima afrenta contra el pito. Las brujas de Macbeth echan en su famosísimo caldero dedo de rana, sapo, pierna de iguana, pero también 

Liuer of Blaspheming Iew,

Gall of Goate, and Slippes of Yew,

Sliuer’d in the Moones Ecclipse:

Nose of Turke, and Tartars lips:

Finger of Birth-strangled Babe;

hígado de “judío descomulgado”, nariz de turco, labio de tártaro, dedito de bebé estrangulado al nacer. A las brujas de Zugarramurdi (1609-1610) se les acusó de antropofagia y asimismo de copulación y otros actos eróticos –como besos negros, con la implicación de coprofagia– con demonios capitanes. Esto viene en la relación del auto de fe celebrado en Logroño contra esas acusadas:

A los niños que son pequeños los chupan por el sieso y por su natura: apretando rezio con las manos y chupando fuertemente les sacan y les chupan la sangre; y con alfileres y agujas les pican las sienes y en lo alto de la cabeça y por el espinazo y otras partes y miembros de sus cuerpos. Y por allí les van chupando la sangre, diziéndoles el Demonio: Chupá y tragá eso, que es bueno para vosotras.

Así que, en la febril y pornográfica y vengativa imaginación de aquellos inquisidores feminicidas, estas mujeres no sólo comían humano y bebían su sangre sino que además se encontraban convenientemente inclinadas en el altar del falocentrismo. (Hubo hombres acusados de brujos en el proceso; ninguno murió. Las seis mujeres que no se arrepintieron públicamente fueron quemadas vivas. Otras cinco fueron quemadas en efigie porque habían muerto en cautiverio.)

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El estereotipo de lo no-comestible tiene versiones menos trágicas, aunque tremendamente ofensivas, que el canibalismo. En Inglaterra se usó el término ‘frog’ para denostar al francés por comer ranas; para denostar a la mujer negra y el hombre negro en el sur profundo gringo se ha usado el término ‘coon’, que algunos atribuyen a la costumbre, extendida o no, de comer ‘racoons’, mapaches. (Otras etimologías probables de ‘coon’ son más racistas. Si son susceptibles al racismo mejor ni las lean; no sea que terminen repitiéndolas por ahí.) Nuestro episodio más reciente de otredad por lo no-comestible es la enfermedad del coronavirus o COVID-19 o como más precisamente nombren el padecimiento esta semana. Según internet y su racismo genérico, la enfermedad provino de la costumbre de comer murciélago; esta costumbre, que no tengo idea si es real y me vale completamente madres, se da supuestamente entre gente china. Ya se imaginarán lo que esto le ha hecho a la mente del idiota promedio y a sus ideas acerca de la comida china. Si no se lo imaginan, tengan este resumen: comida china es igual a comida no-comestible es igual a enfermedad es igual a pandemia es igual a todos nos vamos a morir es igual a mejor que se mueran los chinos. 

Lo no-comestible vive en nuestra imaginación. Y como tantas cosas imaginarias –México, raza, yo, tabú, dios, China, pene, exotismo– lo no-comestible es una mentira que establecemos para impedir el paso de los otros. Para decirle al otro: tú no.

II

El antojo de lo no-comestible es un pulso secreto. El desorden –por ahora aceptemos esa palabra– llamado ‘pica’ se manifiesta como un deseo irresistible de comer o lamer lo considerado no-comestible. Hay quien come talco para bebés o cabezas usadas de cerillos o ceniza o rollos de papel higiénico. Hay quien no puede resistir comer uñas o mocos o semen. Este párrafo se encuentra en un ensayo del médico Francisco González Crussí:

Tal vez nada nos muestre con tanta claridad la avasalladora oralidad de nuestra especie como la variedad de objetos que se pueden rescatar del tracto digestivo, en vida o póstumamente. Monedas, bolígrafos, relojes, trozos de zapato y otras piezas de vestir, clavos, palillos de dientes, alambre metálico de increíbles medidas y joyería variada.

También comemos pelo; a veces comemos tanto pelo que se forman piedras en el estómago: las fabulosas piedras bezoar, que llegan a pesar hasta un kilo. González Crussí vio una concreción de ese tamaño. “Una gran masa de pelos largos, densamente enredados y cubiertos de una sustancia viscosa y brillante… hallada en el estómago de una adolescente.” Góngora, que escribió sobre todas las cosas, menciona una en un soneto impresionante: ‘A Júpiter’. (Pueden leerlo en la página 387 de Cuatro ensayos sobre arte poética de Antonio Alatorre.) 

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Pero pica es mucho menos un desorden que otra forma de orden. Es un orden secreto. Comemos estas cosas muchxs de nosotrxs, pero no lo decimos. La presión social nos fuerza a esconder nuestra natural inclinación a depredar. Hay estudiosos y científicas que han tratado de descifrar por qué comemos lo no-comestible (encontrarán referencias en las notas de este ensayo), pero quien lo come lo hace porque sí: porque lo quiere hacer, porque se le antoja hacerlo. Ese antojo es una pregunta, una suspensa y luminosa duda.

Descubrirnos a nosotros mismos es saber que estamos solos. También es comprender que todos los demás están tan solos como nosotros. Que estamos como Neo cuando despierta en aquellos capullos afuera de la matrix: interminablemente conectados e inescapablemente separados unos de los otros, separados cada quien de cada quien. Como no lo confesamos, lo no-comestible nos separa de los otros pero, ya que somos humanos, nos une también como en una infinita serie de capullos conectados. Guardar el secreto de lo no-comestible es una manera superficial de estar solo y una honda manera de estar con todos los demás.~


Este texto nació tras la lectura de Consuming the Inedible: Neglected Dimensions of Food Choice (Bergan Books, 2009) de Jeremy M. MacClancy, Jeya Henry, Helen Macbeth. Es un estudio completísimo de lo no-comestible. Sobre canibalismo: An Intellectual History of Cannibalism (Princeton, 2011) de Catalin Avramescu; sobre canibalismo en el siglo de oro busquen ‘A otro perro con ese hueso’, ensayo de Luis María Gómez Canseco en Etiópicas I, 2004. Hay una edición del auto de fe de las brujas de Zugarramurdi acá; es una edición muy curiosa, muy enojada. ‘Nuestra natural inclinación a depredar’ es el texto mencionado del médico Francisco González Crussí. Yo lo vi en una Paréntesis ya inconseguible (núm 6, enero 2001). Sobre piedras bezoares busquen ‘Bezoars and Concretions’, un viejo y maravilloso paper de Michael DeBakey y Alton Ochsner; lo menciona González Crussí. Y ya. Coman lo que se les antoje. El estómago es jurisdicción de cada quien.