Una posible explicación al vetusto misterio de los antojos

 

por Laura Manzano; fotos: Héctor Ramírez

La hamburguesa es una comida completa. Tiene proteína, verduras, frutas, carbohidratos, y una precisa combinación de condimentos. Es una ensalada y un filete metidos en un pan. Cabe entre las manos y se puede comer de un jalón. Es versátil y las hay al gusto de todos. Al carbón, de pollo, veganas, con queso, con tocino extra, sin aguacate, con aros de cebolla o al estilo de Joaquín, mi sobrino de cinco años: con todo lo que haya en la mesa, pero sin carne. La hamburguesa es el alimento perfecto.

La hamburguesa es salada, ahumada, grasosa, pero también un poco dulce si le pones cátsup o salsa BBQ. Muy dulce, incluso, si tiene cebolla caramelizada. Es caliente, pero fría si muerdes la lechuga y el jitomate que le acabas de poner. Algo ácida si te gusta con mucha mostaza o le pones rajas en escabeche. Crujiente si tiene papas fritas adentro. Es delicada; si no la tratas con cuidado se deshace entre tus dedos. También es tosca, pesada, impone ante unas manos inseguras de su empuñadura. Su sabor, como su forma, es redondo. Un alimento completo que se contiene dentro de su propia redondez.

El problema llega cuando siempre se te antoja una hamburguesa. Antes era inevitable. Comía hamburguesas cada vez que podía. Ahora he aprendido que el mundo está lleno de platillos casi tan perfectos como la hamburguesa. Y está bien. Si el menú tiene otras opciones, les doy una oportunidad. Pero el antojo sigue presente en todo momento. Y siempre hay espacio para comer una hamburguesa.

 
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Montse Pérez-Castro escribió en una nota para HojaSanta que “el antojo es un vínculo afectivo con la comida que emerge de quién sabe dónde”. Nadie sabe de dónde vienen, pero yo tengo una teoría que, creo, explica el comienzo del mío.

Nací el 30 de octubre de 1993 en Morelia. Salí del hospital un par de días después. Mi papá manejaba, mi mamá me tenía en sus brazos en el asiento del copiloto y mis tres hermanas (de 8, 10 y 12 años) iban en el asiento de atrás, emocionadas por la reciente llegada de su nueva muñeca de tamaño real. No tan emocionadas, obvio, como lo estaban por comer en el novedosísimo Burger King. (Gracias a una fugaz y no muy minuciosa investigación encontré que el primer Burger King de México llegó en octubre del 91 a Mérida. Supongo que en la Morelia de finales del 93, comer en un Burger King era mucho más emocionante que una hermana más.)

En un inesperado giro del volante, hambrientos todos, mi papá decidió dirigirse al Burger King. (Al drive thru, por supuesto, porque no iba a llevar a una bebé de dos días a un restaurante. O quién sabe, con la cuarta hija nunca se sabe.)

Imaginen el olor de al menos cinco hamburguesas, varias papas fritas yendo y viniendo, las manos de tres niñas embarradas de cátsup, el sonido de las envolturas, los hielos de los refrescos chocando entre sí y ese olor penetrante que, aunque te bajes del coche, lo sigues teniendo presente en la parte más alta de la nariz, entre los ojos. No es queja. Vaya manera de estimular los sentidos de una bebé que, rendida de abrir los ojos y ver solo manchas de luz, escuchaba atenta y agitaba los brazos, como pidiéndole una papa a sus hermanas.

 
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De esto me enteré hace tres meses. Me lo contó mi hermana más grande mientras mi cuñado hacía valeroso unas hamburguesas en su nuevo mini asador eléctrico George Foreman. Lo confirmé con mi papá. Burger King es el primer lugar que visité en mi vida. Incluso antes que mi propia casa. El primer olor intenso que experimenté. Todo tiene sentido.~