Los que comen pistaches en el cine

 

Este ensayo proviene de nuestro especial de cine y comida –marzo, 2015–; lo reprodujimos con permiso de su autor. 

por Leonardo García Tsao (El Nacional, 1990); foto: Ana Lorenzana

Para nadie es un secreto que el principal negocio del cine no está en las películas, sino en lo que come la gente al verlas. Si acudimos a las cifras, confirmaremos aquello de que los cines en México son en realidad expendios de golosinas donde resulta que proyectan películas. (Por ejemplo, los ingresos del cine Continental durante un mes mostraron que se ganó 64 por ciento más por ventas en dulcería que por concepto de boletaje; o sea que gracias a la extorsión que ejercieron los niños a los papás que los llevaron a la Casa Disney, el abundante consumo de chuchulucos superó ampliamente las ganancias de la taquilla.) De ahí la importancia mercantil de los intermedios arbitrarios, que no son otra cosa que una invitación a que el público vuelva a proveerse de comida chatarra. 

palomitas

Eso significa que el cinéfilo riguroso, que odia que mastiquen a su alrededor mientras él atiende un ritual casi sagrado, estará condenado a las molestias inherentes a esa costumbre mientras asista a una sala pública. Molestias que van desde las diversas fuentes de ruido –las bolsas de plástico (sobre todo cuando algún ocioso las hace estallar), la lata de refresco que inicia su descenso por los pasillos– hasta el quedarse pegado a un suelo viscoso de mengambrea. 

Pero ni las llamadas salas de arte ni la Cineteca pudieron prescindir de esa fuente inagotable de billete, por lo que todavía recuerdo las justificadas protestas de los críticos —en especial José de la Colina, quien siempre declaró su desprecio a los colombófagos (forma culta de designar a los comedores de palomitas)— cuando se descubrió que hasta el pequeño Salón Rojo de la antigua Cineteca contaba con una dulcería. El único caso de restricción que conozco se daba en un circuito ya desaparecido de “salas de arte” hacia el final de sus días; aunque aún había dulcerías, los empleados de los cines impedían que el público entrara a la sala de proyección con golosinas en mano. Según corre el rumor, más que un intento del dueño de respetar la apreciación del cine, se trataba de lesionar las ganancias de las dulcerías, que para entonces eran propiedad de una de sus ex esposas tras un litigio conyugal. Hay que resignarse al hecho de que nunca se dejará de comer en los cines. Pero no al abuso que muchas veces implica comprar en las dulcerías. El espectador perspicaz se habrá dado cuenta de la dramática reducción que sufrieron las bolsas de palomitas, cortadas a un tercio de su tamaño original pero vendidas al mismo precio. ¿Y el precio del refresco? Una lata en los cines cuesta seis pesos; mejor vaya al súper, y cómprese un envase de dos litros por dos pesos más. A propósito de esto, no es mala la idea de las familias que entran al cine de segunda con una bolsa de mandado rebosante de viandas (aunque las delate el olor a cebolla que emana de las tortas).

¿Pero qué se puede comer en un cine? Ya muerta esa otra tradición del vendedor ambulante que recorría los pasillos gritando “baldas” y “muégans” (traducción: paletas y muéganos), al espectador sólo le queda consumir el limitado repertorio de la dulcería. Fuera del clasicismo de las palomitas y el refresco, lo demás entra al terreno del riesgo. Jamarse una hamburguesa o un sándwich es prácticamente un suicidio; el jamón de los sándwiches parece queso de puerco, y el queso de puerco está verde. Consulte a su médico. Un gaznate es capaz de sumir a cualquiera en un coma diabético. Como nadie los compra por caros, los pistaches tienen altas probabilidades de estar rancios. Y los productos que no vengan en una bolsa sellada levantan sospechas de insalubridad (recuerdo la ocasión en que se limpió la bodega donde se almacenaban los dulces de la sala Fernando de Fuentes, de la ex Cineteca, y se encontró una colonia de ratas dignas de H. P. Lovecraft). 

Hasta hace poco algunos cines “plus” ofrecían además la posibilidad de embriagarse, como sucede en España, pues junto a la dulcería se improvisaron unos pequeños bares. Pero eso tuvo poca vigencia, tal vez debido a problemas de mantenimiento, o a que la clientela borracha se ponía más necia a la hora de exigir una buena proyección. 

Recientemente un par de películas italianas, Splendor, de Ettore Scola, y Cinema Paradiso, de Guiseppe Tornatore, han llorado la inminente desaparición de la sala cinematográfica. Si eso se cumple, podremos consolarnos con el hecho de que también desaparecerán las dulcerías. Esta vida siempre ofrece compensaciones


Dos notas

Originalmente, este texto apareció el 12 de agosto de 1990 en el suplemento ‘Dominical’ del diario El Nacional. 

El cine Continental abrió en 1958 en la esquina de Xola y avenida Coyoacán, colonia del Valle, Distrito Federal. Durante algo más de quince años funcionó como sala de estrenos nacionales y extranjeros para público de cualquier edad. En 1974 fue reinaugurado como La Casa Disney, con estrenos y reestrenos exclusivamente infantiles. Para 1990, como una gran cantidad de cines del DF, se encontraba en decadencia. En 1998 lo convirtieron en multiplex. Cerró definitivamente diez años después. Ahora es un Superama.