El barrio habita en los detalles

 

por Rosalba Mackenzie; fotos: Andrea Tejeda 

Mi primera casa en realidad fue un barrio. Apenas hace poco entendí que se ubicaba al norte de la ciudad y no en el centro, por mucho que el Zócalo estuviera a quince minutos. Como todo barrio, se extendía más allá de las fronteras trazadas en los mapas. Allí, en la Guadalupe Tepeyac y sus alrededores, estuvo la casa en la que crecieron mi abuela y su hermano y mis tíos y mi papá, en la que yo a veces le hacía compañía a mi abuela y otras me trepaba a la higuera del patio, en la que había un taller de carpintería que usaba como escondite y un colorín del que una vez me cayó un apocalíptico azotador. Por desgracia, un día construyeron a un lado una gasolinera que terminó por comprar y derrumbar ese fantástico caserón. 

(Todavía siento un hoyo en el pecho cuando paso por el hueco que quedó sobre Euskadi casi esquina con Calzada de Guadalupe.) 

En ese barrio también figuran: la primera casa de soltera de mi mamá, la que compartieron mis papás el par de años que estuvieron casados, el departamento de divorciado de mi papá —en el que murió a los 35 años— y la casa de mi tía, donde viví varias temporadas durante mi adolescencia. No me sé el nombre de la mayoría de sus calles, pero ubico perfecto dónde están las hamburguesas al carbón más sabrosas, dónde se ponen los esquimos del tianguis del martes y del viernes, la tahona en la que venden patitos de pan y el mejor restaurante oaxaqueño de la zona

barrio san juan andrea tejeda

Pero estuve de planta allí sólo durante mis primeros cinco años de vida. Al año siguiente de que murió papá, mi mamá pagó el enganche de un departamentito al oriente de la ciudad y allí vivimos mi hermano, ella y yo por 2o, 22 y 19 años, respectivamente. Ahora siento que fueron 19 años de otra vida y que pasaron muy lento porque en realidad no pasó mucho. Es cierto, allí crecí y me hice de amistades que ya perdí, un vecino me rompió el corazón varias veces, y supongo que allí se construyó lo que he sido. Los últimos años que pasé en la Arenal ya no la reconocía: casi todas las familias que llegaron al mismo tiempo que nosotros se habían ido y el narcomenudeo hacía cada vez más inseguro el barrio —incluso se rumoró que los rebosantes tacos de la calle Mextli desaparecerían por no pagar derecho de piso—; prácticamente ya nunca comía de sus regordetas quesadillas fritas o sus crujientes huaraches: salía temprano a la prepa, luego a la universidad, después de nuevo a la universidad y a trabajar. Siempre regresaba de noche, nomás a guardarme. No me quejo, no lo pasé mal, pero mi mejor año sigue siendo el que me fui de allí. He tardado mucho tiempo en entender por qué le gustaba tanto a mamá estar en ese departamentito. Seguro tiene que ver con el anhelo acumulado durante las 10 u 11 horas al día que pasó todas las semanas de todos los años que trabajó, lejos de su cama, de sus cosas, hasta de nosotros. 

(Aunque mientras vivimos juntos estar en casa no significaba estar juntos pero sí saber, al menos, dónde estaba el otro.) 

Mi mamá vendió ese departamentito y compró su sueño de vivir cerca de la playa, con la esperanza de que todos compartiéramos con ella ese otro barrio, aún ajeno, algún día. No ha sucedido y dudo que pase. Por ahora, ella alterna entre la playa y la ciudad: dos veces al año compra boleto de ida y, cuando se fastidia, el de vuelta. Cuando está en la ciudad, por azares del destino, habita el lugar que mi hermano rentó cuando salió del departamentito. Él pasó allí poco más de seis años, suficiente para hacerse cliente de honor de todas las marchantas que de día o de noche venden pan, tacos, tortas, fruta y verdura o estofados y luego presentarlas con mamá (todavía preguntan por él). Ahora mi hermano, también por azares del destino, vive en el mismo edificio que yo viví después de mi salida del departamentito. Es como si sólo supiéramos estar en donde ya estuvo uno de nosotros, así que quién sabe, quizá siempre sí terminamos viviendo cerca de la playa.  

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A este edificio en San Pedro de los Pinos –donde yo renté y donde ahora renta mi hermano– le tengo especial afecto porque, además de bonito, tiene todo a la mano. Y por “todo” me refiero a una exquisita birriería estilo michoacán que he visto crecer y expandirse media calle a lo largo de los últimos diez años (mientras también veía crecer y expandirse a la propia familia fundadora), a un local de mariscos donde la comida sí me sabe a mar y que desde hace unos años abarca dos pisos del mercado —aplausos a su pescado a la talla: lo preparan en un horno de leña instalado en medio de su planta baja, yum!—, y a toda clase de taquerías —mi consentida es una que se niega a crecer a pesar de que nunca cabemos—. Además, allí están los recuerdos de los amigos que más quise y de mis primeros días de noviazgo con Héctor. Pero también me fui. 

(Eso sí: si tuviera que regresar a todo aquello, lo haría sin pensarlo.) 

Me fui pero no muy lejos, tan sólo unos pasos al poniente, por Mixcoac, donde Héctor y yo habitamos nuestro primer hogar: una casa toda descuadrada, de la que me quedan muchos recuerdos llenos de luz y el gustillo de los gozosos pasteles de un local dizque alemán, panqués, selvas negras, pays de calabaza, tiramisús, tartas de manzana —pretextos sobraban para siempre tener algo de eso en casa—. La otra vez tracé un plano impreciso de ese espacio y puse asteriscos en los lugares que recuerdo que los gatos, mi brújula de la luz, pasaban más tiempo. Se lo enseñé a Héctor, que tiene mejor sentido de orientación y espacio, y resultó que en realidad no entraba tanta luz como recordaba. Quizá pasé más días soleados que nublados allí y más tiempo despierta de día que de noche. O tal vez es que, al recordarla, todavía me ilumina la emoción de vivir con él por primera vez. 

Repaso todo esto dentro de una casa al sur de la ciudad, cerca del Pedregal, enclavada en una montaña en la que llevamos casi seis años casi felices, la que más mía siento. No: nuestra. Aquí hay una pizzería napolitana en la que nos gusta celebrar que estamos juntos —a pesar de una estúpida leucemia—, una señora que se pone afuera del Telmex de la gloriosa Unidad Independencia a la que, en días de trabajo remoto, le llevo mis tópers para que me los llene con sus guisados caseros a base de huevo, pescado, verduras o res, y una barbacoa extraordinaria a la que vamos aunque no estemos crudos. También está El Globo al que fui con una amiga a la que quise mucho a comer un pastel milhojas sin más razón que podernos comer juntas un pastel milhojas. Yo cada día soy más feliz en esta casa porque me gusta que huele a bosque y que cuando me despierto escucho pajaritos que, como diría Dunya Mikhail, recogen las mañanas con sus picos y las separan como nuevos círculos de luz, sin importar la época del año.

Pero lo que más me gusta es lo que contiene: otra vida, mi vida, la nuestra. Nuestra cocina con sus hornos y sartenes y cucharones; la lasagna lista para celebrar, apapachar o consolar a nuestros amigos, a nuestra familia. Nos contiene a nosotros. Y contiene estas pocas certezas que yo tengo. Porque ahora sé que esto es lo que sentía mi mamá y que yo tardé en entender: este sabor a pertenencia y familiaridad del que no quiero irme nunca.~