Bienvenidos a La Casa de Toño

 

Un cuento de hadas con cebolla, lechuga y rábano

por Isabel Zapata; fotos: Ana Lorenzana

Hay en mi vida una feliz tradición que Emilio –gran comedor de cualquier platillo que involucre varias texturas, como el pozole surtido o los tacos de cabeza–  y yo iniciamos hace un par de años: ir a cenar a Casa de Toño al salir del cine. El escenario es, para ser franca, un poco triste. El cine del World Trade Center está casi siempre desolado: la máquina de helados de yogurt lleva meses sin servir y, como no suele haber nadie vigilando, es fácil colarse a cualquier sala. El lugar ni siquiera vale la pena por las tiendas, a lo mucho hay un Nutrisa en el que una vez vimos al vendedor cortarse las uñas y una sucursal de Farmatodo que huele a pasillo de hospital. Pero no importa si llueven canicas de granizo, si Paco Ignacio Taibo II dio otra entrevista o si la película es buena o mala (recientemente nos salimos de Aladino antes de que terminara de arruinar nuestra infancia por completo), siempre hay unas luminosas enchiladas, un plato de pozole esperándonos al final de túnel.

 
 

La Casa de Toño es la Disneylandia de la garnacha. No lo digo como un halago, pero tampoco como un ataque, simplemente lo es. Basta una asomadita a su historia, que es digna de un cuento de hadas. Los protagonistas son la mamá de Toño y su vecina Aurora, que en marzo de 1983 sacaron un comal y un anafre al garaje de su casa en Clavería, inaugurando el puesto Las Poblanas. El mismísimo Toño, que entonces tenía dieciocho años y estudiaba Derecho, aparece en escena un poco después, cuando los vecinos empezaron a decir “Vamos a la casa de Toño”, hasta que el nombre pegó y a Toño no le quedó de otra que dejar la carrera y hacerse cargo del negocio. El destino del héroe.

Pero además del destino, hay en el éxito de La Casa de Toño, como en todos los cuentos de hadas, algo de magia. Dicen que, durante la noche, un ejército de cocineros prepara la comida en la sucursal de Clavería y la mandan en camiones antes de que amanezca para que se mantenga el mismo sabor en cada una de las 37 sucursales de la ciudad (probablemente abrirán otra antes de que termine de escribir este párrafo), que los meseros pasan por una capacitación como de atletas de alto rendimiento para moverse a velocidades inusitadas, sortear obstáculos (a menudo otros meseros) y trabajar bajo presión, que la cocina está dividida en cuatro áreas –pozoles, bebidas, quesadillas y sopes– para agilizar la preparación y lograr que cada orden llegue, en promedio, en siete minutos (los que tarda la masa de las quesadillas y sopes en cocinarse, pero también lo que mi perra y yo tardamos en darle la vuelta a la manzana o lo que mi sobrina Lelé tarda en dibujar un mar lleno de peces medio chuecos), que la administración es tan reservada en cuanto al manejo de sus finanzas que ha sido imposible para los expertos descifrar la fórmula de su éxito.

 
 

No sé si todo esto sea cierto y debo confesar que no soy experta ni en pozole ni en enchiladas, así que ni siquiera podría participar dignamente en el enardecido debate en torno a la calidad de esos platillos en La Casa de Toño. El lugar me gusta por cumplidor: nos sentamos siempre en la misma mesa (lo más alejada del centro que sea posible, a petición de Emilio), y pedimos lo mismo cada vez: él un pozole surtido al que le exprime un chingo de limones y yo una enchilada y una enfrijolada, ambas rellenas de queso y en el mismo plato, por favor. La combinación es perfecta: cómo se mezclan la salsa verde y los frijoles, que siempre vienen a la temperatura: 50 grados. Al final me termino esa mezcla con la cuchara grande y, cuando hay algo pequeño que celebrar, lo que sea, pedimos un flan de la abuela (el de cajeta, no el de caramelo, que se parece demasiado a todos los demás flanes de la ciudad). En total casi nunca estamos en el lugar más de cuarenta minutos, lo cual da tiempo perfecto para platicar un poco sobre la película y repasar los pendientes del día siguiente, con sus complicaciones predeciblemente impredecibles.

Pero esto no es un anuncio. Vaya, no es ni siquiera un elogio de La Casa de Toño: es un sencillo reconocimiento a su constancia por parte de esta amante de la rutina. Me gusta la tradición de cine + enchilada + enfrijolada por lo mismo que me gustaba ver La sirenita una y otra vez: conocía perfectamente los diálogos y las canciones, sabía lo que iba a pasar a cada minuto y al final siempre terminaba feliz, o al menos satisfecha con la resolución de todos y cada uno de los asuntos planteados. En medio del caos de la infancia, los cuentos de hadas eran algo seguro, como una buena cucharada de salsa verde con frijoles en esta ciudad monstruosa. 

Epílogo
Una sola vez tuve una experiencia inusual en Casa de Toño: me trajeron la enchilada rellena de pollo en vez de queso. Le pedí al mesero que me la cambiara y, cuando el plato volvió, la trajo seca y con el queso tan derretido que se desparramaba por todo el plato, como si la hubieran metido cinco minutos al microondas. La regresé y esta vez –cosa extrañísima– se tardaron mucho en traerla de vuelta. No sé si fueron más de siete minutos pero a mí me parecieron eternos, insoportables; tanto, que Emilio se terminó el pozole (odia comérselo frío), cancelamos la orden y nos fuimos sin mirar atrás, como si La sirenita terminara cuando el Rey Tritón se enfurece porque su hija se enamoró de un ser humano y destruye con su tridente los objetos que ella y Flounder han estado coleccionando, incluyendo la estatua de Eric que cayó en el naufragio y que ahora recuerdo con cierta nostalgia y preocupación por lo que harán con esa escena en el próximo remake de la película.~

 
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