Quién nos alimenta: Carlos de la Torre

 

texto y fotos: Claudio Castro

Café Avellaneda está en un rincón poco transitado del centro de Coyoacán. Es fin de semana y tumultos de gente transitan sobre la calle de Ignacio Allende. En la esquina de Higuera el flujo empieza a disminuir. Si uno toma esta calle encontrará, primero, un mercado de comida, siempre con artesanos vendiendo su mercancía a sus puertas; luego, la muy conocida cantina La Coyoacana. Unos cien metros más adelante se encuentra este café de toldo azul.

 
café Avellaneda, Coyoacán, CDMX
 

Se escucha el goteo continuo de café recién preparado, una máquina que emite vapor a presiones altas y, al fondo, el choque de cubiertos y tazas mientras se lavan. Ante la barra hay una barista de complexión delgada y el pelo totalmente recogido. Su nombre es Ximena Morales y su concentración, y la de todas las otras baristas, puede parecer absoluta. Uno diría que encontró un refugio del caos externo. Pero Avellaneda es también un reto. El menú es caótico, largo, incluso críptico. Ximena sonríe y explica, despacio y con cierta amabilidad, los entresijos de la carta. Es un gesto un poco extraño en las nuevas cafeterías de especialidad, donde cunde el esnobismo, donde la élite en el poder parece reservarse el derecho de admisión.

El café de especialidad, según la Asociación de Café de Especialidad, ocurre cuando todos los involucrados en la cadena de producción –productor, comprador, tostador, barista y consumidor– trabajan de la mano y mantienen una fija atención en los estándares de calidad. Desde hace diez años, Carlos de la Torre, dueño de Avellaneda, ha sabido tratar con cuidado a cada uno de los involucrados. Desde trabajar directo con productores pequeños en Oaxaca hasta servir una excelente taza de café.

 
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Carlos de la Torre tiene 31 años, nació en Acolman, en el Estado de México. Sus primeros contactos con el café fueron en la adolescencia, gracias a un tío suyo que tenía un restaurante. “Yo era un vago, un punk cualquiera que andaba en la patineta todos los días –dice–. Mi tío, como para evitar que hiciera alguna tontería de las que solía hacer, me invitaba a tomar café y a pasar ahí el rato. Platicábamos. Cuando empecé a trabajar ahí me fui dando cuenta que el café, dependiendo cómo lo preparabas, sabía diferente.”

Luego, Carlos pensó en comprarse una máquina de café profesional. En 2009, él y su prima, Ximena Morales, pusieron el primer café Avellaneda: un puesto en una feria. Una mesa, un mantel blanco, una máquina básica y panqués. Al final de la feria pudieron vender los cuatro mil pesos que costaba una máquina profesional. Después de tres meses, Carlos ya tenía un pequeño local en Acolman que abría en las tardes, a la salida de la universidad. “Al principio vendíamos hasta alitas de pollo. Lo que fuera por vender. Si me iba chido, ganaba trescientos pesos en dos días.” Después de un tiempo, el pueblo se volvió inseguro. “Mi papá quería que me fuera al DF. Me prestó un dinero para rentar un local, que terminó siendo Higuera 40, donde ahora estamos.”

 
 

Carlos es modesto al hablar de su profesión. “No me gusta definirme por lo que hago; únicamente me gusta preparar y tomar café”, dice. En Avellaneda, lo puedes ver preparando café, lavando trastes o sentado en la barra tomando varios espressos. En 2012, ganó la Competencia Nacional de Catación, organizada por la Asociación Mexicana de Cafés y Cafeterías de Especialidad. Decidió comprar un tostador barato. “Recuerdo que no me la esperaba. Me dije a mi mismo: ¡Verga! Necesito comprar un tostador para empezar a catar y no llegar tan menso.”

Entonces empezó a tostar. Su primera inversión fue de trescientos mil pesos, entre 20 y 25 sacos de café en verde (cada uno 69 kilos aproximadamente), la mayoría de Oaxaca. Abrió un nuevo Avellaneda, en la Juárez. Después empezó la demanda administrativa. “Me preocupé mucho por los números, los sueldos y contratar gente para la barra.” El Avellaneda de la Juárez quebró. “Recuerdo que poco a poco dejé de hacer café y únicamente estaba haciendo cuentas. Estaba muy sacado de onda. Lo único que yo quería era preparar café y no preocuparme por dinero.”

Después de haber cerrado el segundo Avellaneda, Carlos regresó al tostador. Decidió nombrarlo Café con Jiribilla y trabajarlo junto con su esposa, Yarismeth Barrientos. Su propósito, ahora, es buscar y trabajar con más productores pequeños y, eventualmente, distribuir el café con más barras y restaurantes. Santa Cruz Acatepec y Santa María Yucuhiti, en Oaxaca, son algunas de las regiones en que trabaja ahora. “Trato de promover el café mexicano y mostrar las ventajas de un país productor con muy buenos baristas. Para nosotros es importante saber dónde están nuestros productores y que al momento de servir su café, el cliente entienda su costo real. Es tratar de cambiar la perspectiva del mundo que en México se produce buen café.”~


Vayan a Café Avellaneda. Está en Higuera 40-A, Coyoacán