#QuiénNosAlimenta: El Patán

 

por Claudio Castro

La llegada a El Patán es una experiencia estimulante. Se encuentra en República de Bolivia, lado norte del Centro: una calle angosta y casi sin banqueta, ocupada por autos estacionados encima de la banqueta, puestos callejeros, negocios en explosión demográfica de peluches de todos los tamaños, diableros yendo y viniendo con grandes cajas en equilibrio peligroso. Caminando a contraflujo, antes de llegar a la Plaza Torres Quintero, se ve un anuncio contra el cielo –Ricos y deliciosos tacos de pescado a la talla ‘El Patán’–, acompañado de una caricatura del demonio de tazmania con una brocheta de camarón en la mano. Debajo del anuncio, una recomendación: “Vengan a comer sus deliciosas quesadillas, brochetas de camarón y tacos de pescado a la talla con su amigo ‘El Patán’”, mientras el fondo sonoro se ensancha de cumbias, claxons y chiflidos. (¿Qué dicen los chiflidos, me pregunto, hay modo de saber?)

 
 

El restaurante está dentro de la vecindad. La cocina (al menos la expuesta al público) se compone de dos parrillas alimentadas por carbón y una mesa con varios aditamentos: salsas, aderezos y limones. Del lado izquierdo, la olla con el caldo de camarón y un recipiente con pescadillas: quesadillas fritas de pescado, cebolla y jitomate. Todas las mesas están llenas y la atención, tanto de Juan Manuel como de Maribel y su hijo Leonardo (alias  El Patancito), es extraordinaria. “¿A poco usted es el Patán?”, le pregunta una comensala: “Sí”, contesta Juan. “Pues usted no tiene nada de patán, caray, ¡qué bárbaro!”

Juan Manuel Íñiguez y Maribel Casimiro, colonos de la Moctezuma, se levantan a las cuatro de la mañana para ir a La Viga. Compran mariscos varios y otros ingredientes: tomates, limones, cebollas y chiles secos. Alrededor de las siete, mientras Juan recoge a sus dos hijas para que tomen el metro y vayan a la escuela, Maribel se queda en la cocina a preparar el caldo de camarón. Heredó la receta de su abuela. Es una mezcla de cabezas de camarón secas, chile guajillo, jitomates y agua, cocinado todo un par de horas. “Juan me pidió que la pusiéramos en el menú. No era algo que yo supiera cocinar muy bien, pero con el tiempo la fuimos perfeccionando”, dice Maribel.

 
02-min.jpg
 

Luego, a las nueve, llegan a la vecindad donde rentan una cocina. Preparan el resto del menú: brochetas de camarón, quesadillas fritas rellenas de pescado, toritos (chile verde relleno de camarón, jitomate y queso crema) y la especialidad, pescado a la talla: peto envuelto en aluminio, marinado con aceite, ajo y una mezcla de mayonesa y salsa de chile de árbol. Lo asan lentamente sobre carbón. “Esta receta me la enseñó un palapero en Playa Azul, Michoacán”, comenta Juan. 

Juan Manuel (o El Patán, como todos lo conocemos) tiene 54 años. Nació en la colonia Progreso Nacional, en la Ciudad de México. Huérfano de padre, abandonó sus estudios y empezó a trabajar a los nueve años. “He hecho y vendido de todo. He sido chofer, cargante, tira basura, albañil, vendedor de garrafones de agua y gelatinas”, dice. Fue mesero en el Parador de José Luis, un restaurante de comida española que ya murió en la zona rosa. Juan era “un buen elemento”: llegaba temprano, era atento y rápido con los comensales, hacía limpieza todos los días y respetaba su estación. Ni modo. Luego vendió fayuca, barnices, vhs. Bebía fuerte, inhalaba activo. “La verdad era canijo.” Luego, Patán y Maribel se pusieron a vender tacos de guisado. La dirigencia de la zona los forzó a claudicar. El gobierno está constantemente forzándonos a entregar las armas. Un año después, Juan y Maribel decidieron preparar aquel pescado a la talla y servirlo en tacos. Afortunadamente, dentro de una vecindad. “Al principio, los vecinos decían que no duraríamos ni un mes. Pero la libramos”, me dice. El restaurante acaba de cumplir diez años. Está lleno, especialmente de jueves a sábado, y es favorito de todas y todos en la manzana. Los mismos de siempre –excepto yo, que vine a interrumpir la paz de esta rutina– entran, saludan a Juan, se echan un taco y regresan a sus labores. También vienen vecinos que cocinan e intercambian guisados: sopes y huaraches por tacos de pescado y pescadillas. 

 
 

A las cinco de la tarde Juan y Maribel limpian, recogen, regresan a su departamento y se preparan para renovar sus insumos. “Cada vez nos cansamos más –dicen–. Regresamos a vender peluches para tener más ingresos. Pero el negocio va a seguir.”

¿Sí? Todo se acaba y se acaba bien pronto. Yo soy de los que come tacos con el Patán y se llena de esperanza. Pero luego me acuerdo de las cosas que el gobierno les hace a quienes cocinan en la calle y se me quita.~

 
06-min.jpg