#25deJulio: Mole y tamales de la tía Pili

 

texto y fotos: Margot Castañeda

I

Pilar refunfuña. Está enojada desde que abrió sus ojos de lechuza, poco antes de que cantara el gallo. Por culpa del perro de don Toribio, el vecino de la derecha, no durmió bien. Con tanto que tiene por hacer hoy con los festejos de San Pablo Oztotepec, no se puede dar el lujo de gastarse la energía peleando con el animal desde su cama, frustrada por el sueño ligero que ha sufrido desde que se casó con Juan.

Hace el desayuno con rapidez y diligencia. Huevos rojos de doble yema que le compró ayer a doña Carmelita, cerca del mercado. Los fríe en la sartén de siempre, sobre el anafre oxidado de todos los días, y los sirve con cuitlacoche y nopales de Santa Ana Tlacotenco asados con sal, salsa de chile de árbol machacada en el molcajete y tortillas que ha palmeado y echado al comal.

—¡Juan! ¡Eber! —grita Pilar desde el patio trasero de su enorme casa fría y hermosa—. ¡Ya hay caldo en la fonda!

—Tía, ¿por qué tenemos que pararnos tan temprano hoy? —pregunto, soñolienta, despeinada y envuelta en una cobija verde epazote desde la puerta de la cocina. Estoy de visita en su casa, en lo más alto de la ciudad de México, porque hay fiesta en el pueblo y me gusta ayudarle a cocinar—. ¿Vamos a ir a rezar?

—No —contesta Pilar—. Hoy es pura talacha, niña. Siéntate a comer. Te bebes todo el atole, eh, no quiero que al rato me estés dando lata con que tienes hambre. ¡Juan, Eber!

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Juan entra sigiloso a la cocina, arrastrando olor a jabón, con la mirada fija en el piso. Atrás viene Eber, corriendo como si fueran las doce y ya hubiera desayunado tres veces. Pilar, en el patio, está sirviendo café para Juan, fastidiado desde temprano, sin dejar de frotarse las manos que guardan, en los callos, los recuerdos de su inacabable trabajo, primero en el campo y después en la tienda de abarrotes que abrió hace un par de años.

—¿Y ahora qué traes tú? —pregunta Pilar mientras pone la taza del café frente a él. Juan la toma de inmediato y bebe apresurado. —No me empieces con fastidios, Juan, te lo advierto.

—Nada —responde el hombre frunciendo su frente tiesa y tostada por el sol y desviando los ojos hacia el perro de don Toribio, asomado hacia su patio, recargado con las patas delanteras sobre el muro de tezontle que separa las casas.

—Juan —dice Pilar mientras voltea los ojos al techo—. No me digas que otra vez no tienes dinero.

—¡Pilar! —interrumpe Juan—. Que no, que no es el dinero, que aquí está cada centavo pa’la fiesta, mira —Juan saca de la bolsa de su pantalón un fajo de billetes de cien pesos y un puñado de monedas de a cinco y de a diez. Coloca con cuidado el dinero sobre la mesa. Pilar toma el dinero con ceño fruncido, boca torcida y sin más palabras que soltar. Deja a su familia comiendo en la cocina y se va a su cuarto a darse una refrescadita con agua de azahar. La sigo. Me pone un poquito de agua de azahar en las muñecas.

Juan es uno de los mayordomos del pueblo. Está encargado de repartir el trabajo de la comunidad entre los otros mayordomos y hoy, el día en que se celebra el santo del patrono —San Pablo—, es cuando más trabajo hay. Pilar está a cargo de la comida para trescientas almas. Lleva un mes preparando los quince kilos de mole y los diez de arroz rojo. Ella secó los chiles pasilla, mulato y ancho al sol en el patio de su casa, molió en el metate la tortilla seca, los plátanos, las pasas, los tomates, la cebolla y el ajo, los cacahuates, las almendras, los piñones, las avellanas, el chocolate que le regaló su comadre Aurorita, el azúcar y las especias. Mandó matar y despellejar a treinta guajolotes y batió la masa con manteca para hacer seiscientos tamalates de frijol y de anís. Juan está a cargo de la bebida para la fiesta, que empieza después de los rezos en la iglesia y la procesión hasta la casa del mayordomo anfitrión, así que debía llegar al mediodía con las garrafas de mezcal que mandó traer desde algún lugar de Morelos.

Son las doce del día y Pilar está el punto culminante de su perenne angustia. Juan ya se tardó y Pilar ha mandado a su ahijada Ana Laura, quien ha venido a ayudarle, a buscarlo.

—Siempre es lo mismo. El cabrón cierra la tienda y se va a beber hasta que ya no se acuerda ni dónde vive —Pilar habla sola en voz alta bajo el sol agobiante y la presión de acabar la cocinada a tiempo—. Pues claro, acá está la de siempre pa llevarse la joda.

Pilar habla tan rápido como piensa. Y piensa como si quisiera deshacerse de todos las ideas de su vida en el menor tiempo posible. Su sueño ligero es quizá consecuencia de que nunca deja de pensar, incluso habla dormida, por eso Juan decidió ya no dormir con ella desde hace dos años, aunque Pilar cree que ya no la quiere. Lo siente. Lo dice cada que puede. Lo piensa cada vez que se calla. Por eso procura nunca estar en silencio.

El perro de don Toribio ladra más fuerte. Pilar refunfuña y se va a la cocina muy acelerada. Yo me quedo moviendo la inmensa cazuela de barro donde se está friendo el arroz. Huele a humo, huele a aceite caliente y a maíz quemado. Ella regresa con una bolsa llena de masa.

—Pensé que ya no había —le digo, temerosa de su reacción. Siempre estoy temerosa de su reacción.

—Ésta es para los tamales del desayuno de mañana, ya ves que a tu papá le encantan —ha bajado el tono de su voz para hablar conmigo. Por alguna razón que no me he puesto a pensar, me tiene más paciencia a mí que a otras personas—. ¿La vas batiendo, mija?

—Sí, tía.

Vacío la masa en una olla de peltre. Le pongo agua, un bote de litro lleno de manteca de cerdo y un poco de sal. Le muevo un poco, con la mano.

—¿Así, tía? ¿Más agua, más sal?

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Pilar es una cocinera intuitiva. Empezó viendo a otras sanpableñas cocinar y terminó por aprender cocinando. Ya me había platicado la receta: “Tantos kilos de masa y tantos kilos de manteca, poquito menos.” Se refería a que la proporción era poco menos 1:1, pero nunca le interesó cerciorarse de las cantidades con precisión. Pilar es una cocinera celosa. No le ha dado sus recetas a sus cuñadas ni a sus hermanas ni a sus ahijadas. A mí sí, porque le conté que me gusta cocinar. A pesar de eso, dudo inevitablemente de sus cantidades. Me sorprende cuánta manteca tienen esos tamales que me encantan, quizá porque son mucho más húmedos y esponjosos que otros tamales del DF, o porque saben a puerco puro, o porque su masa es como martajada —no pulverizada—, o porque solo los como cuando vengo a casa de la tía Pilar o ella va a la mía cuando es cumpleaños de mi papá.

Le pongo más manteca a la masa y empiezo a batir. Pilar le pone más caldo de guajolote al mole que se está empezando a espesar en otra inmensa olla, en otro anafre oxidado. Ya huele a chocolate tostado, a dulce y picoso. Cuando me canso de batir, cambio de mano.

—¡No! —oigo a Pilar gritar desde el anafre del mole—. No, mija, para el mismo lado. No le muevas para el otro. La masa siente. A ver, te relevo.

La observo. Bate tan rápido como habla. Se aferra a la masa con la misma fuerza con la que se aferró a vivir en su pueblo natal a pesar de estar a dos horas y media en transporte público de su trabajo en las cocinas de Centro Médico.

II

Ir a San Pablo Oztotepec se siente como salir de la ciudad. Para mí es como unas vacaciones: se sufre el camino pero se disfruta el destino. O algo así. Hay dos caminos para subir a los pueblos de Milpa Alta. Ambos significan montarse en una carretera de ida y vuelta en la que existe el 99 por ciento de probabilidad de que te toque ir detrás de un microbús que anda lentísimo. Hay tramos bonitos, boscosos, de aire fresco. Otros son obstruidos por alguna procesión al panteón o la iglesia. Lo bueno es que aquí, en los límites del DF y Morelos, se respira aire limpio y se come bien rico.

Cuando Pilar por fin termina de batir, la masa está esponjosa, húmeda y lista para arropar salsa verde frita (con más manteca de cerdo, tomates, epazote y comino) y carne de cerdo. Tomo una hoja de maíz húmeda. Le unto una cucharada de masa, suave, casi líquida. Le pongo media cucharada de salsa verde frita y un poco de carne. Envuelvo. Doblo. Repito.

Yo sólo hago los tamales tradicionales. Pilar hace los que en vez de cerdo llevan quelites, champiñones o queso. Los amarra con un moñito hecho con una tira de hoja para reconocerlos del resto. Al final hace unos veinte tamales con venas de chile jalapeño y les pone doble moñito. Pilar piensa en el gusto de su familia: Minerva no come carne, Miguel come muy picante, a los niños les gustan de queso…

Cuando la olla ya está llena de tamales crudos, Pilar los bendice con prisa y corre a terminar el arroz, a moverle al mole, a tapar las piernas, muslos y pechugas ya cocidos con una servilleta de tela y empieza a batir una nueva masa, la que Eber le acaba de traer, para rehacer los tamalates de frijol. La receta es casi la misma, solo que estos son más pequeños —como para comerlos en tres bocados— y la masa más espesa porque se revuelve con puré de frijol.

Ya se escucha la banda acercándose por la calle principal del pueblo. Suenan matracas, gritos, risas. Pilar, con las manos llenas de grasa se hace a un lado el fleco sobre su piel sudorosa. Resopla.

—Ya vienen los chinelos, mija. Si quieres vete con Eber, yo acá termino de guisar.

Me uno a la procesión de la comparsa que va pasando. A mi alrededor, los chinelos brincan al ritmo de la tambora y los platillos. Me pregunto cómo no se cansan de cargar el traje: un camisón negro de terciopelo, bordeado con olanes blancos y bordado con hilos coloridos, lentejuelas y chaquiras con imágenes de historias indígenas. Lo peor es la máscara, la cara de un bigotón barbudo con pestañas largas y maquillaje pesado. Encima: un sombrero alto con más bordados, más olanes coloridos y plumas, de pilón. Nunca me gustaron.

Eber brinca orgulloso. Yo camino. Los chinelos son tradición morelense pero San Pablo Oztotepec los adoptó para sus fiestas de mayordomía. Milpa Alta es más Morelos que DF, tan alejado del centro y las oportunidades de allá abajo. La gente bebe cerveza, pulque, aguardiente. Los niños brincan y rompen huevos rellenos de confeti en la cabeza de quien se distrae. Ya hay borrachos, algunos inofensivos y otros buscapleitos. Todo está mezclado: el catolicismo de las cruces que unos traen cargando, las leyendas indígenas que los chinelos vienen arrastrando, la tradición del pueblo y el alcoholismo, el espíritu de comunidad y también la violencia machista con la que viven las mujeres como Pilar.

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Caminamos —brincamos— un rato. Ya casi salimos del pueblo porque veo que hay maizales y campos de nopal a los costados del camino. Esta es otra ciudad de México, que me gusta pero me da miedo. El alcohol los tiene acalorados a todos y yo quiero regresar a lo que me reconforta: el calor de los anafres y la frase: “Ya están los tamales.”

La familia entera ya está sentada en la mesa del gran patio. Todos se mueven ansiosos en sus asientos. Ana Laura se ha llevado el resto de la comida a la casa del mayordomo anfitrión pero nosotros comeremos en la enorme casa fría y hermosa de la tía Pili.

Cuando el bote de basura ya está repleto de hojas de maíz vacías, los itacates listos en la mesa de la cocina y nosotros empanzonados y desparramados en la sala, Pilar se sienta, por fin, y pregunta por Juan.

Nadie le sabe dar respuesta. Saben que sí llevó el mezcal a la casa del mayordomo anfitrión pero no llegó a comer a la casa. No llegaría a comer ningún otro día. Entonces ella relaja los músculos, suspira y voltea la vista hacia el cielo despejado. Se da unos segundos para disfrutar el aire tibio que le pega en la frente y dice con más calma que nunca:

—Hoy sí voy a dormir bien.

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III

La última vez que fui a la casa de la tía Pili en San Pablo Oztotepec tardé más en llegar que otras veces. Uno de los dos caminos para subir hasta el último pueblo de Milpa Alta está cerrado, lleno de baches, zanjas y montones de escombro que llevan casi un año en el mismo sitio. Aún no se reparan las seis mil casas dañadas, las avenidas bloqueadas con montículos de piedra, la escasez de agua ni ningún otro daño que sufrió San Gregorio Atlapulco el 19 de septiembre.

Juan ya murió. Eber aún vive con Pilar. Ella, a sus 74 años, ya está retirada de la cocina y de la mayordomía. Ahora va a las fiestas del pueblo con sus propios platos, vaso y cubiertos porque le enoja que las cocineras hayan caído en la fodonguez de comer en vajilla de unicel. Su casa sigue siendo enorme, fría y hermosa. Ahora somos sus sobrinos los que la invitamos a comer. La llevamos tres pueblos abajo, a San Pedro Atocpan, porque ahí el mole está rico, casi como el que ella hizo mil y una veces en su juventud. Los tamales, esos tamales húmedos y esponjosos con masa martajada y sabor a puerco puro que tanto me gustaban, esos sí que no los he vuelto a comer. A mí no me salen. Quizá no les pongo suficiente manteca.~


#25deJulio es un espacio que Margot Castañeda, escritora y editora (y colaboradora de HojaSanta desde el mero principio), dedica a las comidas del recuerdo, esas que nos devuelven a un punto clarísimo del pasado. Pueden seguir la columna en este link