#UnaOrdenconTodo: Dieciséis de febrero

 

por Luis Reséndiz

La tarde del 16 de febrero, 2018, iba a ser tranquila. Me fui del trabajo un par de horas después de la salida estipulada en viernes —de alguna forma, las oficinas donde reina el estrés tienen ese efecto: estar más tiempo, aunque sea perdiéndolo, es un poco una norma de etiqueta— y tomé un uber[1] que me dejó a dos cuadras de donde vivía entonces, en el centro de la ciudad de México. Me bajé y comencé a avanzar —ruido, coches haciendo pendejadas, gente con prisa, con hambre, con cara de no-vale-verga-todo— cuando, por encima de todo el desmadre, escuchamos la alerta sísmica.

El ulular siniestro de la alerta resonaba por todo Izazaga, esa avenida frenética que divide el centro de la Obrera.[2] Parecía que la calle se había suspendido en el tiempo. Los coches, detenidos en medio del pavimento, estaban vacíos, apagados y silenciosos —una rareza a esa hora del día en esa calle—. La gente se acomodó en el amplio camellón mientras una voz comenzaba a rezar esa invocación al mal: alerta sísmica alerta sísmica alerta sísmica alerta sísmica.

Esta foto apareció en La Silla Rota; si alguien tiene el crédito, se le agradecerá.

Esta foto apareció en La Silla Rota; si alguien tiene el crédito, se le agradecerá.

Una morra se quebró conforme el escalofriante sonsonete seguía escalándonos por el cuello. La chica lloraba en el suelo mientras las bocinas seguían escupiendo el sonido. Pasaron unos segundos así. No sé cuántos. ¿Unos treinta? ¿Unos quince? ¿Cuánto tiempo, realmente, suena la alerta sísmica antes de que empiece el sismo? Más allá del tiempo real, el de los segundos o minutos que podemos contar y contrastar, ¿cuánto tiempo mental suena la alerta sísmica en nuestras cabezas antes de que empiece el sismo? ¿Cuántas cosas alcanzamos a ver en esos segundos antes de que la tierra comience a sacudirse como si estuviera harta de llevarnos encima? No lo sé, pero durante esos segundos alcancé a acordarme de un video. Un video del 19 de septiembre que se supone se viralizó por gracioso pero que a mí no me parece tan gracioso, o más bien: me parece gracioso pero no de carcajada sino de risa nerviosa, histérica. En el video se ve un edificio en Izazaga —un edificio intrascendente, mediocre incluso en su fealdad— que llevan rehabilitando desde hace rato. En el video se puede escuchar a una madre que, bajo el pretexto de tranquilizar a su hijo, disfraza un ataque de pánico de benévolo regaño. “Tranquilízate”, escuchamos a la madre con el pinche ulular exasperante de la alerta sísmica de fondo y el edificio enfrente, bamboleándose ligeramente, “¿te tranquilizas o te meto un putazo?” continúa la señora, presentándole a su hijo dos opciones igual de inoportunas, “cálmate, ya se está pasando, cálmate porque te madreo, ¿eh?”, sigue la mujer, sin que haya respuesta del hijo, y después se escucha un sonido seco que, deduzco, pertenece a un zape. “Ya está pasando”, termina de decir la madre mientras los últimos segundos de video se llenan del sonsonete de la alerta sísmica. Se supone que es gracioso pero a mí me causa una angustia inenarrable porque durante algún tiempo visité casi semanalmente ese edificio.

En la planta baja de ese edificio hay un Vips. Fue Gabriel quien me enseñó a ir al Vips, por cierto. Yo venía de Xalapa, donde para desayunar no íbamos al Vips sino a unos desayunos, y en esa época, además, no íbamos a desayunos, sino al cuartel de policía, donde comíamos el menú que le daban a los tiras: café negro azucarado, huevos al gusto, nada de fruta porque esto es el cuartel de policía no un hotel para hijos de la chingada. Con esos antecedentes, la idea de ir a un Vips me parecía más bien extraña, pero a Gabriel le encanta el Vips y no sin razón: ahí, como en el Sanborns, se puede permanecer por horas pagando apenas un café —y cuando hay dinero, una pieza de pan, más propina, cuando menos, tampoco hay que ser marro— y se lee a toda madre, hay internet y, a diferencia del Sanborns, gabinetes cómodos y una comida poquito más decente, acaso por excesiva. A menudo me ha tocado defender al Vips de sus numerosos detractores, que argumentan una supuesta baja calidad de la comida —real hace una década, pero insostenible hoy en día— y lo tildan de ser un lugar “de señores”. Lo de la comida es fácil de refutar, porque el Vips tiene una maestría en desayunos que resulta de verdad envidiable, y solo hay que probar los huevos Vips, con mole y guacamole, o los huevos Oaxaca, o los suizos, que recomiendo particularmente, y eso que no pienso meterme en las minucias de su sopa de tortilla ni en las particularidades de sus enchiladas rancheras gratinadas. Respecto al mote de “lugar de señores”, entiendo por qué se le acomoda en esa categoría pero creo que se comprende mal la función del Vips, que no busca erigirse como un emocionante restaurante de vanguardia sino como un remanso donde la rutina domine la agenda. El Vips es una cápsula de calma: un lugar donde todo siempre funciona adecuada, autonóma e idénticamente, y donde nuestras neurosis pueden echarse a dormir por un ratito. Juzgarlo como otra cosa me parece un craso error, tanto como pedirle un taco de asada al señor de los mariscos.

Mientras veía el video, que me habían enseñado en la oficina, me acordé del montón de veces que había estado en ese edificio que se meneaba con timidez mientras una señora lépera hacía lo posible por controlar el justificado pavor que sentía al ver que la tierra se estaba sacudiendo. Y mientras la alerta sísmica desparramaba su grito funesto por Izazaga y todos nos apretujábamos en medio del camellón, yo recordaba ese video, y como por instinto, un instinto estúpido si se quiere pero instinto al fin, volteé a ver al pinche edificio ese donde está el Vips y donde tanto me gusta comer.

Y entonces sí empezó a temblar.

~

El día del temblor de 19 de septiembre yo estaba pacheco. Vivía en Cholula entonces y escribía guiones para unas cápsulas diarias de noticias con un enfoque humorístico. Comenzaba a trabajar a eso de las siete de la mañana y terminaba por ahí de la una. Fumaba un poco durante la mañana para aflojarme y me ponía a monitorear las noticias y a ensayar chistes que pudieran funcionar. Era un trabajo muy noble, a decir verdad.

Aquella tarde, cuando comenzó el temblor, estaba a punto de terminar. Llevaba redactados ya los guiones para cuatro de cinco notas, y me encontraba a la mitad de la quinta. Iba todo bien: relajado, con esa candidez de la mota cuando viene de bajada. Le pegaba a las teclas de la computadora —desde niño golpeo mucho el teclado, una costumbre que no he podido quitarme después de todos estos años— y hacía que el escritorio se moviera un poco cuando sentí que quizá estaba golpeando demasiado duro las teclas porque el escritorio se estaba moviendo de forma inusual, provocando un sonido ascendente de madera que golpeaba el piso.

No era yo, claro. Estaba temblando y el escritorio brincaba al ritmo del temblor. Un cuadro colgado sobre el escritorio —un cuadro de Batman que me regaló Rodrigo hace tiempo— cayó encima de mi computadora, cerrándola de golpe. Ahí fue cuando tomé cabal dimensión de lo que sucedía. Bajé las escaleras corriendo, cada paso menos apendejado, gritándole a Alejandra que saliéramos de la casa. Una vez afuera, vivimos los últimos segundos del temblor abrazados. “Por favor que ya no tiemble”, suplicaba Alejandra. Pero nadie le hacía caso.

Salimos de la casa esperando que no volviera a temblar. Presa de un pánico y una paranoia espantosos, me encargué de ocupar las escasísimas y preciadas barras de señal de mi teléfono para mandar el guion hasta donde debía, “no fuera a ser que lo necesitaran”. Alejandra luchaba por entrar en contacto con sus padres, que venían en carretera en ese momento y de quienes no sabíamos si habían vivido el sismo o no. Pasamos unas horas en ese estado, rodeados de vecinos que, tan atarantados como nosotros, miraban al piso mientras caminaban en círculos o alzaban el celular a ver si conseguían señal.

Cuando volvimos a la casa, vimos que había una habitación con largas cuarteaduras. A través de una se podía ver el exterior de la casa. Previsiblemente, nos apanicamos y salimos a buscar dónde quedarnos. El aire estaba lleno de aullidos de sirena que cruzaban de un lado a otro y que de pronto se encarnaban en bólidos blancos o azules que iban tirando rayos de luz y que se desvanecían con la misma premura que aparecían. Encontramos un hotel cerca de la casa. Íbamos sucios, apagados. Había un bufet ese día: mucha y muy abundante comida. Chiles en nogada, de los que soy el más acérrimo detractor pero que Alejandra come con gusto. Enchiladas de mole. Pipián. Carne asada. Varios guisos que no alcancé a ver. Era un menú más que decente. Apenas probamos la comida. La gente del restaurante era solícita, pero estaban igual de espantados que nosotros. Comimos como si estuviéramos ahí por error; comimos poco, y mal. Creo que me hice un taco de papa con chorizo. Alejandra apenas meneó una sopa. Nos fuimos de ahí a nuestra habitación pensando en nuestros perros, que dormían lejos de nosotros pero a salvo, y viendo cómo el timeline de twitter se volvía una dolorosa sucesión de muerte y esperanza, una tras otra, interminablemente. Salíamos a llorar al patio cuando leíamos las noticias.

A lo lejos, a la iglesia sobre la pirámide milenaria de Cholula le faltaban dos de sus cúpulas. Nosotros pensábamos en nuestra casa rota y en lo que habría que hacer al día siguiente.

Por la noche, ya casi de madrugada, salí a buscar otra cosa que comer. Encontré un puestito de jochos. Hablé como por media hora con la banda: ellos también pensaron, me dijeron, que se iban a morir. Afortunadamente no pasó nada, decían. Unas horas después ya estaban de vuelta ahí, chambeando en su esquina de siempre. El trabajo es la mejor terapia, decía mi padre. No es verdad pero a veces no queda de otra que vivir bajo ese credo.

Me comí un hotdog y una coca. Pagué y me regresé al hotel. No había ni un coche en la calle.

Esta foto apareció en RPP; si alguien tiene el crédito, se le agradecerá.

Esta foto apareció en RPP; si alguien tiene el crédito, se le agradecerá.

~

Imaginaba qué pasaría si se cayera ese edificio del Vips. Nunca he visto un edificio caerse. No en vivo. Por supuesto que he visto, miles de veces, los videos de las Torres Gemelas, y por supuesto que he visto videos de bombazos y demoliciones, pero nunca he estado cerca, nunca he sentido el ruido, el pánico, la muerte en forma de nube de polvo.

Ese día ahí, en medio de Izazaga, me imaginaba qué pasaría si ese dichoso edificio se cayera. No sabía cómo se caería, de entrada. No sabía si caería como una demolición, colapsando sobre sí mismo, o como una torre, cayendo al suelo cuan largo es. Si era así, pensaba, ojalá no destruyera nada, o no gran cosa, pero sobre todo, ojalá no destruyera la esquina de Bolívar y Nezahualcóyotl, a una diminuta cuadra de distancia, donde a esa hora estaban ya puestos los ricos tacos de guisado: sin nombre –o, más bien, con un nombre meramente ontológico–, esos taquitos de ocho pesos (seis, antes de que Peña Nieto nos hiciera abandonar toda esperanza) son una espléndida unión de escasez y sabor. El taquero, a menudo rodeado de una serie de personajes que serían de ficción si no resultara que son reales, sirve con estoicismo y cordialidad sus guisos mientras se da tiempo para platicar con sus compadres y echarle ojo al bistec en salsa verde que reposa a sempiterno fuego lento en la estufa. A esa hora el puesto ya estaba bien instalado y mi taquero ya estaba despachando: si se cae el edificio, pensaba yo mientras abajo la tierra se acomodaba las tripas, ojalá que no le pase nada a ese cabrón.

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El temblor pasó, como todo siempre pasa. Subí las escaleras de mi edificio —donde ya había vivido otro temblor antes, de madrugada— y caminé como un zombi hasta mi cama. Ahí pasé un rato, entre scrolleando el teléfono, conteniendo una marejada de ansiedad y dormitando. Hablé con la gente que necesitaba hablar —todos estaban bien, por fortuna— y quedé de ver a Alonso en La Sirenita, ahí en Regina, a dos pasos. Nos vimos un par de horas después del temblor. Parecía que nada había pasado, que todas esas personas jamás habían presenciado un sismo: la gente estaba ya en los mismos bares de siempre, chupando cervezas de sabor[3] y tragando alitas híper picosas. Ahí, en La Sirenita, todo jalaba como siempre: los meseros, corteses y directos; los mariscos, frescos y al tiro. Me comí un coctel generoso y un aguachile. Alonso y yo no podíamos dejar de hablar del sismo, primero, pero luego nos seguimos, toda la noche, hablando de un solo libro. La espuma de la noche de Regina —como se sabe, el DF no tiene una sola noche sino que, aléphicamente, alberga todas las noches— subía ya, llenando el aire de ruido y carcajadas y olor a mota y a chupe y a pizza y a tacos y a cigarro y a sexo y a chemo y a caca de perro y a un poquito, pero tan solo un poquito, de miedo, un miedo que apenas se olía si uno ponía atención pero que fácilmente se podía dejar de percibir, perdido para siempre entre los infinitos efluvios de la ciudad de los temblores.~


[1] El uber en el DF me parece particularmente ilustrativo de las cosas que están mal con esa ciudad: no es una solución al problema del tráfico ni del transporte público, sino un paliativo aburguesadísimo, estúpido por donde se le vea excepto por la peor lógica del capital, que no pretende solucionar los problemas sino beneficiarse económicamente de ellos. Y, sin embargo, a pesar de que sé todo esto y sé que está mal y sé que quizá estaríamos mejor si nos organizáramos y nos volcáramos a las calles y detuviéramos la producción y exigiéramos, qué sé yo, que renovaran toda la flota de camiones de la ciudad o que duplicaran el número de trenes del metro o que legislaran a los coches privados —o que al menos se hiciera cumplir la legislación existente—, a pesar de todo eso, pues, me sigo subiendo al pinche uber cada que tengo un mal día y no tengo ganas de verle la cara a nadie mientras avanzo —milimétrica, exasperadamente— en el pantano vehicular de la Ciudad de México.

[2] No según la ficción de los mapas, dado que el centro se extiende aún unas cuadras más allá, hasta Chimalpopoca, pero sí según la práctica de todos los días, donde pareciera que hasta la infraestructura sabe que después de Izazaga no hay que esforzarse tanto.

[3] Debo decir que esas madres me parecían, secretamente, una aberración. Nunca las había probado, por supuesto, pero conceptualmente, digamos, me repelían y, por lo tanto, yo creía que mi prejuicio era sólido y basado en la realidad. Es fascinante la forma en que tendemos a racionalizar nuestras ideas más pendejas. Recientemente, en un viaje a San Luis Potosí del que ya luego escribiré más en forma, finalmente las probé. Por supuesto, todos mis prejuicios se derrumbaron ante mis ojos: pueden ser estupendas.