#UnaOrdenconTodo: Taco árabe sudado: el milagro del ingenio

 

por Luis Reséndiz

“Una frase hecha penetra por sutilezas que escaparían a toda definición”, escribió Chesterton alguna vez, solo para después abundar en lo difícil que le sería a Henry James escribir algo con la tersa precisión que tiene el conocidísimo “me sacó de quicio”.

Chesterton, se sabe, pertenece a ese filoso tipo de mente —al estilo de Borges, de Thoreau, de Twain— que rara vez conoce el error, y aun cuando lo hace, escribe todo tan bien y tan bonito que es inevitable pensar que está en lo correcto. En este caso, para no variar, de nuevo tiene razón: los dichos y las frases hechas son inigualables en su precisión, en parte porque su proceso de cocción es distinto al de la literatura creada por un genio solitario, influido por un abultado número de escritores, naturalmente, pero a fin de cuentas limitado. En lugar de ser rumiadas por un escritor solitario durante un tiempo penosamente finito, las frases hechas son lentamente pulidas por el flujo de generaciones y generaciones de hablantes, en un proceso análogo al de las rugosas rocas rivereñas que devienen tersos guijarros a través de la paciente mano del río. La más acabada frase de Rulfo fue trabajada una minúscula fracción del tiempo que ha sido trabajado un refrán como “Entre menos burros, más olotes”. Échenle ojo a uno de esos rastreos filológicos de dichos y refranes para que vean que no miento.

06162018_unaorden-taco arabe sudado.jpg

Es por todo lo anterior que uno puede notar la apabullante precisión de ese viejo proverbio, “La necesidad es la madre de la invención”: es verdad que el apuro, la urgencia por encontrar una solución, derivan en que el cerebro se vea empujado a deambular por senderos poco transitados, por veredas desconocidas que desembocan en soluciones inesperadas.

Un taquero me lo demostró hace algunas semanas.

Cerrábamos una peda en Profética, una bonita y chingona librería y restaurante en el centro de Puebla. Todavía sin disposición a terminarla, caminamos unas húmedas y empedradas cuadras hacia una antigua cantina poblana, símbolo de resistencia a la maldita gentrificación: La Terminal. La Terminal es el lugar que tienen en mente aquellos diseñadores de interiores que intentan —infructuosamente, una y otra vez hasta el fin de los tiempos— darle un aspecto barriobajero a los restaurantes que, ingenuos, los contratan.

Fundada en 1963 y bautizada así en honor a su primera y más abundante clientela: los choferes de autobús de ADO, AU y Estrella Roja, La Terminal aparenta todos y cada uno de sus años, y los lleva con orgullo en sus paredes de pintura agrietada, salpicadas con antiguos retratos del Che Guevara, sus viejas mesas de madera maciza y en su tapanco al fondo de la cantina, donde se acumulan bicicletas, bocinas usadas, reproductores de dvd inservibles. Los lleva, también, en sus potentísimas sangrías o “vampiros”, hechas con lo que parece ser un destilado proporcionado por el diablo en persona —durante esa noche pude ver, en tiempo real, a alguien terminar de emborracharse, trago a trago, con esas sangrías desgraciadas—. En La Terminal se bebe bien y bastante, y ahí estábamos, pidiendo sangrías y cubas bajo un letrero que rezaba “Es viernes y mi <del>cuerpo</del> nariz lo sabe”.

Platicábamos: ¿alguna vez te han arrestado? Contábamos las anécdotas y el exigente público de nuestra mesa —versado en portentos narrativos de la talla de Friends— calificaba si la historia era verosímil o no. Los relatos iban de lo francamente inverosímil —“Me levantaron porque me madreé a un policía”— a lo perfectamente plausible —“Me levantaron porque me madrearon en la calle”—. Sin embargo, el hambre, como tantas veces, se abrió subrepticio paso entre nosotros mientras seguíamos pidiendo más sangrías a la barra. Vimos la hora: daban casi las tres de la mañana, y no se divisaba ni una sola taquería a tiro de piedra. Tampoco queríamos levantarnos e interrumpir el libre tránsito de vampiros, así que optamos por quedarnos sentados un rato más, en lo que ideábamos alguna solución.

No tuvimos que pensar mucho —no habríamos podido, de cualquier forma, debido a las numerosas cubas y sangrías que ya nos habitaban—. La solución llegó solita, en forma de un taco árabe con salsa, envuelto en un plieguito de papel estraza y extraído con primor del interior de una neverita. El invento nos sacudió: la sencillez del ingenio rápido estaba ahí, y también el feroz ojo comercial de un taquero que sabe que, inevitablemente, los borrachos van a querer comer. Nunca había visto esa forma de vender tacos árabes: en general, pues, los tacos se preparan y se venden más o menos in situ. Incluso los tacos de canasta —esos artificios de lo portátil— se despachan en un solo lugar. Tiene sentido: el taco, generoso, se desparrama, se expande, escapa del dominio de la tortilla, que no es tanto un contenedor sino una cama. En consecuencia, algunas variedades de taco son difícilmente portables, a diferencia de las tortas, los sándwiches o las quesadillas —hablo exclusivamente de las que usan el queso como ingrediente y pegamento, no de las que no llevan queso.

El taco árabe, sin embargo, está un poco más presto a ser llevado sin desintegrarse. A diferencia del taco de pastor, que procesó la influencia mexicana a grado tal que solo conserva parte de la preparación de la carne y su disposición en un trompo, el taco árabe mantuvo además su tortilla de pan árabe, más gruesa y firme que la tortilla de maíz, que tiende irremediablemente a abrirse. La tortilla árabe, en cambio, es más domesticable: al ser más rígida, es más fácil de doblar sin que se deshaga el taco. Envuelto, además, en su plieguito de papel estraza, los tacos de este taquero son maravillas de la portabilidad y la resistencia. La hielerita era otro gran toque: acostumbrado a verlas portando solo bolis o helados, este uso inesperado —transportador de tacos árabes— me agarró en curva por completo. En aquella modesta invención convivían una serie de influencias y de obras previas: la noble tradición de ofrecer alimento cerca de las cantinas como base de la idea; el taco de canasta como un claro antecedente de la idea de un taco portátil; los tacos árabes de siempre, con su sagaz papel estraza envolviéndolos a manera de solución al problema del taco portátil; los bolis (o tortas o sándwiches) en hielera como el último toque de portabilidad: uno que conserva el calor y le añade un toque inusual en el taco árabe: el “sudado”. Taco árabe sudado.

El taquero llevaba dos tipos de tacos árabes: con salsa y sin salsa. Pedimos, naturalmente, con salsa. Veinte pesos el taco, con propina, servido en la mesa de la cantina. El taquero se fue y nosotros seguimos platicando, pero desde entonces no deja de darme vueltas en la cabeza el ingenio de aquel taquero que, como un poeta, un carpintero o un futbolista, se adueñó de las múltiples soluciones creadas en su disciplina para crear una solución nueva e inesperada. Como el lenguaje o la música, la cocina callejera es un tejido creado a partir de innumerables cruzamientos entre distintos hilos. Vaya: como dice el dicho, “no se dice nada que no se haya dicho antes”. ~


#UnaOrdenconTodo es la columna en que Luis Reséndiz, autor de Insular (2015) y Cinécdoque (2017), explora la comida de las calles –la comida en movimiento– con una mirada afilada. Pueden seguirla aquí.