Aguacate de Sabinas Hidalgo

 
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La señora Raquel vive entre aguacates. No es sólo un metáfora acerca de lo mucho que ella y su familia le han dedicado a este fruto: es una verdad innegable que en su hogar los aguacates son compañeros tan estrechos como una familia. Los aguacates están por doquier: árboles inmensos que le han dado sustento —y alegrías, y comunidad— por años.

Los injertos de aguacate, nos platica Raquel, son la base de la producción. En cierta forma, la plantación de aguacate aún conserva mucho de artesanal. La ingeniería genética es sustituida por una cuidada y minuciosa injerción de variedades. “Al aguacate desde chiquito hay que injertarlo. Si tú dejas un huesito en tu casa y crece, no lo vas a garantizar. Sí te va a dar aguacate, pero no lo vas a garantizar porque es corriente. Mejor hay que pedir el injerto, la yemita del que tú quieras, del que esté acostumbrado a producir, para que sea árbol bueno”, nos dice, y remata con una sentencia: “Aquí los nuestros son todos injertados.”

La producción aguacatera de Raquel viaja por el mundo. A esos aguacates viajeros, nos platica, “los abrimos, les sacamos la semilla y los volvemos a cerrar, se les pone una especie de pegamento y no se oxidan, se conservan”. La semilla, que se queda en tierras neoleonesas, tiene muchas propiedades. “Si te metes al internet, verás que el hueso del aguacate es una maravilla. Hacen aceite.” nos platica Raquel. Su conocimiento del fruto cuya cosecha es su proyecto de vida es inmenso y, como ella misma, generoso: se da sin mirar a quién. “Cuando la gente viene a comprar aguacate conmigo nunca le cobro lo que se pasa del kilo. Nada de que son cien, doscientos gramos de más. Se va con todo”. Quizá por eso es que sus árboles no dejan de producir y sus exportaciones no dejan de crecer. En esa generosidad —esa desinteresada manera de ver el mundo, no como una fuente de lucro sino como un sitio al que hay que devolverle lo que nos da— se cifra la prosperidad de todo negocio.

No es un mal plan financiero.