#EspeciasMenores: El fantasma del gusto

 

texto e ilustración: Pablo Duarte

El gusto es un engaño. Lo que sí es: es un fantasma que ha fingido poseer la lengua todo este tiempo. Se ha hecho fama de dominar esa mole sensitiva, de ser el alma que conduce e interpreta. Pero, resulta, es un timo. El gusto lingual, en todo caso, es apenas una sugerencia; eso, una aparición. La verdadera ejecutora, la verdadera posesión sucede en la nariz.

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La ciencia y los desafortunados confirman que no hay gusto sin nariz. Anosmia es la nomenclatura, y puede ser transitoria gracias a todo lo sagrado., Las sociedades de pacientes y las memorias de alguno de sus sobrinos más aventajados, William Wordsworth, cuentan que tenían que fingir que sí conocían el perfume de las flores. (Tarea pendiente: una lectura profunda de las estrofas del vate de Cumberland en clave de olfato nulo.) Sabemos poco más de su dolencia, aunque quizá sea conveniente asumir que no era total y más bien habrá sido alguna de esas anosmias eventuales. Quizá nomás era un mormado persistente. Para cualquiera que padezca verdadera clausura nasal habrá algunas explosiones de papilas, algún picante y tal vez alguna otra piadosa generalidad, pero ni de cerca el HD de los sabores cotidianos. Para quienes, por un accidente o un mal congénito, padecen el infortunio de la homogeneidad sin gusto, queda solamente el recuerdo o la ilusión. O la ventana del edificio.

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Nariz de bronce. De serlo, me ocultaría detrás de ese pseudónimo para firmar mis críticas gastronómicas. “En conclusión, este platillo no sabe a nada. Atentamente, Nariz de bronce.” O de piedra, cualquiera de las dos. No habrá engaño y será preciso: en mi caso, el gusto es pétreo, broncíneo: casi Wordsworth. No lo es por herencia sino por falta de práctica –qué mundo chico el de los que fuimos remilgosos–. Aún así, hay ocasiones, escasas y memorables, en las que esa torpeza casi anosmia, que he aprendido a llevar como castigo por ser un infante chillón, cede un poco y todo cambia.

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Sucedió otra vez hace unos días. Mañana fría de aromas quietos. Por la acera íbamos varios; todos oficinistas, todos silenciosos. El señorío del hollín y los monóxidos impregnaba la avenida y avasallaba. Catadores de motores de combustión, apuesto que podríamos adivinar modelo y última afinación sin mucho entrenamiento. Y de pronto una nube, minúscula y precisa: cebolla frita, tal vez salteada, en un sartén ya muy aplaudido.

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Perdón, pero Nicanor Parra en un poema escribió estos versos infaltables:

Ay de mí, ¡ay de mí! Algo me dice
Que la vida no es más que una quimera:
Una ilusión, un sueño sin orillas,
Una pequeña nube pasajera

Fin de la digresión.

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La aparición es deslumbrante, exagerada. Esos dos o tres jalones al vapor tibio que la temperatura no apremia a dispersar parecen contener historia y alma. En mi caso el repertorio es hogareño –un par de episodios de batalla entre mis padres aliviados por el escape a la cocina de mis abuelos mientras ellos consolaban mi inseguridad con calladas arremetidas contra una cebolla blanca cuyo sacrificio inauguraba el huevo con salsa verde por venir–, amoroso –ese arrebato vaporoso del sartén lleno de rodajas de cebolla porque ya viene P. y no quiero arruinar la cena sorpresa–, y etcétera pletórico. No tendría por qué ser algo elegiaco solamente. Bien podría ser también una manifestación más contundente: tan contundente como un merengue. El Center for Genomic Gastronomy, por ejemplo, materializó este fantasma en la rotunda esponja de un merengue. El proyecto es genial y un poquito asquerosito. El platillo es, según dicen, 99 por ciento aire, huevo todo lo demás. Los chefs entonces prepararon merengues usando 99 por ciento aire ambiente de distintas azoteas en Bangalore. Y luego en otras zonas. Hechiceras, exorcistas, hicieron comestible eso que Nicola Twilley llama “aeroir”. Emotivo o comestible, a fin de cuentas, el gusto es un fantasma.

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A quién no le ha pasado y justo el punto es ese: todos tienen el recuerdo vivo de un encontronazo en plena calle. Mierda, autobús, basura olvidada por semanas, una meada de perro o de paseador, cigarro, taxi, auto, auto, auto, auto y de pronto una punzada cruel y entusiasmada. Y lo que es más, todos tenemos en el imaginario una cartografía afectiva de aromas. Ese nubarrón de cebolla frita ocurre en esa cuadra, entre la tienda de jugos y la estética. Pero hay otro, en una esquina frente a una gasolinera, donde la cebolla parece nadar en una piscina de más hondo aceite requemado. Y otro más en un carrito de tacos malqueridos cerca de una tienda de conveniencia. Mucho más ambiciosa y sistemática, la artista y diseñadora Kate Mclean creó mapas olfativos de ciudades varias y un protocolo personal para recabar esta información. En sensorymaps está alojado el resultado del proyecto y la incitación a retomar el impulso y trazar el lazo afectivo entre el hervidero de la calle y el fantasma del gusto. El final de este texto es el inicio de una tarea pendiente: ir acumulando, con más rigor que solo el corazón y el entusiasmo, la cartografía de olores personal; en otras palabras, seguirle el rastro, plumón y papel en mano, a los fantasmas.~


Aquí, un mapa de los olores de Ámsterdam.


#EspeciasMenores es la columna de bellas pequeñeces del escritor Pablo Duarte en HojaSanta. Síganla acá.