Un poquito de gratitud

 

por Luis Reséndiz; foto: ocweekly

Hoy nos reunimos para dar gracias por los venenos.

No por el cianuro o por el matarratas, aunque ciertamente han cumplido su cometido en más de una ocasión, sino por otros venenos, no tan definitivos, pero sí mucho más deliciosos.

Hablo, por supuesto, de la comida poco saludable.

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Vivimos, acaso como siempre hemos vivido, tiempos de regañar al prójimo. A diferencia de lo que muchos espantadizos creen, el grosero hábito de señalarle al de enfrente en qué se equivoca no nació con Twitter, aunque ciertamente esa y otras redes le han servido de megáfono a esa nefasta costumbre. Desde tiempos inmemoriales, a los humanos nos encanta darle rienda suelta a nuestra neurosis mediante la imposición de pequeñas normas de costumbre, por lo general subjetivísimas y bastante unilaterales. La prohibición de decir y hacer determinadas cosillas emana más de las ganas de que el otro diga y haga lo que nosotros consideramos correcto que de un sentido abstracto de moral, bastante inexistente por lo demás, que flota prístino en el aire sin ensuciar su plumaje.

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Así, existen los que reprueban grandemente cosas tan banales como unas pinches chamarras —una de las veces que más asombrado de la idiotez imperante he estado en mi vida fue cuando las chaquetas de Mexico is the shit se convirtieron, de alguna inexplicable forma, en un termómetro ético, bajo la visión de algunos infames tuiteros— o a los mexicanos que deciden celebrar Thanksgiving, o a los que decimos mexas o stalkear. Encuentran, en su dignísima indignación, una supuesta resistencia a la colonización —como si tal cosa pudiera detenerse porque uno decide protegerse del frío con una tela con determinado estampado o porque uno deja de comer pavo en determinado día para comerlo en otro, unas semanas después.

Naturalmente, esas son puras masturbaciones mentales: nada detiene el flujo de la masa humana, que hace lo que quiere cuando quiere y como quiere desde hace ya bastantitos milenios, y nada detiene la codependencia entre México y Estados Unidos, donde unos conservadores tan miopes como los de acá consideran que sus niños y niñas no deben aprender español porque van a hacerse menos gringos. (Carlos Monsiváis fue presa de este pánico: hace cincuenta años escribió que estábamos ante “la primera generación de estadounidenses nacidos en México”. Cinco décadas después, bueno, la afirmación da más risa que otra cosa, aún cuando todavía hay algunos espantadizos capaces de suscribirla.)

En el interior de cada uno de nosotros, decía Antonio Alatorre, hay un corazoncito que se resiste al cambio, a lo diferente. Ese corazoncito es el de un dictadorzuelo bananero, molesto porque sus súbditos no usan los cubiertos como es debido. Todos lo tenemos, nos guste o no, y a menudo quien más reniega del suyo es quien más a flote lo trae. Una vez fuera, el dictadorzuelo, como suelen hacer los de su calaña, no se detiene en una petición: busca limitar más y más, hacer que el resto siga sus caprichos.

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Como es previsible, la comida también es objeto de esos dictadorzuelos desatados. Legislan contra la sal en la mesa. Exigen que se retiren las bebidas con azúcar. Solicitan que se prohíban los alimentos con glutamato monosódico y que las harinas refinadas sean prohibidas.

Por supuesto, esas cosas pueden ser puestas de forma más o menos sensata: la sal en exceso puede resultar perjudicial para la salud, de igual forma que el azúcar y el glutamato y las harinas refinadas. Es bueno y hasta deseable que exista información pública al respecto, y también que las tiendas —los oporporós, los súpers— tengan opciones a esas sustancias, que ciertamente han monopolizado la oferta de alimentos industriales. Esas medidas, las que buscan informar y educar, son bienvenidas, y personalmente las encuentro hasta urgentes y necesarias.

Lo que ya no es ni urgente ni necesario es andar jeringando al de a lado para que haga lo que uno quiere. Una de las libertades más irrenunciables de nuestra especie es la de envenenarnos con lo que se nos venga en gana, sin que nada ni nadie, y mucho menos el estado, intervenga en el camino que va del plato a la boca. Mi dictadorzuelo, con el que lucho todos los días, tiene sin embargo una propuesta: dejar de darle lata al otro por fascinarse con lo que nos repele; dejar de creer que somos mejores porque comemos o festejamos menos; permitirnos un poquito de paz mental mediante la siempre sensata decisión de dejar que el otro haga lo que quiera a gusto mientras no esté dañando a nadie. En esta ocasión, reunámonos alrededor de la mesa para dar gracias: por los que celebran Thanksgiving y también por los que no; por los que rechazan envenenar su cuerpo con basura y también por los que decidimos hacerlo gustosamente; por los que deciden que nada humano les es ajeno y abrazan y saludan a todas las influencias que les llegan, y también por los que no.

En esta ocasión, reunámonos alrededor de la mesa y demos gracias por los deliciosos venenos con los que decidimos combatir lo insoportable de esta vida.

Amén.~