Travesías culinarias

 

por Adrián Espinoza

 «El monarca recién desembarcado merece los festejos con que lo reciben. Su presencia, como al emperador toca reconocer, es de veras magnífica»[1]

 Al comienzo de Las comidas profundas Antonio José Ponte imagina un episodio histórico de singularidad gastronómica. Imagina la espera del emperador Carlos V en el Alcázar de Sevilla. El emperador, cuyo imperio abarca medio mundo, espera al monarca de uno de los recién adquiridos territorios de ultramar. La escena se sitúa próxima al descubrimiento de América. El emperador que propone la prosa de Ponte se encuentra ansioso: se sabe atrapado dentro de la paradoja de regir ante un reino sobre el cual jamás se pone el sol y de no poder, por su propia posición, conocer personalmente la vastedad de su territorio. Carlos V está obligado a depender de otros para el conocimiento de su imperio; depende de la percepción, de los sentidos de miles de súbditos que componen el aparato burocrático imperial que le reporta. Sin embargo ese día, el que imagina Ponte, el emperador no leerá un manifiesto ni una crónica y tampoco verá una rendición artística, sino que conocerá personalmente a este rey americano, su nuevo vasallo. Por fin la procesión anuncia la llegada del esperado y recién subyugado rey: guacamayas; colores; oro; súbditos del recién adquirido territorio; tesoros variados y, al centro de la procesión, el monarca rodeado en un velo de misterio tan grande como la distancia que ha recorrido a lo largo de su travesía atlántica.

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Hasta este momento la narración del autor no propone extrañeza alguna en su entramado. Sin embargo, la temática que ocupa a Ponte es —como el título anuncia— la comida, y ahí radica su punto de inflexión, el lugar donde se desdobla el sentido oculto del cuento de Ponte. El rey que arriba para presentarse ante la corte en Sevilla no es una persona, sino naturalmente comida; es una fruta: una piña. El emperador, al tanto desde siempre de la naturaleza de su huésped, la toma por fin en sus manos, la observa y la huele, la toca, se muestra absorto bajo el hechizo olfativo que la fruta conjura sobre él. La fruta en ese momento representa para Carlos V, por lo que es y por su procedencia, la totalidad inaccesible de su imperio. Tras este primer momento que parece ser el preludio de un beso, de una ingesta que detiene el tiempo en la corte, Carlos V opta al fin por no probar la piña. El emperador comprende los dos estados de singular soledad que están en juego: uno, en el que se encuentra la piña, única fruta de su tipo en el continente europeo, y otro, en el que caería él de probar su delicioso sabor. Si la probase podría enamorarse, quedaría encantado por el sabor de la fruta americana y quedaría también separado de su amada por la vastedad del Océano Atlántico, sometido a un estado de permanente melancolía.

«Se conoce incapaz de comerla una vez y pasar luego sus días sin volver a tenerla» 

Así, el destino de la Reina Piña es ser devorada por los miembros de la corte mientras Carlos V se retira de la escena. La narración de Ponte continúa y se sostiene singular y entretenida, de una alta composición literaria. Las comidas profundas es uno de los libros más notables de la literatura cubana del siglo pasado, su crítica al Estado cubano del Periodo Especial destaca por su agudeza y precisión. Es sin embargo en este primer momento del libro, en los pasajes que el autor dedica a Carlos V, en donde encuentro un par de posibles consideraciones sobre la comida que quisiera compartir.

Por un lado la sinécdoque, el tropo literario mediante el cual una parte representa el todo, mediante el cual la piña es la vastedad del imperio. Por otro, lo que el recurso literario captura: la idea, literal, de que un elemento culinario puede representar diferentes formas de totalidad: un país; una región; un continente. A su vez, en lo anterior, la implícita capacidad de la comida de ser espacio físico, una denominación de origen, y por ello ser un elemento de cohesión, de comunidad y de identidad. Somos lo que comemos en el sentido estricto y biológico de la nutrición. Somos también culturalmente aquello que comemos; somos nuestros sabores, nos manifestamos a través de ellos de la misma manera que nuestros sabores nos predeterminan. Al negarse el emperador del texto de Ponte a probar la fruta, se niega a sí mismo la posibilidad de aprehender a sus nuevos súbditos, de trasladarse a través de ese objeto a las tierras que de otra forma no puede visitar. Si la fruta viaja de ida a Europa encumbrada como monarca es porque contiene en sí misma la esencia, el ethos, del Nuevo Mundo. En el encuentro entre estos dos mundos, en el viaje de la piña del cuento de Ponte, se funda también la posibilidad de pensar en lo global como una de las pre-contingencias del eventual devenir local en la gastronomía. La Reina Piña que viaja hacia el Alcázar de Sevilla es el modelo de la literatura de Ponte, sin embargo el modelo literario hace eco de otros viajes culinarios: el jitomate emprendió su propia travesía atlántica y tras su llegada a Europa, a Italia por ejemplo, terminó por convertirse en uno de los ingredientes fundamentales de lo que hoy es la gastronomía italiana.

De esa manera la comida, y particularmente la cocina, son formas tanto de conocer al otro como de iluminar espacios oscuros en el mapa. Decir que viajar y comer son dos actividades inalienablemente asociadas es recurrir a una obviedad, una obviedad sin embargo útil. En ese sentido vale la pena considerar una de las posibilidades a las que puede guiñar el texto de Ponte, y ésta es que la comida es uno de los conductos mediante los cuales nos reconocemos mundiales. Si se come se viaja, sí, pero al comer también se encuentran similitudes, se develan afinidades, se recortan distancias que nos separan del otro y en ese acto se origina un sentimiento. Comer es, y el Carlos V de Ponte lo supo ver, una labor de entrega al momento; comer es una labor de afecto.~


[1] Todas las citas del texto pertenecen al capítulo uno de Las comidas profundas por Antonio José Ponte.