Oda al mar

 

por Jorge Pedro Uribe; fotos: Felipe Luna

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I

La mar es un superlativo. Más utilizado en otros países, pero en México igual lo entendemos sin problema. Así, decimos que alguien es la mar de guapo o que un dorado con mantequilla quemada y alcaparras es la mar de sabroso (después de, por decir, unos huevos rotos o un taco de chorizo de atún y antes de una pana cotta de hierbabuena). Emoji que babea. Por la comida y el guapo. Mar es una bella palabra que nos regala el latín, documentada por primera vez en castellano tan temprano como en el siglo XII. Unos quinientos años más tarde describe Balbuena la grandeza mexicana por medio de endecasílabos difíciles de olvidar: En ti se junta España con la China, / Italia con Japón, y finalmente / un mundo entero en trato y disciplina. Se refiere por supuesto a los mares que nos siguen conectando con otras poderosas naciones. A propósito que bien pocas pueden jactarse de contar con puertas tan abiertas, tan de par en par. En nuestro caso a través de Veracruz y Acapulco, pero también otros puertos. En la década de los ochenta mi familia y yo vacacionábamos cada año en Ixtapa Zihuatanejo, lugar blanco de población históricamente negra. Nos hospedábamos en el famoso hotel diseñado por Ricardo Legorreta (pero el mar lo conocí en Málaga). No volví en varios años, y cuando lo hice hubo un terremoto que me despertó de un sueño en el que comía mariscos. De abuelos malagueños y de la ciudad de Campeche, era imposible que este señor no sintiera una conexión especial con el mar, máxime habiendo pasado la pubertad cerca del puerto de Veracruz. Conexión comidística, habría que agregar. Agua de chía en el campechano barrio de San Francisco, porra antequerana con atún, caldo de jaiba en los portales de Córdoba, arroz a la tumbada en una cantina de la Huaca, huachinango a las brasas en Ixtapa. Casi se diría una biografía. Mis mejores recuerdos gastronómicos han sucedido muy próximos a la brisa marina.

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II

Ahora lo feo, que también las odas pueden incluirlo. Del mar han venido grandes males. Invasiones extranjeras. Enfermedades. Huracanes. O esa ola que por poco me ahoga de niño. Además, la brisa parece exaltar los apasionamientos de algunas personas, como a otros la luna llena o el alcohol o el enamoramiento: no hay viaje a la costa que no haya traído experiencias melancólicas. A la capital cubana fui con mi papá escasas semanas antes de su muerte, y desde entonces no he querido regresar. A una cuadra del malecón, en otro viaje a La Habana, me puse tan triste que me tuvieron que inyectar quién sabe qué cosa en una clínica para acabar despertando en el departamento de una anciana en la calle de San Lázaro. Hasta me cocinó unos huevos. Me acuerdo del Parque Maceo desde su balcón, poco más. Una vez pasé año nuevo en La Paz alicaído, solo, hambriento, sin saber cómo llegar al hotel, no pasaba un solo taxi (#whitepeopleproblems). Las memorias más nubladas, literalmente, las tengo vinculadas con Boca del Río, y eso que todavía no la arruinaban con edificios. Es mi Venecia, pero aquí yo era Tadzio. ¡Cuánto me he aburrido después de cuatro o cinco días en el precioso San Pancho! Hasta las lágrimas (de cocodrilo). Algo tiene el mar que enfurece o saca de quicio, qué será. A veces me dan ganas de llorar, / pero las suple el mar, escribió el villahermosino José Gorostiza. Estoy de acuerdo un montón. El mar es un superlativo.~