Allá las tortas: Cine mexicano y lucha de clases

por Alonso Ruvalcaba

 
 

El legado del melodrama en el cine mexicano es riquísimo pero consumidor. El melodrama es nuestro género. Y en el melodrama nacional la escisión entre los buenos y los malos, pero sobre todo entre los ricos (ustedes) y los pobres (nosotros), es brutal. Es una relación de versus con ocasionales cruces de frontera a través del amor. Es nuestra forma principal de relacionarnos. Ustedes: ricos, transas, culeros, pipirisnáis, gringos, albureables; nosotros: pobres, honrados, mexicanos, valedores, albureros, tururú. Por supuesto, siempre se han hecho películas sobre las problemáticas clases medias mexicanas, pero, como en toda telenovela que se respete, ellas son las que se han quedado en la periferia.

Visto desde el lado del esperanzado o el optimista, la comida al centro de la mesa o calentándose en la estufa tiende a crear y estrechar lazos. Visto desde este lado, la función de la comida es de tajo, de escisión. La comida nos separa del otro y nos sirve para señalar su otredad. El otro vive en el error. Ustedes los ricos: comiendo sus horribles platos respingados franceses, sus hamburguesas, sus hot-dogs, en restaurantes enmantelados y en sus casas de oro en las Lomas; nosotros: alimentándonos de tacos de carnitas, de molito, de tortas delgadas de jamón y ensanchadas con un montón de aguacate y cebolla, alimentándonos de esquites, de patitas de pollo hervidas, en el puesto de Tepito o la Merced. Es una ruptura atávica y alimenticia que llega hasta lo más reciente del cine mexicano. Ya lo veremos.

 
 
Acá las tortas (1951)

Acá las tortas (1951)

 
 

La obra primordial del género melogastronómico es Acá las tortas (1951) de Juan Bustillo Oro, cuyo título alternativo es Los hijos de los ricos. Don Chente (Carlos Orellana) y su esposa doña Lola (Sara García, para que se den una idea del talante de esta película) tienen un negocio exitoso: la tortería Acá las Tortas, «trabajo duro» que les ha dado la oportunidad de mandar a dos de sus hijos, Lupe y Ricardo, a estudiar a Estados Unidos. (Para los curiosos, éste es el menú de Acá las Tortas: de chorizo –las que le dieron fama a la casa–, de jamón, de carnitas, de picadillo, de sardina, de queso amarillo, de adobo y de pavo.) Enfrente de Acá las Tortas se encuentra Ponciano’s Quick Lunch. Estados Unidos es el símbolo del otro: del rico, del moderno. Un diálogo entre los dos restauranteros podría resumir nuestra melodramática relación con el que está del otro lado, gastronómica y generalmente. Ponciano pregunta: «¿Y qué, siguen dejando las tortas?» Chente: «No me quejo.» Y Ponciano: «Pus sí, la verdad es que en México sigue imperando el mal gusto.» «¡¿El mal gusto?!» Ponciano intenta una cuchillada: «Francamente le envidio su negocio, don Chente, ¡pero no su vulgaridad!» «Esto en cambio», continúa Ponciano señalando, orgulloso, su propio restaurante, «¡es una lonchería!» Don Chente se trepa en un caballo tricolor: «Sus perros y hamburguesas saben a puritita alfombra... Esas cosas que se atreve a vender son pura gringada... Mis tortas son mexicanísimas. ¡A Dios gracias!»

Lupe y Ricardo regresan cambiados de Estados Unidos. Ambiciosos, malcriados, ostentosos: adjetivos que pueden traducirse al melodramés así: gringos. Fuerzan a sus padres a comprar autos, a pagarles un hotel –no quieren quedarse en la casa, apestosa a torta–. Los padres, debidamente abnegados, se dejan llevar a la ruina sin revelarles a los malcriados la debacle. Ese secreto permite creer a un ricachón en decadencia, Eduardo Salgado, que casarse con Lupe puede sacarlo de su problema financiero. Lupe y Eduardo son el uno para el otro: un matrimonio hecho en el infierno. Sostenidos del frágil hilo del dinero prestado, su realidad es el mundo de apariencias.

Acá las tortas tiene una relación indecisa, tensa, con lo ingerible. Las tortas son el símbolo de lo mexicano, de lo tesonero, de la fuerza del trabajo. Pero el alcohol ha perdido (perdonarán el melodramático verbo) a Vicente, el hijo bueno de la familia. Algunos lo dan por muerto. Él, acaso, preferiría estarlo. Pero Vicente descubre el engaño mutuo de Lupe y Eduardo. Interrumpe la boda en el último momento. Es una escena emblemática de la lucha de clases a través de la comida. Vicente revela todas las verdades necesarias (la doble pobreza de los novios, la apariencia de su matrimonio, el abnegado trabajo de sus padres). Eduardo, exasperado, cancela la boda en ese momento y emite estas palabras que resonarán para siempre en nuestro cine y en nuestra conciencia: «Esta escena es de una vulgaridad irresistible. ¡Apesta a chipotle y a cebolla!»

En nuestro melodrama, para todo rico la pobreza es insoportablemente vulgar. Y viceversa: todo pobre ve en el rico a un lucido, a un vulgar. Es el credo del taquero El Champi (Vicente Fernández) en Tacos al carbón (1972) de Alejandro Galindo, un director aptísimo cuando adopta la clave melodramática –ejemplos: Campeón sin corona, 1946, Una familia de tantas, 1949–. Y, en el fondo, es el credo de Tenoch (Diego Luna) en Y tu mamá también (2001) de Alfonso Cuarón. Tenoch es el rico, y su mejor amigo, Julio (Gael García Bernal), el jodido. En algún momento salen a la luz las infidelidades entre Tenoch y Julio. Se arma la bronca y es hora de los madrazos. Julio, desde afuera del auto, grita y patalea: «Bájate, cabrón, que nos vamos a partir la madre.» Tenoch, en el asiento de atrás, cierra la ventana y se niega a salir. Julio escupe y su gargajo se pega como una mentada en el cristal. «Clásico», dice Tenoch en una frase definitiva de su carácter y de toda la relación con su compañero charolastra, «A güevo te tenía que salir lo pinche naco». Y tu mamá también es así: con agudeza revela el tajo tremendo que separa a los ricos de los pobres. Esa escena es climática, ruidosa, melodramática. Otras son más sutiles. En la boda millonaria a la que asisten Tenoch y Julio en la primera parte de la película, de pronto una sirvienta aparece a cuadro; lleva una charola con comida. La seguimos por todo el lienzo: los mirreyes y sus sacos blancos, las mujeres emperifolladas, la cocina y sus empleados, la salida, el estacionamiento y, por fin, su propósito: alimentar a los choferes de los ricos, recargados en sus autos de oro, ponderando un mundo que está a la mano y les es inaccesible. Comen tacos. La comida es un recordatorio: ustedes están afuera. La comida es un puente roto sobre un abismo.

 
 
Post tenebras lux (2012)

Post tenebras lux (2012)

Actualmente, casi no hay mayor tensión de clase que en el cine de Carlos Reygadas, subversor del melodrama nacional. En su obra suele haber una incomodidad: a veces «nosotros» somos los ricos y los pobres son los otros. La alucinante borrachera del corto Este es mi reino (2010) nos deja atisbar el apocalíptico desmadre que se armará cuando ellos (la bola) se levanten contra nosotros. En Post tenebras lux (2012) dos fiestas marcan la diferencia: la navideña en casa de los ricos y la de la virgen en el pueblo de los jodidos. Aquélla está cerrada al mundo de los pobres; ésta está relativamente abierta a los ricos, pero sobre todo al resentimiento. En esa fiesta del 12 de diciembre hay un diálogo entre un jodido, ya borracho, y Juan, el protagonista. El jodido pregunta: «¿Mexican [se refiere a sí mismo] ser pendejo para ti, güero?» Juan responde: «No.» Jodido: «Yo soy mexicano.» «Yo también. Igual o más que tú», responde Juan. Jodido: «Mexicano tiene muchas tradiciones.» Juan, tentándolo: «¿Ah sí? A ver platícamelas.» Jodido: «¿Cuál quieres?» Juan: «El 12 de diciembre.» Jodido: «Pus yo me pongo hasta la madre para celebrar a mi virgencita de Guadalupe.»

Es una tensión casi respirable. Natalia, la esposa de Juan, decide entonces irse de la fiesta. «Mi amor», le dice a su marido, «ya me voy a ir. Ya se están poniendo medio borrachitos». Condescendencia, alarma y otredad. Nadie sale bien parado de aquí.

El chile en nogada es «el platillo mexicano por antonomasia»; el chile en nogada es, desde sus colores, «icono de México». No invento citas para mi conveniencia, esas dos están en notas de Excélsior y La Jornada. Frases como éstas suelen decir los periodistas y cocineros cuando describen o definen ese platillo. Parecen disfrutarlo y unirlo a una nacionalidad desde la memoria o la evocación, a priori, casi independientemente de la experiencia. Tal vez tienen razón. Tal vez el chile en nogada sí es el símbolo, y México el simbolizado. Miren.

En la guerra de comida entre ricos y pobres, hay una película reciente que avanza por el camino de la no-ficción. Apareció en agosto de 2014 y se viralizó de inmediato. La grabó, en lo que parece un celular –el plano es vertical–, un tal Rafael Altamirano Álvarez; la protagonizan su esposa, Adriana Rodríguez de Altamirano, y su sirvienta, Nieves Arjona. Es un corto de una sola toma larga de tres minutos y 41 segundos. No tiene un título oficial; le dicen, sencillamente, Lady chiles. No es exactamente documental, porque los cineastas –Rafael y Adriana– han preparado las circunstancias, como un productor de Big Brother, para obtener los resultados deseados por ellos. Antes de iniciar el corto, han espiado a Nieves; la han visto guardar un chile en nogada –que antes había sido declarado «para una amiga» de Adriana– en un tóper morado y éste en su bolsa. Nieves está por irse a su casa. Entonces comienza el corto.

Su forma es la de un interrogatorio concerniente al robo del chile en nogada. Primero Adriana, la patrona, detiene a Nieves, la sirvienta. «¿Me puedes hacer el favor de enseñarme tu bolsa?», le dice con un ánimo de exasperación anticipada. Nieves mira a cámara sin preguntar, aunque acaso preguntándose: ¿Por qué me graban? Un perro doméstico está de mudo testigo. Nieves saca de la bolsa el tóper morado. «¿Qué es eso?», pregunta Adriana. Nieves abre el tóper y muestra el chile. «Es que no lo gasté», dice. Adriana parece ofenderse personalmente: «Pero me dijiste que te lo comiste, que te comiste dos chiles...» Pausa. «O sea, fue mentira.» Nieves: «Pues sí, es para que coma mi hijo.» (En una nota posterior a la viralización del video, Adriana Rodríguez de Altamirano se cuidó de decir que el hijo de su sirvienta no es un niño y que tiene trabajo.) Adriana insiste en la cualidad abusiva de la acción.

El interrogatorio va del tóper a los chiles, de vuelta al tóper, de vuelta a los chiles. «No me dijiste que te lo ibas a llevar. ¿Es un robo o no?» «No se me ocurrió agarrar uno desechable», afirma Nieves, acusada de súbito de dos robos. De pronto se nos revela –acaso involuntariamente– que el asunto estaba previsto por los patrones: «Yo te dije: ¿cómo te pudiste haber comido dos chiles?... Es que es imposible que alguien se coma dos chiles en nogada.» Y un énfasis: «¡Es imposible!»

Comprendemos: en algún momento de ese día Adriana le dio a Nieves «un chile»; después, su conteo le reveló que le faltaban dos. Decidió, con su marido, dejar a Nieves llevar hasta las penúltimas consecuencias su acción, echar a andar la cámara y entonces asaltarla. El asalto incluye recordarle que Adriana le da a Nieves «de sobra; no se te mide la comida; tú puedes comer todo lo que nosotros comemos». Nosotros los ricos comemos comida de ricos. Ustedes los pobres tienen acceso a esa comida como nuestra dádiva: «Yo te he regalado queso, jamón, mantequilla... ¡chorizo!» (En su defensa posterior, Adriana adujo que Nieves no se estaba robando «frijoles o galletas marías», que asumimos forman la dieta del jodido, «sino un chile en nogada». No te defiendas, comadre.)

Al final Nieves dice que dejará el chile en nogada. «Por supuesto que lo vas a dejar», le dice su patrona. Nieves adopta la actitud que los ricos esperan de ella: «Muchas gracias», dice, «muchas gracias, mil disculpas». Y el video termina ahí, abruptamente. Lady chiles es, involuntariamente, una película clave en la historia reciente del melodrama; es un descenso tenebrosísimo a las cavernas del racismo, el clasismo, el aplastamiento del jodido; a nuestro sistema de castas. Y el chile en nogada es aquí exactamente eso que quieren el chef nacionalista y el periodista gastronómico que recurre al lugar común. Es un símbolo de México, y México tiene un significado terriblemente real: es un conglomerado de abuso, de violencia y de terror.~


Ahora pasémonos a Hollywood, donde el crimen y la comida van de la mano.