Hacia una poética en cocina

 

Este ensayo apareció en nuestro volumen 3: Las políticas del gusto (verano 2014). Búsquenlo en nuestra tienda o escríbannos a contacto@revistahojasanta.com para hacerse de un ejemplar.

por Alonso Ruvalcaba

PARTE I

Dos platos

Sólo una vez en mi vida he estado en casa de Elena Reygadas, chef del restaurante Rosetta. Fue el 22 de febrero de 2014. Me había mandado un par de mensajitos: «Hay arroz y pescado crudo» y «Está buenísimo el jurel. Acaban de traerlo». Por supuesto que quise ir a probarlo. Ya casi no recuerdo nada de esa noche –mi cerebro es poroso y el alcohol ejecutó su sólita erosión– pero no se me ha olvidado aquel jurel crudo: rosa casi blanco casi gris; textura parecida a una mantequilla firme y musculosa, gajada, que el contacto con la boca suaviza y en algún punto derrite, y sabor apenas marino que salábamos con una sumergida veloz en salsa de soya. En su pasmosa sencillez era o parecía un plato perfecto –un plato acabado.

Pero no. La última vez que probé el jurel, ya en Rosetta, fue el 5 de junio. Ahora venía sobre un puré de aguacate, ligeramente salseado con limón/aceite de oliva. Encima de las rebanadas del pescado crudo, un raspado (o «granizado» como lo llama Elena) de rábano que parecía enfatizar el color rosa, cubitos de aguacate y flor de cilantro, que era como piquitos para un plato no particularmente ácido. Era una variación sobre el tema de jurel crudo, pero no era un plato acabado. El raspado se derretía incómodamente y pronto se creaba un agua de rábano que dispersaba, no concentraba, los sabores.

Entre esas dos fechas que cubren poco más de tres meses, probé el jurel varias veces: una con pepino persa, algas, un jugo de mastuerzo y farro, en que el pescado padecía un «exceso» de vinagre que acaso había empezado a cocerlo y ocultaba su apenas marino sabor; otra sin vinagre (¡gracias!) pero también sin farro (¡bu!) y la desaparición de este cereal le hacía –creo– perder un redondeo muy bienvenido, y la menos feliz, con un helado de aguacate que era nada más un puré de aguacate… helado… Digamos que el jurel ha sido menos un plato que un lienzo sobre el cual imaginar y pintar posibilidades. Un plato inestable donde lo único inamovible es el propio jurel.

Elena presentó las codornices con cereales, alfalfa y espuma de leche ahumada en una cena en San Miguel de Allende el 22 de marzo, 2014. A partir de la siguiente semana han estado en la carta de sugerencias de Rosetta prácticamente sin modificaciones. Es un plato acabado, una receta puntual, no un plato lienzo. Está hecho de elementos que la chef ha ido puliendo en los últimos meses –notablemente: la leche ahumada, que hacia el final de 2013 apareció en un postre difícil de olvidar: plátanos fritos, jengibre, helado de leche ahumada–, y que terminaron por converger aquí.

Yo creo que esos dos platos –el plato inestable y el plato fijo; la invitación al vuelo de la fantasía y la orden de seguir una receta– pueden servir para anclar este texto en una realidad relativamente probable, relativamente comprobable. Aguántenme tantito y prometo que volvemos a ellos más adelante.

Estamos como estamos

Coleccionistas de obviedades, tengan esta: También en comida vivimos en un sistema de estrellas. De caras bonitas, de carismas. La obra importa –pero importa mucho más su vocero. Más importante que tal o cual plato, más importante que el restaurante, es el chef. En muchísimos casos el chef es el imán del restaurante aunque en un mundo más sensato el restaurante sería el que llamara la atención hacia su creador.

Montones de revistas, diarios, televisión, incluso blogueros y tuiteros –que en teoría podrían ser más respondones o críticos–, practican sus oficios con una mezcla de credulidad, zalamería e hipnotizada fascinación por la celebridad. (Y flojera general, no la olvidemos.) Un blog visitadísimo aplica cada tanto un “cuestionario gourmet” a cocineros famosos. Hay preguntas que podrían estar en la Teen Pop o la Veintitantos de este mes. En serio: ¿Qué coleccionas?, ¿A qué sabes?, ¿Room service? (Por obvias razones, el único “cuestionario gourmet” que he leído completo es el que contestó Elena. Las respuestas a las tres preguntas anteriores: Vestidos viejos y hermosos, Delicioso y Claro.) Más de una revista se sorprende, y reporta su sorpresa, de que un chef supervise “personalmente” la cocina de su restaurante. Según yo, una característica común a la chamba es que hay que hacerla personalmente. ¿O estoy loco? Tal vez contagiadas por la inercia de la celebridad, las editoras de Hoja Santa le preguntaron a su entrevistado en la sección ‘En la despensa’ del número pasado: “¿Los chefs son los nuevos rockstars?” (Afortunadamente, razonablemente, el entrevistado respondió: “No.”)

Nadie por sí solo es responsable de este asunto. El culto de la personalidad del artista parece intrínseco a nuestra veleidosa naturaleza, al menos después de los románticos ingleses y alemanes del siglo XVIII. Para no ir muy lejos, en México ha habido chefs célebres desde que ha habido restaurantes: pensemos en Sylvain Dumont, que tuvo un restaurante mamonsísimo a principios del siglo pasado y estuvo encargado –si las postales no mienten– de alguno de los delirantes banquetes que Porfirio Díaz ofreció para conmemorar el Centenario en septiembre de 1910. (Por suerte, la fiesta estaba a punto de terminarse.)

Pero por mucho tiempo el chef célebre fue la excepción.

Luego, hacia principios de la década de los noventa, las cosas comenzaron a acelerarse. Pareciera que necesitábamos star-chefs. En 1993 había nacido el periódico Reforma y poco a poco había desarrollado una leída sección de gastronomía, ‘Buena Mesa’, que no estaba interesada únicamente en dar recetas: también ejercía la crítica restaurantera de manera incipiente –como sigue haciéndolo– y gustaba de concentrarse en la “figura del chef”. Entrevistas con cocineros más o menos conocidos, encuestas sobre sus platos o sus lugares favoritos aparecían ahí todas las semanas. 

La información gastronómica no se detenía ahí. A México llegaban las revistas Gourmet y Food & Wine, por ejemplo, que también enriquecían sus recetas con entrevistas y crónicas. (Food & Wine había inaugurado su premio Best New Chefs en 1988, lo cual fue probablemente un peldaño clave en el ascenso al trono de la “figura del chef”.)

Más: durante muchos años, el Tiempo Libre –primero sección, luego suplemento del diario unomásuno, luego revista independiente que incluía una sección de restaurantes, con varias fichas y una reseña “grande”– había sido la única voz, o al menos la única audible, en cuanto a ‘salidas’ en la ciudad de México. Al final de los noventa ya se había sumado Dónde Ir, publicada por Grupo Medios y Iusacell. Pronto nacerían Chilango y dF por Travesías. Todas estas revistas y secciones no sólo venían a alimentar al lector; también necesitaban ser alimentadas de historias de nuevos cocineros y sus nuevos platos y sus nuevos restaurantes. Repito: necesitábamos chefs estrellas. Todas esas portadas y secciones no se iban a llenar (y a vender) solas. Peor: no se iban a llenar (o a vender) sin el ruido de la hipérbole, materia prima del crítico holgazán y decididamente el alimento más engordador que puede ingerir un ego cualquiera.

(Antes de que la patria me lo reclame necesito decir que en artículos, reseñas, columnas, editoriales, yo he puesto mi granote de arena para que estemos como estamos. A veces por falta de baro, a veces por convivir, a veces por la prisa del cierre, a veces por coraje o por placer. Ojalá este ensayo contribuya a lavar mis culpas o al menos a dejarme dormir un poco más tranquilo.)

Hacia una poética de la cocina

El arte de la cocina tiene un retraso de varias décadas respecto de muchas otras artes. Apenas hace unos veinte años comenzamos a encontrar una cocina “modernista”, de vanguardia –cuando las vanguardias de la literatura y la plástica vieron su crepúsculo hacia el final de los años 1920–. En cine, la política y después la teoría del autor cubrieron los años sesenta y setenta, empezaron a ser confrontadas en los ochenta y, aunque sus consecuencias no se disipan aún, ahora padecen un backlash en ciertas zonas de la crítica y la academia. En cocina, en cambio, vivimos el esplendor de la “teoría” del autor. No me refiero sólo a México –aunque sí–: Occidente completo está encandilado con sus “autores”. (Ya mencioné a Food & Wine, pero agréguenle Apicius, Fool, Restaurant o el libro La cocina de los valientes de Pau Arenós, cuya visión del chef contemporáneo, con su culto obcecado a la “originalidad”, tiene mucho de un romanticismo con más de dos siglos de añejamiento.)

No es posible, y acaso tampoco deseable, ‘liberarnos’ de la idea del autor. Lo que sí es posible, y tal vez deseable, es buscar nuevas aproximaciones a nuestro sujeto: el arte culinario. Propongo esta: una poética de la cocina. No me refiero a un estudio de su poesía (primera acepción del diccionario) sino a un estudio del “conjunto de principios o de reglas, explícitos o no, que observan un género literario o artístico, una escuela o un autor” (cuarta acepción). La poética no es un método de lectura o interpretación, no es una hermenéutica o una escuela crítica –no es marxista, feminista, lacaniana, deconstructivista, postestructuralista–, sino un programa de investigación. La poética estudia la obra final como resultado de un proceso de construcción, un proceso que incluye un componente de oficio (ciertas reglas generales a veces tácitas), principios generales según los cuales la obra ha sido creada o compuesta, y sus funciones, efectos, usos. Cualquier indagación de los principios fundamentales a través de los que se construye un artefacto de cualquier medio, y los efectos que emanan de esos principios, estará en los dominios de la poética.[1]

¿Es factible una poética de la cocina o al menos un programa de investigación y análisis que nos ayude a ampliar el limitadísimo horizonte de las reseñas y artículos críticos de comida que padecemos, y que están casi exclusivamente reducidos a “el chef” o a la suma chef + decoración + servicio + 3 platillos? ¿Cómo se vería un texto gastronómico que procurara adaptarse al programa de la poética? ¿Nos pueden servir el jurel y las codornices para intentar una aproximación a ese texto?

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PARTE II

Jurel y codornices

Cualquier cocinero trabaja en un sistema social y económico de producción. En este sistema hay ciertos supuestos estéticos, ciertas normas, ciertos métodos de trabajo –trabajo delegado, en equipo– y ciertos estándares para el uso de la tecnología. Las opciones del cocinero creador están restringidas por este sistema; más aún: están constituidas en buena medida por factores socialmente estructurados de esta índole. También trabaja en un ecosistema dado –una geografía, una hidrografía, un clima–, que restringe y configura sus opciones.

Lo primero que viene a la mente es el producto. Evidentemente el acceso al extraordinario jurel de Rosetta depende en primer lugar del ecosistema en que trabajan sus cocineros, beneficiados por la relativa cercanía de Baja California, donde se cría ese pez (Seriola lalandi, para los interesados). Pero también depende del sistema económico que permitió la fundación de Baja Seas en 2012 y que esta empresa invirtiera en sistemas de recirculación de agua, en proteínas sustentables ricas en omega-3 derivadas de sardina para sus jureles criados sin antibióticos ni parasiticidas, y que el director de Baja Seas, Luis Carlos Astiazarán, se acercara a Elena hacia el final de enero para ofrecerle algunas pruebas de ese pescado.

Por supuesto, el producto no es la obra y la obra requiere de uno o varios creadores, pero sí es una condición ineludible de la gestación de un platillo. Todo está conectado. “Antes teníamos codornices en el restaurante –dice Elena– pero las dejamos de ofrecer porque no podíamos conseguirlas no congeladas.” Hay producto al que le conviene la congelación (“El pulpo, por ejemplo”) pero no a las codornices. “La diferencia entre una codorniz descongelada y una fresca es brutal”, agrega la chef. Y por fin un proveedor que tiene casi acaparados a los restaurantes de alta gama por todo el país –El Sargazo– pudo comenzar a ofrecer codornices frescas hace unos meses. (O al menos hace unos meses la noticia llegó a Rosetta.) Corte a: la cena en San Miguel de Allende donde Elena Reygadas propuso, entre varios platos más, unas codornices con cereales, alfalfa y espuma de leche ahumada.

La creación culinaria necesita ese “empuje” y quien decida investigar un plato, una cocina regional o a un cocinero desde la poética de la cocina debería considerarlo. Obviamente ese no es el único empuje o presión. Nada se crea en el vacío.

Pensemos en uno de los elementos más llamativos o singulares del plato de codornices: la leche ahumada.

Entre las muchas presiones que echan a andar la creación de un platillo está algo que podríamos llamar la “tendencia”. Un ingrediente o un método sobresale de pronto porque uno u otro chef más o menos visibles los han adoptado. La competencia y la imitación –esas dos características principalísimas de cualquier ecosistema artístico– llevan a otros cocineros a adoptarlos. Unos meses después tenemos una “tendencia” o una moda o fad.

La cocina ahumada ha estado entre nosotros casi desde siempre. Es probable que una vez domeñado el fuego lo ahumado siguiera naturalmente a lo rostizado o lo asado. “A mí siempre me han gustado los ahumados –dice Elena–, desde los ostiones esos de lata horribles hasta…”, y la voz se le distrae porque la lista debe ser interminable. Tocino, BBQ de puerco del sur gringo, jerk chicken, whisky, mezcal… Pero es cierto que los últimos años han visto un desplazamiento de lo ahumado desde un ambiente más o menos campirano (el aire libre solía ser conditio sine qua non de lo ahumado) hacia altas cocinas de restaurante. El 30 de enero de 2012 apareció un artículo en The Guardian de Londres: ‘The rise and rise of smoking food’. El texto comenzaba así: “Aunque es una técnica tan antigua como el fuego, ahumar alimentos parece estar experimentando un resurgimiento en estos días.” Para el final de ese año el New York Times había puesto el ojo en una trend: smoked everything –todo ahumado. “En restaurantes líderes como State Bird Provisions o Bar Tartine, el ahumado ya no es exclusivo de las carnes […] Crema ahumada y helado ahumado son la nueva norma en las cartas de postres porque son fáciles de hacer en cocinas pequeñas.” También señalaba coliflores ahumadas, maple ahumado y un coctel –variación de un manhattan– hecho con cherry coke ahumada, en restaurantes aquí y allá.

Al principio del año pasado Taste Mag (‘Smoking food is hot again’), Sunset.com (‘Top 2013 trends: Smoked foods’), Self Magazine (‘Fun food trend for 2013: Smoked EVERYTHING’) o The Independent (‘Smoking’s hot’) ya se habían trepado al trendspotting de lo ahumado. El Huffington Post todavía consideró lo ahumado una de las “coolest food trends” de 2014 en marzo pasado. En el futuro, probablemente, el ahumado encabezará las listas de ‘Tendencias que nos tienen hasta la madre’ pero por ahora ahumar está en la atmósfera y esa atmósfera condiciona de alguna forma las decisiones de los creadores.

(En la ciudad de México hubo incluso un restaurante de “cocina de humo”, Bacoa, que abrió en 2013 y tuvo que cerrar antes de la mitad de 2014. Una lástima: sus lentejas ahumadas eran muy comestibles.)

La tecnología, a su vez, contribuye al acondicionamiento de la atmósfera. La pieza del New York Times proporciona una clave cuando dice que el helado o la crema ahumados se han vuelto comunes porque son fáciles de hacer en cocinas pequeñas. El ahumado solía consumir largas horas al aire libre. Pero en 2006, en Madrid Fusión, la “cumbre gastronómica” anual de España, el chef Joan Roca presentó una ‘pipa para ahumar’ (producida, creo, con el apoyo de la marca Aladin). Esta pipa quemaba virutas de madera e inyectaba humo en bolsas ziploc rellenas con algún alimento antes del servicio o bajo domos de cristal que elegantemente se presentaban en la mesa para la boquiapertura del comensal.

Si no se popularizó, la pipa dio paso a otros inventos. (En más de un foro en internet he leído quejas contra la pipa: desde ell precio hasta eal funcionamiento y eal servicio al cliente de sus vendedores.) En 2007 el chef de avanzada Grant Achatz, de Alinea en Chicago, se aproximó al inventor Philip Preston, de PolyScience, para que le solucionara el problema de ahumar en pequeñas cantidades y a toda velocidad. Preston inventó la Smoking Gun, que es en efecto una pistola –más o menos basada en el funcionamiento de la pipa– que dirige el humo con cierta precisión. Y de ahí pal real. La Smoking Gun facilitó enormidades el ahumado justo antes del servicio y restaurantes de todos lados adoptaron el gadget que, además, es relativamente accesible: 95 dólares la pieza, con tres botecitos de virutas incluidos. (Hoy es posible ver su uso en restaurantes de altos vuelos en México. Una de las entradas de cortesía que más tiempo han permanecido en Pujol son unos elotitos bebés con mayonesa de café y chicatana; se sirven en unos guajes redondos y, antes de que salgan a la mesa, esos guajes se llenan de humo y se tapan en cocina; luego se destapan frente al cliente. Como inicio de la cena, el plato es despampanante.)

Hace ya algunos veranos Elena estuvo unas semanas en la cocina de Noma. Allá, recuerda, vio “la pistolita”. También vio otra herramienta, The Big Green Egg, “aunque no lo asocié con lo ahumado”. Ya de vuelta en México Guillermo González Beristáin de Pangea –y un montón de restaurantes más en Monterrey– le recomendaron a Elena este huevo verde. “En Monterrey todos lo tienen”, dice. Y sí. El huevo verde es un asador para carbón o leña –mero mole regiomontano– con una importante peculiaridad: “Tiene una tapa y esa tapa aísla cien por ciento”, dice Elena. No está a la venta en el Distrito Federal pero Guillermo movió sus (me imagino) poderosas palancas y consiguió que Elena comprara uno. Como “una excepción”, por decirlo eufemísticamente.

Elena: “El huevo verde llegó a mi casa y empezamos haciendo pollos, haciendo pescado. Cuando empezamos a hacer pizzas fue que lo comenzamos a usar tapado, y ahí nos dimos cuenta de cómo se podría usar para ahumar.” Al taparlo, The Big Green Egg se “vuelve como un horno de leña o de carbón –Elena, precisando–, y si dejas una temperatura muy baja de brasas y le pones mezquite o aserrín o algo que haga mucho humo con temperatura muy baja, ahúmas”. La Smoking Gun, dice Elena, “produce un tenue sabor a ahumado” pero el resultado es más vistoso; con el huevo verde, la intensidad de lo ahumado se potencia. Elena pronto comenzó a ahumar betabeles –y a servirlos en una variación de la inevitable ensalada de betabeles rostizados con queso de cabra, vista en cien restaurantes, que luego de un proceso de desplazamiento y transformación se convirtió en betabeles ahumados con burrata casera–, plátanos, leche. Esa leche que al final, vuelta espuma, terminaría siendo parte clave del plato de codornices de Rosetta.

La tecnología –en la forma de una pipa, de una pistola, de un huevo verde– ha propiciado o facilitado una tendencia hacia lo ahumado; lo ahumado ha condicionado ciertas decisiones de los creadores; ciertos creadores, por mera presión social, se ven empujados por otros creadores o por los usos y costumbres de su ecosistema hacia la innovación o la imitación. Nada se crea en el vacío.

Una vindicación de la autora

Pero es cierto también que ninguna obra se crea meramente por acción del ecosistema. Sería erróneo –o cuando menos miope– que un crítico que adopte la visión de esta ‘poética de la cocina’ considerara sólo estas presiones externas en la gestación y evolución de un platillo. Hay presiones internas al creador –permítanme llamarlas así, aunque el símil no sea exacto– que son fuerzas pero no podemos saber si ejercen un estrés/presión/empuje o una atracción/jale; tampoco es factible saber si la diferencia significa algo–; presiones de adentro hacia fuera que suelen fascinar a los críticos autoristas, que en todo encuentran destellos de la biografía o la personalidad del creador.

(Entre paréntesis, muchos creadores son autoristas por default. Elena Reygadas, para no ir demasiado lejos. El 5 de junio le mandé las notas preliminares de este ensayo. Una de ellas enunciaba, no sin pomposidad, mis “propósitos principales”; por ejemplo: Demostrar que la personalidad del chef es menos importante de lo que nos imaginamos o de lo que quiere hacernos creer el sistema de estrellas en que vivimos. Esa noche vi a Elena, y así empezó ella la conversación: “Mmmmm. No sé. Me lo cuestioné, y no estoy segura de eso de que ‘no es tan importante la personalidad del chef como pensamos’. Yo creo que sí lo es. Es tu esencia. Lo que tú eres lo transmites. Los platos de Jair [Téllez, de Merotoro y Amaya] son muy como Jair: muy explosivos, con mucha fuerza, muchos elementos –como Jair, que yo siento que habla de todo al mismo tiempo–. Y, por ejemplo, los platos de Jorge [Vallejo, de Quintonil] son muy pensados, muy cerebrales, muy cuidadosos, yo siento que así es Jorge; como que Jorge jamás mandaría un plato armado al último momento, y así lo siento a él: muy cuidadoso…” Puede ser. Sin duda el estilo existe. Que ese estilo esté relacionado directa o causalmente con la personalidad del creador a mí me parece extraño, casi esotérico. Tú, que me lees, ¿qué dirías de mi personalidad? Y si eso que acabas de decir no se parece a , ¿entonces qué?

Fin del paréntesis.)

Lo más fácil es recurrir a la memoria, esa fuerza ineludible que está detrás de cualquier creador. Los cereales, por ejemplo, son un elemento muy importante del plato de codornices y, en alguna de sus versiones (farro), del jurel. Elena se remonta: “Siempre me gustó cocinar, desde niña, y luego me gustó mucho la nutrición. Mi papá tuvo problemas del corazón y en mi casa de un día al otro se cambió la alimentación brutalmente. De ser comida normal, casera, tuvimos que pasar a estar muy conscientes de lo que comíamos. Mucho pescado, mucho grano, mucha verdura, salvado…” Para el crítico que adopta el programa de la poética ninguna pista es falsa –si es que puede hacerse de ella–. El camino puede comenzar en ese recuerdo y continuar así, ya en Rosetta: “Al principio hacíamos un risotto de cereales, riquisísimo, pero muy de comida macrobiótica –continúa Elena–. A mí me fascinan esas cosas, y a la gente le gustaba pero se saciaba fácilmente. Era como un superalimento.” Los cereales debían perder protagonismo. “Entonces decidimos usarlo como guarnición.”

Por supuesto alguien podría argumentar que los cereales son una tendencia en este momento. Y tendría razón (cf. el artículo ‘Bring on the grains’ de Julia Kramer englobado en el número de enero, 2014, de Bon Appétit: The new healthy). Pero la poética nos enseña a ver las relaciones entre las particularidades de un plato, los patrones de un autor o una corriente, los propósitos o funciones que les intuimos a esas particularidades, los principios rectores –las normas del oficio–, las prácticas y los procesos. Echado a andar el uso de cereales en Rosetta, sea por una nostalgia personal o por una tendencia mundial o por la conjunción de ambas o por la unión de esos y otros flujos que ahora mismo no conocemos, la creadora encuentra nuevos ‘problemas’ –el estilo es, también, la solución de un problema repetida en el tiempo– y nuevas opciones para solucionarlos. Dice Elena: “Siempre pensé que hay una combinación muy natural en servir un alimento con sus propios alimentos. Hay cosas que van muy bien así.” Quién sabe si en la realidad esas codornices en particular se alimenten de esos granos pero la función de que esos cereales estén ahí como su guarnición puede ser la de evocar ese todo, ese gran círculo de alimentación (llámenla aproximación holística, si quieren). El chef Juan Mari Arzak ha servido carnes de vaca o aves “con sus alimentos” desde hace al menos un par de décadas y, aunque Elena no lo recuerda, ese hecho es una presión vertical, una presión desde “la tradición”: una ansiedad de la influencia.

(No es necesario conocer o recordar un rasgo cualquiera de una obra o un creador para que su influencia sea ejercida sobre ti. No importa si no has visto Ciudadano Kane o no has leído Macbeth, si trabajas en cine o en el idioma inglés tu obra responde de alguna forma a esas obras.)

La creadora trabaja con materiales y herramientas dentro de una institución –el restaurante, digamos, o el ecosistema de restaurantes chilangos– que le ofrecen oportunidades y restricciones. Estos factores pueden resumirse en el rubro de ‘prácticas’. La delegación del trabajo es una práctica importantísima. La creadora imagina un plato o una posible combinación y delega su ejecución a un chef o sous chef. Éste lo produce necesariamente como un teléfono descompuesto –y su pieza puede superar o quedarse atrás de la imagen mental de la creadora–. En ningún caso la pieza producida puede ser ‘idéntica’ a esa imagen (una es plato, otra es arquetipo de plato). Existe una batalla por que un equipo lleve a la realidad una figuración, a flight of fancy de un individuo. La lucha de un plato por existir: la oportunidad de que otras mentes intervengan el producto final, la restricción de que esas mentes son individuales y separadas de la creadora y aportan o retiran elementos que no están en las manos de la creadora. La tarea del crítico que se encuentre en el programa de la poética será la de reconstruir, con todo el material a la mano, la situación creativa que enfrenta la creadora y el equipo. La creadora –llamémosla Elena Reygadas– es la fuente más importante de la construcción y los efectos de la obra –llamémosla codornices con cereales, alfalfa y espuma de leche ahumada– pero definitivamente no es la única fuente.

¿Saben qué otra presión es o debería ser importante? La del baro. No es necesario decir que un restaurante es un negocio antes que una institución pensada para la expresión de una o varias sensibilidades. ¿Qué tanto influye la gente, el hecho de que no le guste un plato, en la confección o cambio de ese plato? Cuando le pregunté eso a Elena, el chef Roberto Solís, del restaurante Néctar en Mérida, estaba por ahí y se apresuró a contestar: “Nada. No influye.” Elena fue sólo un poco más cauta. “Si a la gente no le gusta, yo procuro venderle el plato. Yo empujo el plato. Y hay una confianza que tiene el cliente conmigo.” Ninguno de los dos cocineros veía como una posibilidad inmediata la modificación o creación de un plato según los dictados del tornadizo comensal y a mí no se me ocurrió esa vez la pregunta obvia. (Ver más adelante.)

Llegamos entonces al día de ayer, 9 de junio de 2014. Estamos en Rosetta y Elena me platica los últimos cambios de la carta. “¿Qué crees? Que ya vamos a cambiar las codornices.” Algo que creo que no había sentido antes ahora me da un golpecito bajo la camisa. No es nostalgia. Se parece a algo que siente alguien cuando mira concentradamente un río. Las cosas se van todo el tiempo. “¿Por? ¿Qué les van a hacer?” Entre otras cosas, les pondrán hongos, un ingrediente que a Elena –como a todo ser humano razonable– le fascina. Además:

–Es que ya empezaron las lluvias –dice Elena–, y los hongos se venden rebién. Todo con hongos es un exitazo.

Ahí tengo por fin mi respuesta a la pregunta que nunca se me ocurrió hacer. No ¿cuánto influye el hecho de que a la gente no le guste un plato o un elemento? sino ¿cuánto influye el hecho de que a la gente le guste muchísimo un plato o un elemento en un plato? En el caso de las codornices la respuesta es: influye. Las codornices con leche ahumada, cereales y alfalfa les ceden el paso a unas codornices con papa, hongos, prosciutto y jugo de ave. Nada viene de nada. Los clientes son, siquiera de una forma oblicua, autores del nuevo plato de codornices de Rosetta. Todo está conectado con todo y un crítico que se acerque a la poética deberá considerar cómo la respuesta del público moldea la obra.

Yo: “Aquí debería terminar el ensayo. En el momento en que me cuentas esto. El texto empezó por las codornices y las codornices ya no van a ser lo que eran.”

Elena: “Pues sí. Porque cocinar y comer es también aprender a dejar ir, ¿no?”

Empezando por las estaciones del año y sus materias primas, eso es ciertísimo. Estos hongos nuevos estarán aquí unos meses y luego se perderán. Vendrán otros productos y otros críticos tratarán de capturar esas cuantas semanas en que tal o cual producto brilló en la carta de Rosetta y Elena estará ahí contestándoles (espero) buenas preguntas.

–Supongo que sí –respondo–. Ya ni modo.~


[1] La definición está en Poetics of cinema de David Bordwell (Routledge, Chapman & Hall, 2008).