Una petición al modernismo culinario

 

por Rachel Laudan

La comida rápida, procesada, actual es un desastre. Al menos ese el mensaje que trasmiten los periódicos, las revistas, los programas de cocina televisados y los galardonados libros culinarios. Hoy en día es un símbolo de sofisticación el lamentarnos por el molino de acero y por el pan del supermercado, mientras anhelamos la harina molida a mano y los hornos de barro; buscar aquellas manzanas y calabazas de nuestra niñez mientras despreciamos los jitomates y el maíz híbridos, y tener una actitud hostil hacia los agrónomos que desarrollan cosechas de alto rendimiento y hacia los economistas que inventan nuevas recetas para General Mills.

Nos debatimos entre el ridículo y la vergüenza al recordar la facilidad con la que nuestras madres y abuelas adoptaron la comida enlatada y los congelados. Damos nuestra aprobación cuando algún mesero proclama que el restaurante exhibe los productos agrícolas locales más frescos. Rechazamos el pan Wonder y la Coca-Cola. Sobre todo despreciamos el mayor símbolo del Modernismo Culinario: McDonald’s, moderno, rápido, homogéneo e internacional.

Al igual que muchos de mi generación, mi estilo culinario proviene de aquellos que menosprecian los alimentos industrializados; aquellos a quienes bien podríamos llamar «luditas culinarios» (haciendo alusión a los obreros ingleses del siglo XIX que aborrecían las máquinas que destruían su modo de vida). Aprendí a cocinar con los libros de Elizabeth David1, quien nos instaba a «eliminar para siempre de nuestras alacenas todo vestigio de aquellas botellas de salsa comercial y también de todo saborizante artificial». Progresé a las series The Good Cook de Time-Life y a Simple French Cooking, donde Richard Olney albergaba la esperanza de que «las riendas del hábito perseverante fueran lo suficientemente fuertes para frustrar la famosa revolución industrial durante algún tiempo». Recurrí a Paula Wolfert para aprender más sobre la cocina mediterránea y estaba segura de que no encontraría «un sólo platillo deshonesto en este libro; aquí la comida es de verdad, comida verdadera para personas de verdad». Hoy me apresuro al kiosco de revistas para comprar Saveur, que promete enseñarme a saborear «un mundo de auténtica cocina».

04302018_nota-modernismo.jpg

El ludismo culinario implica más que el sabor, ya que, desde los días de la contracultura, se ha presentado como una cruzada político-moral. Ahora en Boston el Fideicomiso para la Conservación e Intercambio de Viejas Costumbres (The Oldways Preservation and Exchange Trust) busca «proporcionar la base científica para la conservación y la revitalización de dietas tradicionales». Al mismo tiempo, Slow Food, fundada en 1989 con el fin de protestar por la apertura de una sucursal de McDonald’s en Roma, se autodenomina como el Greenpeace de la comida. Su manifiesto inicia así:

La rapidez de la vida nos esclaviza y todos hemos sucumbido ante el mismo virus insidioso: la vida apresurada que altera nuestros hábitos, invade la privacidad de nuestros hogares y nos obliga a consumir comida rápida [...] Slow Food permanece hoy como la única y verdadera respuesta progresista.

O como uno de sus voceros comentó para el New York Times: «nuestro verdadero enemigo es el consumidor obtuso». Al llegar a este punto, doy un paso atrás y quiero llorar, ¡ya es suficiente! Pero, ¿por qué? ¿Por qué no podría alguien como yo encontrar regocijo en la proliferación del ludismo culinario? Alguien como yo, que aprendió a cocinar con luditas culinarios, que creció en una familia en la que, en palabras de Elizabeth David:

Producíamos nuestras propias salchichas, jamón y tocino, batíamos nuestra propia mantequilla, engordábamos a nuestras gallinas y gansos, cuidábamos de nuestros árboles de fruta, desollábamos y lavábamos a nuestras liebres.

Bueno, la verdad, no es cierto lo de los gansos y las salchichas. Pero ¿por qué razón querría alguien –incluyéndome– que se le considerara un consumidor obtuso? ¿O admitir su preferencia por la comida irreal para personas irreales? O bien, ¿confesar haber degustado comida no auténtica?

La respuesta es sencilla: porque soy historiadora, y como tal no puedo aceptar la imagen que el ludismo culinario ofrece de un pasado dividido de manera tajante entre lo bueno y lo malo, entre los soleados días rurales de antaño y el oscuro presente industrial. Mi entusiasmo por la sabiduría de la cocina ludita no surge de su historia, como tampoco consideraría erudito a aquel orador cuyo discurso político haya influido en mí. La fábula ludita que nos habla del desastre y de la caída de la gracia proviene, en realidad, de una postura llena de esperanza y no de una investigación formal; además, gana credibilidad no gracias a estudios sino a las siguientes dicotomías: fresco y natural contra preservado y procesado; local contra global; lento contra rápido; artesanal y tradicional contra urbano e industrializado, y saludable contra contaminado y grasoso. La historia demuestra, creo, que los luditas entienden las cosas al revés.

Jim Gray / flickr

Jim Gray / flickr

Que la comida deba ser fresca y natural se ha vuelto una cuestión de fe, y nos escandaliza darnos cuenta de que es un credo moderno ya que para nuestros ancestros lo natural significaba repugnante. Todo lo natural por lo general sabía mal: la carne cruda era maloliente y dura; la leche recién ordeñada, tibia y sin duda una excreción corporal; las frutas frescas –salvo los dátiles y las uvas que no se encuentran fuera del trópico–, demasiado agrias, y las verduras, amargas. Incluso en la actualidad todo lo natural puede horrorizarnos al enfrentarlo. Cuando Jacques Pépin ofreció pollos de granja a sus amigos, notaron que la carne era demasiado dura y tenía un sabor muy fuerte. Eso lo hizo preguntarse si en realidad queremos la comida en su forma natural.

Lo natural era poco fiable. El pescado crudo empezaba a apestar, la leche fresca se agriaba y los huevos se echaban a perder. Se tratara del lugar que se tratara, tras cada estación de abundancia le seguía otra de hambruna; con días más cortos, con un clima frío o con escasez de lluvia. Las gallinas dejaban de poner huevos, las vacas no daban leche, las frutas y las verduras frescas escaseaban, y no se podía pescar por las tormentas. Comúnmente, lo natural era indigerible. Los granos, que proporcionaban a las sociedades entre 50% y 90% de las calorías necesarias, tenían que trillarse, molerse y cocinarse para hacerlos comestibles. Además, muchas plantas, incluyendo las raíces y los tubérculos que alimentaban a aquellas sociedades que no comían granos, con frecuencia resultaban muy venenosas. Por ejemplo, sin la preparación correcta, el taro, las patatas verdes y la mandioca amarga con ácido prúsico no sólo no pueden digerirse sino que son alimentos tóxicos.

Tampoco las teorías fisiológicas de nuestros ancestros los predisponían a consumir lo natural. Hasta hace unos doscientos años, desde China hasta Europa, y en Mesoamérica también, se creía que el fuego en nuestro estómago cocinaba la comida y la convertía en nutrientes. Eso era la digestión. En efecto, cocinar los alimentos los pre-digería y los hacía más fáciles de asimilar. De haber tenido la opción, nadie habría cargado a su estómago con comida cruda y sin procesar.

Así que, para que la comida fuera sabrosa, segura, digerible y saludable, nuestros ancestros criaron, plantaron, filtraron, marinaron, cuajaron, fermentaron y cocinaron plantas y animales hasta domesticarlos. Para reducir los niveles de toxinas en las plantas, las cocinaron, las combinaron con arcilla –el efecto Kaopectate–, y las filtraron con agua, frutas ácidas, vinagres y lejía alcalina.8 Domesticaron el maíz al grado de no poder reproducirse sin la ayuda del ser humano; crearon naranjas dulces, manzanas jugosas y leguminosas no amargas, y dejaron atrás a los ancestros no tan apetitosos de las mismas. Construyeron silos para almacenar granos; deshidrataron carnes y frutas; curaron con sal y ahumaron el pescado; cuajaron y fermentaron los lácteos, y con gusto usaron todo aditivo y conservador que pudieron: azúcar, sal, vinagre y lejía. Todo con el fin de crear productos comestibles. En el siglo XII, Wu Tzu-mu, el sabio chino, hizo una lista de los seis alimentos esenciales para la vida: arroz, sal, vinagre, salsa de soya, aceite y té, de los cuales cuatro ya no se parecían en lo más mínimo a su estado natural.9 ¿Quién podría haber imaginado un vinagre proveniente de arroz fermentado con cerveza y posteriormente avinagrado? ¿O que la salsa de soya proviniera de frijoles fermentados? ¿Y aceite que se obtuviera de las semillas molidas de la col? ¿O que las bolsas de té tuvieran hojas deshidratadas, molidas y comprimidas? Sólo la sal y el arroz podían considerarse frescos y naturales, aún cuando el segundo hubiera sido almacenado por meses –incluso años–, trillado y descascarillado.

Los alimentos procesados y conservados duraban más tiempo, eran más fáciles de digerir y encima sabían delicioso: pan blanco hecho con levadura en vez de la chiclosa avena de trigo; cerveza embriagante, nutritiva y espesa en lugar de los espinosos granos de la cebada; espeso aceite de oliva en vez de unos pequeños frutos amargos; leche, salsa y tofu de soya en lugar de los aburridos y flatulentos frijoles; suaves y aromáticas tortillas en vez del grano de maíz seco y correoso. Y ni hablar del vino tinto, el queso azul, el chucrut, los huevos en conserva, las carnes frías, el salmón ahumado, el yogurt, el chocolate y la salsa de pescado.

Comer sano y natural se consideraba sospechoso, casi horroroso, algo a lo que sólo los pobres, los incivilizados o los hambrientos recurrían. Cuando el compilador de los clásicos de Confucio, El libro de los ritos (circa 200 a.C.), distinguió a los primeros humanos –gente que no tenía alternativa a los alimentos salvajes y sin cocinar– de las personas civilizadas que aprovechaban «los beneficios del fuego… [quienes] tostaban, asaban, hervían y rostizaban», sólo estaba repitiendo lo que ya se sabía. Cuando los antiguos griegos consideraban un símbolo de mal augurio cuando las personas tenían que comer raíces y verduras de hoja verde, ellos representaban la sabiduría común. La felicidad no era un reverdeciente Jardín del Edén abundante en frutas frescas, sino una bodega bien cerrada llena de comida procesada y conservada. La comida local se recibía con el mismo entusiasmo que la natural y fresca; era lo que había para los pobres que no podían escapar de la tiranía del clima y la biología local, ni de la dieta monótona y con frecuencia precaria para la que les alcanzaba. Mientras tanto los ricos, en busca de una alimentación más variada, compraban, robaban, sonsacaban, recaudaban o huían con plantas, animales, alimentos y técnicas culinarias de donde quiera que pudiesen encontrarlas.

Para el siglo V a.C., los príncipes celtas de la región francesa conocida como Borgoña disfrutaban de una o dos copas de vino griego que bebían en reproducciones plateadas de las vasijas griegas. Los mismos griegos observaban a los persas, que aclimataban sus duraznos, albaricoques y cítricos, y emulaban sus enriquecidas salsas, mientras que los romanos contrataban cocineros griegos. Para cuando nació Jesucristo, los acaudalados de China, la India y el Imperio Romano pagaban grandes sumas por especias provenientes de islas remotas y misteriosas. A partir del siglo VII d.C., los califas y los sultanes islámicos trasplantaban azúcar, arroz, cítricos y muchas otras plantas de la India y de Asia del sur, transformando así las dietas de Asia occidental y de las costas del Mediterráneo. En el siglo XIII, los japoneses habían naturalizado la planta del té chino e importaban azúcar proveniente del sureste de Asia. En el siglo XVII, los europeos adinerados bebían endulzados cafés, tés y cocoa en tazas de porcelana china, importada o de imitación, ofrecidos por sirvientes con vestuarios de Turquía u otros países. Para asegurar su propio abasto, los franceses, holandeses e ingleses se embarcaron en excursiones imperiales y movieron a millones de africanos y asiáticos por todo el mundo. A los suecos, que no tenían imperio, les costó trabajo obtener dichos alimentos exóticos, de modo que el botánico Linnaeus puso en marcha los planes para naturalizar la planta del té en Suecia, durante el siglo XVIII. Podríamos reírnos ante la desesperanza climática de su propuesta. Sin embargo, no resultaba más ridícula que otras más exitosas, como naturalizar la caña de azúcar del sureste de Asia a través de los trópicos, manzanas en Australia, uvas en Chile, ganado Hereford en Colorado y Argentina, y trigo caucásico en las praderas canadienses.14 Sin las agresivas acciones globales de nuestros ancestros, todos seguiríamos bajo el yugo de la tiranía local.

Con respecto a la «comida lenta», es fácil sentir nostalgia por una época en la que las familias y los amigos se reunían para relajarse con deliciosa comida, y olvidar que lejos de ser un invento de finales del siglo XX, la comida rápida ha sido un pilar de toda sociedad. Mientras los cazadores rastreaban a su presa, los pescadores estaban en altamar, los pastores cuidaban a su rebaño, los soldados se encontraban en campaña, y los agricultores cosechaban, todos necesitaban alimentos que pudiesen comerse rápido y lejos de casa. Los griegos tostaban cebada y la molían para formar un alimento que se pudiera comer en seco o mezclado con agua, leche o mantequilla –como todavía lo hacen los tibetanos–, al igual que los aztecas molían maíz tostado y lo mezclaban con agua para obtener una bebida instantánea –como todavía lo hacen los mexicanos.

Comer sano y natural se consideraba sospechoso, casi horroroso, algo a lo que sólo los pobres, los incivilizados y los hambrientos recurrían.

Los citadinos, sobre todo, dependían de la comida rápida. Cuando el combustible costaba lo mismo que la comida, cuando las apretujadas viviendas no contaban con cocinas, y cuando un fuego descontrolado podía consumir vecindarios enteros, tenía sentido adquirir pan o fideos y un poco de carne o pescado para mejorar su sabor. Antes del nacimiento de Jesucristo, los romanos ya compraban pan de miel y salchichas en el foro. Durante el siglo XII, en Hagchow, los chinos se atragantaban de tallarines, bollos rellenos, tazones de sopa y dulces refritos. En el mismo periodo, pero en Bagdad, los habitantes de la ciudad compraban comida preparada y lista para comerse: pescado curado en sal, pan y un caldo de garbanzos secos. En el siglo XVI, cuando los españoles llegaron a México, los mexicanos ya habían disfrutado de los tacos del mercado por varias generaciones. En el siglo XVIII los franceses compraban cocoa, empanadas de manzana y vino en los bulevares de París, mientras los japoneses degustaban té, tallarines y estofado de pescado.

Los alimentos refritos, caros y peligrosos de preparar en casa siempre han tenido su lugar en las calles: las donas en Europa, los churros en México, el andagi en Okinawa, y el sev en India. El pan, también muy caro para hacerse en casa, es uno de los alimentos precocinados más antiguos. Para muchas personas en Asia occidental y en Europa, una hogaza de pan recién horneada en la panadería era la única comida caliente de todo el día. Los norteamericanos han contribuido a todas estas venerables tradiciones de comida rápida simplemente con a la adición de la freidora eléctrica, la plancha de hierro y las franquicias. De hecho, el McDonald’s de Roma era sólo uno más en la antigua tradición de restaurantes de comida rápida que datan desde los tiempos de los Césares.

¿Qué pasó con la idea de que la mejor comida era la comida de campo hecha a mano por artesanos? Si bien resulta obvio decir que la comida proviene del campo, no es así con el supuesto corolario de que la gente de campo come mejor que los citadinos. Pocos eran los campesinos independientes que horneaban su propio pan, destilaban su vino o cerveza, o su salaban su propio cerdo. La mayoría estaban agobiados con grandes impuestos y rentas, y tenían que pagar en especie (es decir, comida); o peor, eran aprendices, siervos o esclavos. No figuraban en la economía y subsistían con lo que sobraba. En el siglo II d.C., el gran doctor romano Galeno dijo:

Los citadinos acumulaban y almacenaban suficiente grano para todo el año que venía, poco después de la cosecha. Se llevaban todo el trigo, la cebada, los frijoles y las lentejas, y dejaban lo que sobraba a los campesinos.

Lo que quedaba daba lástima. Con frecuencia los que trabajaban la tierra sobrevivían con gachas delgadas y panes arenosos. Al norte de los Alpes, los campesinos franceses rezaban por que las castañas duraran los suficiente para mantenerlos desde que sus granos se terminaran y hasta la cosecha, tres meses después. Al sur de estas montañas, los campesinos italianos sufrían erupciones en la piel, enloquecían o, en los casos más graves, fallecían, a causa de pelagra provocada por una dieta a base de harina de maíz mezclada con agua. Los platillos que conocemos como étnicos y que creemos que son invención de los campesinos se crearon para los aristócratas urbanos, o por lo menos refinados, que recolectaban los excedentes. Esto aplica para la lasaña del norte de Italia, el pollo korma del Imperio Mogol, el cerdo moo shu de la China imperial, los palau o vegetales rellenos, el baklava del gran palacio otomano en Estambul, y para el mee krob del siglo XIX de Bangkok. Las ciudades siempre han gozado de la mejor comida e invariablemente han sido el objetivo de las innovaciones culinarias.

La mayoría de la «comida tradicional» tampoco es muy antigua. Por cada preciado platillo de hace dos mil años, existe una docena de ellos inventados durante los últimos doscientos años. ¿La baguette francesa? Es un fenómeno del siglo XX, adoptado en toda la nación tras la Segunda Guerra Mundial. ¿El platillo inglés de pescado con papas fritas? Data de finales del siglo XIX, cuando la clase trabajadora adoptó el pescado frito de los inmigrantes judíos sefardita del este de Londres. No obstante, este platillo pronto será cosa del pasado. Lo de ahora es lager con balti, un tipo de curry salteado proveniente de la imaginación de los pakistaníes que viven en Birmingham. ¿La musaka griega? Creada a principios del siglo XX en un intento por afrancesar la comida griega. ¿El burbujeante samovar ruso? De finales del siglo XVIII. ¿El ristaffel indonesio? Es un platillo colonial holandés. ¿La comida padang de Indonesia? Inventado en los últimos cincuenta años para los turistas. ¿Tequila? En la década de los treinta fue promovido por la industria cinematográfica como la bebida nacional de México. ¿El pollo tandoori de la India? Fue concebido por punjabis indios que sobrevivieron vendiendo pollos cocinados en un horno tandoor de estilo musulmán, tras huir de Paquistán hacia Delhi cuando se dividió la India. ¿La salsa de soya, el arroz al vapor, el sushi y el tempura de Japón? Se volvieron populares hasta mediados del siglo XIX. ¿El salmón lomi lomi –salado y cubierto con rodajas de jitomate y cebolla– de todo luau hawaiano? No hay ni un sólo salmón a más de tres mil kilómetros a la redonda de las islas, y la cebolla y el jitomate eran desconocidos ahí hasta el siglo XIX. Todos estos son datos irrefutables de la historia, aunque si los mencionas recibirás miradas de incredulidad.

Muchos platillos «tradicionales» no sólo se inventaron tras la industrialización y urbanización, sino que muchos dependieron de éstas. El smörgåsbord sueco nació a principios del siglo XX, cuando un poco de pescado enlatado y su hueva (ambos fuera de temporada) y paté de hígado se unieron para dar paso a un platillo suntuoso. El gulasch húngaro era desconocido antes siglo XIX y no fue bien aceptado hasta la invención del molino para paprika en 1859.

Con cada conquista los pueblos emigraban, las poblaciones se convertían a otras religiones o aceptaban nuevas teorías alimenticias; se olvidaban de sus platillos –incluso de sus cocinas típicas– e inventaban otros tantos nuevos. ¿Dónde se encuentra la cocina italiana y española del renacimiento, la hindú de la época de los rajás, la rusa zarista o la japonesa medieval? En su lugar tenemos la comida noniana en Singapur, comida malaya en Sudáfrica, la criolla en el delta del Misisipi y la comida local en Hawái. ¿Cuánto tiempo se tarda en crearse un tipo de cocina? No mucho: menos de cincuenta años, con base en experiencias pasadas.

¿Era más sana la comida antigua que la nuestra? Existen diversas aseveraciones inherentes a esta ambigua noción, como que la comida representaba un menor peligro y que las dietas estaban mejor balanceadas. Sin embargo, mientras perdemos la cabeza preocupándonos por los pesticidas en las manzanas, el mercurio en el atún y la enfermedad de las vacas locas, deberíamos recordar que ingerir alimentos es, y siempre ha sido, intrínsecamente peligroso. Muchas plantas contienen tanto toxinas como carcinógenos, con niveles muchas veces más altos que los residuos pesticidas. Y asar a la parrilla y freír, los aumenta. Algunos historiadores argumentan que los panes hechos con harina enmohecida y verminosa, aquellos adulterados con malta, hojas o corteza de árbol para que duraran más tiempo, o los contaminados con marihuana o semillas de amapola a fin de ahogar las penas, provocaron que durante 500 años los pobres en Europa estuvieran como pasmados, drogados en una nube llena de alucinaciones.

Claro que muchos de nuestros antecesores estaban ebrios la mayor parte del tiempo, ya que preferían el vino y la cerveza antes que el agua, y con justa razón. En las ciudades, los primeros abastecimientos de agua contaminada produjeron brotes de enfermedades intestinales. En Francia, por ejemplo, no había tuberías con agua disponible hasta la década de 1860. El pan se estiraba con tiza, la pimienta se adulteraba con las filtraciones en los pisos de las bodegas, y las salchichas estaban rellenas de todas las inmundicias expuestas por Upton Sinclair en La Jungla. Incluso los libros de cocina más reconocidos recomendaban usar ácido sulfúrico concentrado para intensificar el color del jamón. Se sospechaba que la leche propagaba fiebre escarlatina, tifoidea, difteria y tuberculosis, así que su consumo fue evitado hasta el siglo XX, cuando Estados Unidos y varias partes de Europa introdujeron estrictas regulaciones. Mi madre colaba los gorgojos de la harina; mi tía creía que si los gusanos podían comerse el jamón casero y sobrevivir, también la familia podría.

Para todos, el Modernismo Culinario había proporcionado lo que se quería: comida que fuera procesada, conservada, industrial, novedosa y rápida, comida de la élite a precios accesibles para todos.

En cuanto al balance dietético hay que distinguir, una vez más, entre pobres y ricos. Los ricos, cuyas abundantes mesas y enormes fajas daban testimonio de su posición social en la vida, sufrían muchas de las enfermedades propias de un estilo de vida lleno de excesos. En el siglo XVII, el emperador del Imperio Mogol, Jahangir, murió por excederse con la comida, el opio y el alcohol. En la Inglaterra Georgiana, George Cheyenne, el doctor más importante de la época, tenía que ser cargado por sus sirvientes para entrar y salir de su carruaje por pesar doscientos kilos; mientras que un poco después, Erasmus Darwin, famoso doctor y abuelo de Charles Darwin, hizo que cortaran un semicírculo en la mesa para acomodar su barriga. En el siglo XIX, el decimocuarto shogun de Japón murió a los 21 años, probablemente a causa de beriberi inducido por comer el arroz blanco disponible sólo para los privilegiados. En los países islámicos y en Europa, los adinerados usaban el azúcar como medicamento, en India usaban mantequilla, y en muchas partes del mundo la gente evitaba las verduras frescas por recomendación médica.

Todavía se está estudiando si en verdad los campesinos se morían de hambre en Europa y, de ser así, con qué frecuencia. Lo que sí resulta claro es que el abastecimiento de comida siempre fue precario: si el clima era inclemente o si se desataba alguna guerra, lo más probable era que no hubiera suficiente para todos. El final del invierno o de la temporada de sequía hacía que todos sufrieran por la falta de frutas y vegetales frescos; el escorbuto se presentaba tanto en tierra como en el mar. De acuerdo a nuestros estándares, la dieta de quienes desempeñaban arduos trabajos físicos resultaba frugal. Algunos cálculos estiman que en Francia, en la víspera de la revolución, uno de cada tres adultos hombres sobrevivía con menos de 1,800 calorías al día, mientras que un siglo más tarde, en Japón, la ingesta diaria era de más o menos 1,850 calorías. Los historiadores creen que durante los tiempos invernales de escasez, los campesinos hibernaban. Por lo tanto, no sorprende que en Francia la presunción más orgullosa era que «siempre hay pan en la casa», mientras el dicho japonés recomendaba que «lo único que importa es tener el estómago lleno».

De acuerdo con las medidas estándar de nutrición y crecimiento –esperanza de vida y de estatura–, nuestros ancestros se encontraban mucho peor que nosotros. La culpa era de su dieta, exacerbada por las condiciones de vida y por infecciones que afectaban la habilidad del cuerpo para utilizar los alimentos ingeridos. No hay nostalgia alguna por las comidas bucólicas de antaño que pueda borrar el hecho de que nuestros ancestros vivían vidas cortas y miserables, y que se enfermaban constantemente a causa de lo que comían y lo que no.

No obstante, los mitos históricos pueden engañar tanto por lo que dicen como por lo que callan: los luditas culinarios siempre minimizan los problemas morales intrínsecos a la labor de producir y preparar alimentos. En 1800, 95% de la población rusa y 80% de la francesa vivían en el campo; en otras palabras: pasaban los días poniendo comida en la mesa para ellos y para los demás. Un siglo más tarde, 88% de los rusos, 85% de los griegos y más de 50% de los franceses todavía vivía en el campo. Las sociedades tradicionales eran aristocráticas, conformadas por los que trabajaban duro para producir, procesar, conservar y preparar comida, y por los pocos que, gracias al limitado excedente, podían dedicarse a otros trabajos.

En las grandes cocinas de las minorías –la realeza, la aristocracia, y los ricos mercaderes– los cocineros creaban elaboradas comidas. Éstas mostraban el poder de los pocos afortunados a través de un símbolo que todos comprendían: muestras ostentosas de mucha más comida de la que los poderosos podían consumir. Los festines eran ocasiones públicas para demostrar el poder, no eran ocasiones privadas para celebrar ni para disfrutar la comida por el simple placer de comer. Los pobres estaban invitados a mirar, arrastrándose mientras los ricos se atiborraban. Luis XIV explotaba una tradición que se remontaba al Imperio Romano, cuando fomentaba la presencia de espectadores en sus festines. Incluso a veces los dejaba libres para que se pelearan por las sobras, con el fin de remarcar su poder y entretener a la corte. «La destrucción de los platillos tenía otro dulce propósito: divertir a la corte», señaló un comentarista, «al observar la presteza y el desorden de aquellos que demolían castillos de mazapán y montañas de frutas secas».

Mientras tanto, la mayoría de los hombres vivían para trabajar arduamente en los campos, y la mayoría de las mujeres moliendo, picando y cocinando. «Servidumbre», decía mi madre mientras preparaba en casa desayunos, meriendas y el té para ocho o diez personas los trescientos sesenta y cinco días del año. Tenía razón. Batir mantequilla y desollar liebres, sin la posibilidad de levantar el teléfono y ordenar una pizza en caso de algún inconveniente, es un trabajo no remunerado, duro e implacable. Aunque quizás mi madre no se dio cuenta de lo tanto más difícil que pudo haber sido su vida; por lo menos podía comprarnos pan en la panadería. En ese mismo momento pero en México las mujeres sin sirvientes podían pasar hasta cinco horas al día –un tercio del tiempo que estaban despiertas– hincadas en el molino preparando la masa para las tortillas de la familia. La invención de la máquina para hacer tortillas no llegó hasta la década de 1950, y con ella la liberación de esa pesada carga.

En el siglo XVIII y a principios del XIX parecía que la diferencia entre los tragones y los prosternados empeoraría. Entre 1575 y 1825 la población mundial se había duplicado de 500 millones a mil millones y, según las nefastas predicciones de Malthus, volvería a duplicarse para 1925. Los pobres, por necesidad o por mandato gubernamental, tenían que optar por productos básicos producidos en abundancia, como las papas y el maíz, aunque no fueran de su agrado. En China y Japón comían camote y maíz; en Italia, Rumania y España, maíz; y en el norte de Europa, papas. Sobrevivían con gachas o polentas de avena o maíz, con panes de centeno o cebada mezclados con paja y heno, incluso arcilla o corteza molida y papas hervidas; en muy pocas ocasiones comían carne. Las privaciones continuaron. En Europa, 1840 fue un año de hambre, recordado ahora como la devastadora hambruna de la patata en Irlanda. Al mismo tiempo, los ricos mantenían sus indulgencias de pan blanco, carne, ricas salsas grasosas, deliciosos postres, piñas exóticas de invernaderos, vino, té, café y chocolate, todo servido en elegante porcelana. En 1845, poco después de que las revoluciones cimbraran Europa, el primer ministro británico, Benjamín Disraeli describió:

Dos naciones entre las que no existen relaciones comerciales ni simpatía [...] que están conformadas por diferentes razas, alimentadas con comida diferente, regidas por costumbres distintas y que no son gobernadas por las mismas leyes… RICOS Y POBRES.

Justo a tiempo, en la década de 1880, la industrialización de la comida se dio mucho antes de que otros ramos, como el textil, se mecanizaran. Los campesinos trabajaban sus tierras haciendo uso de cosechadoras, y posteriormente de tractores y de la proliferación de fertilizantes. En la década de 1930 comenzaron a cosechar maíz híbrido. Los barcos de vapor y los trenes proveían de carne fresca y enlatada, frutas, vegetales y leche a los pueblos en crecimiento. En lugar de pasar hambre, los pobres del mundo industrializado sobrevivieron y prosperaron. En Inglaterra, entre 1877 y 1887, el precio de la comida al menudeo para un trabajador común se redujo un tercio –aunque todavía destinaba el otro 71% de su salario a comida y bebida–. En Estados Unidos, en 1898, con tan sólo un dólar se podía comprar 42% más leche, 51% más café, un tercio más de carne, y el doble de azúcar y de harina en comparación con 1872. Para el inicio del siglo XX, la clase trabajadora británica bebía té con azúcar en tazas de porcelana y comía pan blanco con jamón y margarina, carne y piña enlatadas, y naranjas de la cosecha de Navidad.

Para nosotros son patéticos el jamón barato, la margarina y las dietas a base de almidones, aunque el pan blanco no cause «debilidad, indigestión o nauseas», como el burdo pan integral cuando proporcionaba la mayoría de las calorías (lo que ya no es un problema porque no lo consumimos en dichas cantidades); además, era más fácil detectar contaminantes como el aserrín en el pan blanco. La margarina y el jamón hacían al pan más atractivo y fácil de tragar. El azúcar sabía bien y un té caliente proporcionaba alegría durante el invierno a las casas sin calefacción. Para aquellos que podían conseguir frutas, si acaso, sólo era durante los meses de junio a octubre, así que la piña enlatada y las naranjas en Navidad eran regalos muy preciados. Por lo tanto, para los comensales, las comidas eran un sueño hecho realidad, el primer paso para alejarse de una dieta burda y monótona, así como de la constante amenaza del hambre, incluso de la inanición.

Tampoco debemos pensar que los británicos, cuya cocina no los ha hecho famosos, eran los únicos encantados con la comida industrializada. Todos lo estaban, ya fueran americanos, asiáticos, africanos o europeos. Los italianos adoptaron la pasta de fábrica y los tomates enlatados en la primera mitad del siglo XX. En la segunda mitad, las mujeres japonesas le dieron la bienvenida al pan fabricado porque así podían dormir un poco más, en lugar de tener que levantarse a preparar arroz. De forma similar, los mexicanos encontraron que el pan era un buen sustituto cuando no había tiempo de preparar tortillas. Las mujeres trabajadoras de la India están felices de servir pan comercial durante la semana, dejando la pesada labor de hacer pan ácimo para los fines de semana. Conforme aparecieron los supermercados en Europa oriental y en Rusia, las amas de casa se regocijaban con la conveniente opción de poder adquirir productos ya preparados. Para todos, el Modernismo Culinario había proporcionado lo que se quería: comida que fuera procesada, conservada, industrial, innovadora y rápida, comida de la élite a precios accesibles para todos. Dondequiera que la comida moderna estuviera disponible, la población aumentaba en estatura, fuerza corporal, tenía menos enfermedades, y vivía más tiempo. Los hombres contaban con otras opciones además del duro trabajo de agricultor, y las mujeres tenían la posibilidad de no pasar cinco horas hincadas en el metate.

Así que el brillante pasado de los luditas culinarios nunca existió. Sus valores y actitudes no están basados en la historia, sino en cuentos de hadas: ¿Y qué más da? Tal vez ahora necesitemos esta filosofía culinaria. Sin duda nadie negaría que el suministro de alimentos industrializados tiene sus propios problemas, esos de los que escuchamos a diario. Tal vez deberíamos comer más comida lenta, artesanal, local, fresca y natural. ¿Por qué no inventamos un mito histórico para conseguirlo? El pasado quedó atrás. ¿De verdad importa si la historia es acertada?

Yo creo que sí, que importa bastante. Si no entendemos que la mayoría de las personas no tenían otra opción más que entregar sus vidas a cultivar y cocinar, entonces somos incapaces de comprender que los alimentos del Modernismo Culinario –igualitario, disponible para todos en casi la misma proporción, sin exigir la enorme cantidad de tiempo y recursos que la comida tradicional requiere– nos brinda un sinfín de opciones, no sólo de dieta sino de qué hacer con nuestras vidas. Si urgiésemos a la mexicana a quedarse en su metate, al campesino en su prensa de aceitunas, y a la ama de casa en su estufa en lugar de ir a un McDonald’s, sólo para que podamos comer tortillas hechas a mano, aceite de oliva tradicional y comida casera, estamos asumiendo el manto de los aristócratas de antaño. Estamos reduciendo las opciones de otros mientras intentamos imponer nuestras preferencias culinarias de élite en el resto de la población.

Si no entendemos lo escasas y monótonas que resultaban las dietas tradicionales, corremos el riesgo de malinterpretar la «comida étnica» que encontramos en los libros de cocina, restaurantes o en nuestros viajes. Dejamos que nuestros ojos no presten atención a los comentarios sobre sirvientes, viajes y educación en el extranjero en los libros de cocina supuestamente étnicos, referencias que podrían iluminarnos ante el hecho de que esas recetas son de acaudalados italianos, indios o chinos con sirvientas que hacían todo el arduo trabajo de preparar elaborados platillos. Podríamos confundir la comida del actual europeo, asiático o mexicano de clase media –muchos de los cuales se benefician de la industrialización y del turismo contemporáneo– con la comida de un campesino o la de nuestros ancestros. Podríamos representar a las personas del Mediterráneo, del sureste de Asia, de la India o de México como peones a merced de las corporaciones multinacionales concentradas en vender productos modernos de mala calidad, sin darnos cuenta de que, al igual que nosotros, ellos también disfrutan de una gran variedad de productos en el mercado, de restaurantes extranjeros donde comer y de nuevas recetas que probar.

Si asumimos, sin siquiera pensar, que la buena comida conlleva lo antiguo, lo lento o lo casero –aún cuando todos hemos probado pésima comida típica– entonces no podremos ver que muchos alimentos industrializados son mejores. Es obvio que nadie con un molino podría preparar chocolate tan suave como el de una fábrica moliéndolo durante 72 horas; tampoco es probable que una ama de casa prepare salsa de soya o miso. Además, recordemos que la popularidad actual de la cocina italiana se debe a la disponibilidad y vida útil de dos alimentos de rápida preparación que incluso los puristas adoran: la pasta de alta calidad y los jitomates enlatados. Lejos de huir de ellos, deberíamos pedir más alimentos industriales de gran calidad.

Si no entendemos lo escasas y monótonas que resultaban las dietas tradicionales, corremos el riesgo de malinterpretar la «comida étnica».

Si idealizamos el pasado, podemos olvidar el hecho de que es la economía industrial, global y moderna, y no los recursos invernales del campo alrededor de Nueva York, Boston o Chicago, la que nos permite saborear deliciosos platillos tradicionales, frescos y naturales. El aceite de oliva virgen, la salsa de pescado tailandesa y los fideos udon nos llegan gracias al mercado internacional. Lo fresco y lo natural se ve imponente porque podemos dar por sentado que los ingredientes procesados y conservados –sal, harina, azúcar, chocolate, aceites, café y té– seguirán siendo producidos por los agro-negocios y por las compañías de alimentos. Los espárragos y las fresas nos llegan en camiones desde México y en aviones desde Chile. Sería imposible disfrutar de los encantadores restaurantitos o de los coloridos mercados de Marruecos o de Vietnam sin el turismo internacional. La comida étnica que buscamos al viajar es preservada, e incluso con frecuencia inventada, por la industria hotelera y la de los restaurantes, cuyo objetivo es encargarse de nuestra ilusión por ir a la India, a Indonesia, Turquía, Hawái o México. El ludismo culinario, más allá de escapar de la comida global, se ha vuelto parasitario de la misma.

Los luditas culinarios sí tienen razón en cuanto a dos aspectos importantes: debemos aprender a preparar buena comida y necesitamos una postura culinaria. En lo que a la buena comida respecta, nos han proporcionado un gran servicio al enseñarnos cómo usar el botín que de manera irónica nos aporta la economía global. Sin embargo, su postura culinaria es harina de otro costal. Si pudiésemos volver el tiempo atrás, como ellos quieren, la mayoría de nosotros viviríamos trabajando todo el día en el campo o en la cocina y muchos estaríamos muertos de hambre. No necesitamos nostalgia, sino una postura que llegue a un acuerdo con la comida industrializada contemporánea, no que la rechace; una postura que abra posibilidades para todos y no una que las cierre a muchos para que unos pocos se beneficien de su trabajo. Sobre todo necesitamos una postura que no juzgue de antemano y decida, según sea el caso, cuándo es mejor optar por lo natural o lo procesado, por lo fresco o lo conservado, por lo antiguo o lo nuevo, por lo lento o lo rápido, y por lo artesanal o lo industrial. Dicha postura –y no un ludismo timorato– es la que nos impulsará a crear una incomparable cocina moderna apropiada para nuestro tiempo.

 

Gastronomica: The Journal of Food and Culture, University of California Press.