La historia silenciosa de la naturaleza muerta

 

por March Castañeda

Este texto apareció en nuestro especial Comida y arte (vol. 8), un asunto especialmente cercano al espíritu de HojaSanta. Si se lo perdieron, cómprenlo acá. Les recordamos que vale la pena suscribirse.

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«El arte gastronómico se expresa en muchas formas, como ésta», me dijo mi profesora de Historia del Arte de la universidad mientras señalaba con su apuntador un bodegón proyectado en la pantalla. A mí, que siempre me han perturbado las pinturas de still life, me inquietó —más bien me enojó— su afirmación. «¿Eso es arte gastronómico?», pregunté, «Sí», dijo. «¿Por qué?», insistí. Ella simplemente respondió: «porque está hecho de comida».

Todos sabemos lo que es el still life (naturaleza muerta): una categoría del arte que representa objetos inanimados, que pueden ser naturales (comida, flores, animales muertos) o hechos por el hombre (vajilla, libros, vasijas). Seguramente todos hemos visto un cuadro de still life colgado en las paredes de la casa de la abuela o de las tías. Y algunos desafortunados, como yo, hemos tenido que lidiar con la desesperación de pintar bodegones porque el maestro de pintura dice que es la mejor forma de aprender sobre proporción, iluminación y volumen. Aún así, jamás había pensado en la posibilidad de que el still life, un milenario género pictórico, fuera una expresión de arte gastronómico —que de hecho ni siquiera sé si es un término válido o qué signifique para mi maestra de arte.

El still life nació como un género internacional independiente alrededor de 1600. Ningún país puede reclamar derecho a su origen y ningún artista puede decir que pintó la primera obra de still life; sus inicios se pueden encontrar en tradiciones pictóricas de toda Europa, que van desde las pinturas Flemish Marian, del siglo XV, hasta los bodegones españoles o incluso libros de historia natural. Y desde entonces se ha mantenido como un género significativo hasta cierto punto, aunque pocas veces ha sido explorado a profundidad (eso sí, muy criticado a nivel estético y difícilmente discutido en términos simbólicos).

Uno de los primeros teóricos del still life, Gérard de Lairesse, argumentó apasionadamente en sus escritos que los artistas no deben enfocarse en este género pictórico por su falta de sentido, profundidad y estructura. Y, a pesar de que el mundo se ha llenado con un montón de exhibiciones de naturaleza muerta, todavía se trata con cierta indiferencia. Muchos teóricos del arte, pintores y aprendices, la consideran en el fondo de la jerarquía artística. ¿Qué tanto podemos analizar del still life? Son objetos mundanos que de pronto se convirtieron en protagonistas de la pintura.

Hanneke Grootenboer, doctor en Estudios Visuales Culturales y Profesor de Historia del Arte, sabe mucho más que yo. Dice que «a pesar de nuestra familiaridad con el still life y nuestra facilidad para reconocerlo, hay todavía algo injustificado en él». En su ensayo The Paradox of Still Life  (Oxford Art Journal, 2011) se cuestiona cuál es la verdadera conexión de las pinturas still life, ya que abarcan distintas técnicas (el arte de Pompeya, el cubismo, los bodegones españoles, el trompe loeil, los collages y hasta el arte digital de los 2000’s) y diversos contextos históricos y culturales. «No es sólo la utilización de objetos inanimados, sino lo que éstos significan. Estos son producto de la presión cultural e histórica y están dentro de una composición simbólicamente legible», se lee en su ensayo. Grootenboer responde a su pregunta desde distintos enfoques, uno de ellos basado en la cultura de la mesa. Detrás de las frutas y los platos con comida, la historia cultural de la gastronomía se asoma un poco. ¿Qué utensilios de cocina existían? Podemos identificar, por ejemplo, cuándo se inventó el tenedor. ¿Qué se comía, quién, cuándo y por qué? ¿Cómo se relacionaba la gente con la comida de su época? Son preguntas que una pintura still life puede responder, aunque esto no significa que todas lo hagan.

James Oles, doctor en Estudios de Arte Latinoamericano por la Universidad de Yale, nos trajo una teoría muy parecida en la primera edición de la cumbre gastronómica mexicana Mesamérica (2012). En su libro Art and Architecture in Mexico (Thames & Hudson, 2013), expresa estar convencido de que «es imposible contar la historia del arte sin hablar de la historia de la cultura, de la política, de la economía y de la gastronomía», y durante su conferencia nos mostró cómo podemos contar la historia de la gastronomía mexicana a través del arte, incluyendo el still life. Desde Tlachiquero de Claudio Linati (1838), pasando por los más de 40 naturalezas muertas de Frida Kahlo y Los frutos del trabajo de Diego Rivera (1932) —aunque ésta no se considera still life por la presencia de figuras humanas—, hasta las sandías de Naturaleza muerta de Rufino Tamayo (1954), Oles pudo hacer una lectura cultural de la comida dentro del arte mexicano. «La cocina es arte y es historia. Sin el arte y sin la historia, es imposible entender la comida», dijo en aquella conferencia magistral.

Uno de los mensajes silenciosos del still life está, entonces, en la cultura de la mesa, como respuesta a la historia. «La cultura de la mesa es rápida y lenta. Es pasiva e independiente. Y eterna», afirma Grootenboer. Y sí, está presente tanto en la más antigua representación artística como en las contemporáneas; de distintas formas, con técnicas diferentes, pero está, por ser un hecho cultural. El still life nos muestra una cultura gastronómica porque la mesa interactúa con un montón de simbolismos culturales fuera de la pintura; ésta, como arte, no está hecha sólo de pigmentos sobre una superficie, sino por símbolos que conviven en un espacio semántico. Esto es una clase básica de arte: el significado de una imagen no está inscrito en su superficie de pinceladas, el significado surge entre los signos (visuales o verbales) y sus intérpretes. Así que el still life no es sólo duraznos y manzanas pintados sobre un lienzo —no siempre, al menos.

Para extender esta teoría, podemos dar un paseo histórico por algunas de las más emblemáticas pinturas del still life:

 
 
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Pieter Aertsen, Puesto de carnicería con La huida a Egipto, 1551.

Muchas pinturas de still life, sobre todo las muy tempranas, están profundamente cargadas de símbolos religiosos, como esta de Aertsen. Este puesto de carnicero quiso representar «la distracción carnal» que acechaba a los cristianos de la época. No sólo hay naturaleza muerta, al fondo de la pintura se ve a un grupo de fieles unidos a la Sagrada Familia.

 
 
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Giuseppe Arcimboldo, Canasta de frutas, c. 1590.

Arcimboldo hizo retratos de gente con frutas, verduras e incluso libros. Sus still lives se han catalogado como surrealistas, aunque no por el movimiento sino por la idea de crear algo que es surreal. Algunos críticos de arte han dicho que intentaba retratar la opulencia de las mesas italianas. Su arte es una forma básica de decir: «eres lo que comes» o, en este caso, «lo que presumes que comes».

 
 
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Juan Sánchez Cotan, Membrillo, repollo, melón y pepino, 1602-1603.

En el barroco español los bodegones austeros sobre fondos oscuros se presentaban como meditaciones piadosas sobre la espiritualidad. Las obras de Cortan hablan sobre la frugalidad, más relacionada con la fe personal que con la religión. Este símbolo es más poderoso cuando recordamos que el artista era conocido por haber renunciado a las posesiones mundanas para convertirse en monje.

 
 
 
 
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Jan Davidsz de Heem, Naturaleza muerta con fruta, langosta y jamón, 1648-1649.

Durante la época barroca holandesa en el siglo XVII, las pinturas still life eran usadas para demostrar las riquezas, y una forma infalible de hacerlo era presumir los lujos de la mesa. En esta representación vemos lonchas de jamón, langosta, limones, frutas; un festín de opulencia y sensualidad. Nos muestra lo que a la gente de 1648 le importaba: la abundancia culinaria.

 
 
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Paul Cézanne, Un coin de table, 1895-1900.

Esta es una clásica de la naturaleza muerta. Lo que hace a esta pintura tan famosa, provocativa e inquietante —aunque a simple vista no se note— es la extraña disposición espacial de la fruta y el plato sobre la mesa: todo parece estar a punto de caer en el vacío. Como obra de un postimpresionista, esta still life puede que haya superado las ansias por retratar la vida de la elite y se haya quedado con la forma, la pura forma de un montón de manzanas.

 
 
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Pablo Picasso, Naturaleza muerta con silla de paja, 1912.

¡Otro sentido de la realidad! Muchas de las naturalezas muertas cubistas de Picasso toman como tema una típica mesa de café. Son más collages que representaciones reales de la mesa porque, bueno, estamos hablando de uno de los padres del cubismo. Aquí está la cotidianeidad vista con ojos que desafían lo verdadero y lo falso, que imitan la realidad. En la Belle Époque importaba mucho esta imagen: una mesa, sillas, café, periódicos y vasos llenos (de lo que usted guste).

 
 
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Salvador Dalí, Naturaleza muerta eucarística, 1952.

Ya estamos bien entrados en el surrealismo. Dalí creció en la costa catalana mientras comía erizos con su padre. Por eso, quizás, están presentes en esta representación de la eucaristía, donde vemos los perdurables símbolos de la cristiandad: el pescado y el pan. Un elemento obsesivo y fetichista en todo su trabajo como artista.

 
 
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Wayne Thiebaud, Cakes, 1963.

Esto es más moderno y mucho más pop —aunque realmente él no fue considerado un artista pop—. Y sí, todavía es still life (¿porque utiliza comida como elemento principal? Sí). Magdalenas, pasteles, helados y bizcochos son representados con delicadeza por Thiebaud. No es artificioso o irónico como Warhol en sus latas de sopa, sino cálido y quizás un tanto nostálgico. Sus pays, malteadas y demás postres son pintados por él desde su imaginación y desde sus memorias de pastelerías y cenas, como si nunca se hubiesen visto antes. Los dulces de los 60’s…

Mike Geno, Tête de moine, 2013.

Algunos críticos del arte aseguran que el still life murió a mediados del siglo XX. Sin embargo, el trabajo de Geno puede ser la prueba de que este género aún está vivo, aunque en una forma muy distinta. El surgimiento del arte digital lo cambia todo; ahora el arte vive en los blogs. Geno, que se considera a sí mismo un foodist, se ha obsesionado con las carnes rojas, el tocino y los quesos —aunque hace pinturas de muchas comidas—. Su serie Cheese Portraits nos recuerda que la comida aún es apetitosa para el arte, pero sobre todo nos habla de nuestra cultura actual, que definitivamente nos ha llevado a expandir los límites de la exploración gastronómica.

Lo que yo no sabía —y sospecho que mi profesora de Historia de Arte en la universidad tampoco— es que una pintura still life no es arte gastronómico, pero sí está hecho de cultura gastronómica. Gran diferencia. En otras palabras: el arte no se hace con comida, pero la comida sí tiene y tendrá un lugar especial en la cultura visual.