El gordo que llevamos dentro

 

 por Daniel Krauze; fotos: Sally Wilson

Este texto apareció en nuestro especial de celebraciones (vol. 9). El exceso es el festejo: cómprenlo aquí.

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No hay muchas fotos de mi infancia en casa de mi madre. No lo digo como reproche: me parece saludable no atizar la nostalgia, sobre todo porque en esa casa crecí. Imagino que ahí el pasado habla sin necesidad de invocarlo con fotografías que remitan a mi niñez. Ahí está mi recámara, mi cama, mi escritorio y algunos juguetes, ocultos en clósets y cajones. Sólo una imagen mía ocupa un lugar central en la sala: es el festejo de mi cuarto cumpleaños. Mi pelo es una vergonzosa bacinica rubia, mis dientes chuecos son de leche, y mis dedos y barbilla están llenos de merengue. Frente a mí hay un enorme pastel de Sanborns, que mi abuelo compró para la fiesta. Acabo de ser víctima de la primera mordida cumpleañera. Estoy feliz.

En Kitchen Confidential, Anthony Bourdain recuerda los dos alimentos que comenzaron su romance con la comida. En un viaje a Francia, el terruño paterno, probó ostiones y una vichyssoise. La sopa fría fue el primer platillo que le llamó la atención. No pudo comerla con indiferencia: era demasiado distinta a lo demás que había probado y además, cuenta, ¡estaba fría! Algo similar me ocurrió con ese pastel. Parecía un juguete; con listones de merengue azul y rosa, holanes de azúcar y esa forma cilíndrica como una pelota. Su sabor era perfecto para el gusto, imposible de empalagar, de un niño pequeño. Su consistencia me dio risa; recuerdo haberle manchado la nariz a mi padre y a mi mejor amigo, encantado de ver cómo el merengue se quedaba fijo en su lugar. Y era mío; llevaba mi nombre escrito sobre su superficie, decía ‹feliz cumpleaños› y una vela –inmensa, en mi memoria– daba fe de la cantidad de años cumplidos. Me cuesta trabajo describir qué tan importante me sentí cuando mi familia me cantó Las mañanitas. En ese momento aquel pastel era el centro del mundo.

Con el paso del tiempo los pasteles de merengue se convirtieron en una forma melancólica, no siempre dichosa, de recordar la infancia. Quizás porque a veces duele recordar la alegría de la niñez pedí que, si iban a festejarme, me compraran pasteles de otro tipo. Entonces los cumpleaños se convirtieron en pretextos para comer, por ejemplo, cinco rebanadas de pastel imposible, de pay de cereza o (mi favorito) cheesecake de calabaza. Antes disfrutaba ser el festejado. Ahora Las mañanitas me sacan ronchas. Los cumpleaños, admito, me deprimen.

Finalmente opté por pedir que no haya pastel, velas o fiesta. Sólo quiero que me preparen lo que más me gusta. Nunca es algo elaborado o complejo. Quiero chiles rellenos, cecina enchilada, plátanos fritos o cochinita pibil. Creo que un día le pedí a mi madre que me preparara un pavo digno de Obélix, de esos que se comen con delantal, sin usar tenedores, con la mano sujeta a la pata chorreante de grasa.

Así, esa foto de la sala me recuerda lo mejor que me dejó aquel cumpleaños: los festejos son el momento ideal para consentir al gordo que llevamos dentro. Comer sin culpa, hasta que la hebilla del cinturón aguante, sin pensar en la báscula, las calorías ni en los carbohidratos. Quizás hago esto precisamente porque quiero olvidar qué se celebra… Ese día es un pretexto para transformarnos en trogloditas, tanto como El Grito es un pretexto para emborracharnos en masa. De chico podía pedir postre si me acababa la carne, y sólo me llevaban por un helado si me portaba bien. Ahora si estoy satisfecho con mi trabajo, abro una cerveza en la noche; si hice ejercicio, me regalo un pan dulce. La comida y la bebida son el premio. Festejamos para olvidar qué festejamos. El exceso mismo es el festejo.

 
 

 
 

Acá hay otro texto de Daniel Krauze: Cómo el cine endulzó mi vida.