Comida judía, cashrut y mucho rollo

por Jorge Pedro Uribe Llamas, fotos: Pia Riverola

 

Este texto apareció en nuestro especial de comida y religión, volumen 10. Pueden comprar la versión digital acá. Sólo veinte pesitos.

 
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Escribir sobre gastronomía judía nos mete en un problema gordo, en camisa –o talit– de once varas: tener que definir lo judío. ¿Qué hace que una persona o comida sea judía? ¿Qué distingue a un platillo judío de los demás? Notamos, así, otra dificultad, más propia de editores y correctores de estilo, pero que igual es preciso mencionar: no existe un sinónimo para la palabra «judío» (semita, hebreo, israelita, sionista e israelí no cuentan: Abraham era más hebreo que judío y Moisés más judío que israelita, además de que no todos los israelíes son necesariamente sionistas, etcétera), por lo que –oy, vey!– nos vemos obligados a abusar del término. Un tercer obstáculo, asimismo semántico: ¿quién decide que un platillo sea casher (kosher, en inglés) o no? Y, en realidad, ¿qué significa esto? Procuremos responder a tanta pregunta de la forma más judía posible: por medio de otras preguntas.

 
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Importante tema a considerar: las cheeseburgers. Uno de los platillos menos casher –«apto», en hebreo– de nuestro tiempo, en especial si lleva tocino. ¿Qué hay de malo en una deliciosa hamburguesa con queso? Nada. Aquí sólo hablamos de aptitud. Mezclar carne y lácteos es tan inapropiado –taref– para el pueblo judío como ingerir puerco, insectos rastreros o animales acuáticos sin aletas y escamas a la vez, entre otras prohibiciones explícitas o sugeridas en la Torá, texto y corazón del judaísmo. Pero, ¿por qué? Habrá que preguntarle a un rabino, quien de seguro nos hablará de la pureza e impureza de los alimentos, en términos de salud física y espiritual. «Lo que uno come incide en el cuerpo, pero también en el alma», añadirá nuestro rabino imaginario. Y uno se quedará pensando, entonces, en los efectos espirituales de comer animales que se arrastran o ingerir la sangre de una res. No será ningún rabino, sin embargo, el que nos revele la intención profunda de tales recomendaciones bíblicas. No todo en la Torá, ni en la vida, se encuentra desmenuzado para que lo entendamos cabalmente. Ya se sabe: la fe.

En el judaísmo son usuales las separaciones: lo sagrado y lo profano, el lino y el algodón, la carne y la leche, lo que debe hacerse y lo que es mejor evitar. La capacidad de elección es la primera característica del buen juicio. No se acepta todo a rajatabla, sino que se vuelve necesario discriminar. Y esta es una de las fuerzas del pueblo judío, una causa de su asombrosa longevidad. Otros superpoderes han sido la diversidad y la habilidad para adaptarse. Todo esto ha hecho posible la existencia de una gastronomía variopinta, basada en el cashrut, pero asimismo en la historia, a la que alude el famoso chiste que da título al artículo. El pueblo judío ha sido continuamente perseguido y obligado a migrar. Y tanto viaje lo ha convertido en un colectivo universal y dinámico que lo mismo se ha habituado al europeo gefilte fish que al kepe bola, de tufillo oriental. Hay una sola palabra para «judío», sí, pero varias formas de serlo (incluyendo una mexicana). Lo que no cambia es la Torá.

Es decir que Dios aporta las reglas y el hombre las formas. Un pacto comprensible, buena onda, que es conmemorado en cada Shabat (la más importante festividad judía, que se repite semana tras semana) al bendecir el pan y el vino: Dios se encarga del trigo y la vid, y el ser humano de trabajarlos. En la Torá está escrito que no se debe cocinar un cabrito en la leche de su madre, y desde entonces los judíos se han puesto a debatir, por ejemplo, si el pescado debe comerse con queso, como hacen los ashkenazim (del centro y este de Europa) a diferencia de los sefaradim (de origen mediterráneo). Y esto ha dado pie, naturalmente, a un sinúmero de usos y costumbres, como la categoría de parve, que es aquel alimento neutral que se combina o con lácteos o con carne. Si lo invitan a uno a cenar a un hogar judío, ¿será correcto llevar un platillo casher, o bastará con uno parve? ¡Qué rollo! ¡Y qué padre!, sobre todo porque en el judaísmo –de cualquier denominación– no existe realmente una jerarquía que regañe, castigue, premie o verifique. ¿Quién decide, pues, si un alimento es casher o no? Las empresas certificadoras, en donde colaboran rabinos y matarifes. En México funcionan algunas.

El cashrut supone, además, implicaciones morales que tienen que ver con evitar el sufrimiento animal o brindarle condiciones laborales dignas a los empleados de la fábrica de comestibles. Por si fuera poco, hay que pagarle a un experto que revise que el animal no tenga ninguna enfermedad o que las verduras no estén contaminadas por insectos, entre mil labores más. No se trata únicamente de bendecir el alimento, como suele creerse. La próxima vez que entremos al súper de Acapulco 70, en la colonia Condesa, o a la fondita casher de Izazaga 118, por citar dos casos nada más, entenderemos por qué todo resulta más caro que en cualquier otro lugar. Si el veganismo puede llegar a ser costoso, la alimentación casher ni se diga. Y de hecho, alguien vegano en gran medida estará practicando el cashrut, aun careciendo de certificaciones.

Felicitamos ahora al lector que, valiente y curioso, ha llegado hasta aquí luego de tanto rollo, al tiempo que regresamos para concluir a nuestra pregunta inicial: ¿qué es lo judío? O más aún: ¿a qué sabe lo judío? Podemos ofrecer una ostentosa explicación, pero lo más casher será contestar con un elegante ¡Depende!

 
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