Aguardando al chillido: La matanza del chivo

 

por Nadia del Pozo

Este texto apareció en nuestro especial de celebraciones (volumen 9). Si se lo perdieron, pueden comprarlo acá

 
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Tengo que confesarles que las ubres son más sabrosas que los testículos. En la lengua los grumos no amargan y se deshacen. Las mujeres de la tienda habían aguardado a que el tipo tras el mostrador –con sombrero ranchero y camisa abierta que dejaba su vello al descubierto– le hiciera una mueca a mi aserción. Creo que imponía porque en él podían verse a los chivos cogiendo y gritando de dolor, con el aroma a sexo que tiene la sangre. Pero sonrió con sus ojos hondos como huecos de óxido mojado, y ellas comenzaron a reír con ese volumen que parece desatar otro tipo de contención. En ese momento imaginé a la más joven empuñando el afilado cuchillo con restos de frito, subirse el vestido y, mirando a su vástago descalzo sobre el grasiento petate donde se amontonaban los chicharrones, agarrarse uno de los pechos para sesgarlo como masa blanda: «ves, amor, esta es la teta que te amamantaba cuando tu padre se echaba a la tía. Llévala a las calderas para que la fría».

 
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En la estancia de los fritangueros el calor sacudía todavía más fuerte que afuera, donde los viejos dejaban su cabeza colgando con la vista al suelo, no muy lejos de los perros como muertos que habían escogido las mismas sombras. Una vez dentro no pude evitar buscar al tipo que lanzaría, a una de las calderas de 170 por 80, el seno de su esposa. Antes vertería la grasa del chivo, densa y amarillenta, acumulada en uno de los bidones del patio trasero hasta hacerla hervir, y en distintos momentos del día le darían vueltas a la fritanga con las largas palas de madera. En unas semanas despegarían en el lavadero los restos de sebo adherido a los palos, que también impregnaban las paredes de cal; la misma que revestía los muros exteriores de la finca, de arquitectura extremeña adaptada por los mixtecos, y cuyo blanco cegador parecía ser el único elemento compasivo. Fuera de esa visión, todo eran tripas suspendidas y mapas inhóspitos de texturas estremecedoras –semejantes a los que se me presentaban en el adormecimiento–. Pendían de los alambres que cercaban los cientos de caderas crudas, expuestas al sol como un ejército derrotado. Nuestra crueldad, pensaba, terminará de hacer con vosotras un delicioso mole y por ello estoy aquí, para conocer a vuestros dueños a través de su platillo. Saber si aman como matan. Saber si antes de relamer los huesos pélvicos vuelcan el alimento masticado en la boca del otro; si al engullir al chivo recuerdan cómo se orinaba al rondarle, con el cuchillo en la boca y los brazos estirados.

 
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Mientras atendía los finos vasos sanguíneos que traslucían por los tejidos y que más tarde volverían a ablandarse en un caldo, vi a varios tipos dirigirse con decisión hacia la estancia mayor. En ese patio formado por corredores bajo teja, con las mínimas reglas académicas pero con el sentido común de quienes llevan construyendo sus hogares por generaciones, podía mascarse la espera. Ancianas con las piernas estiradas en el piso, buscando con su cabeza pedazos sin sol; bebés durmiendo panza arriba sobre mantas; muchachos de torsos desnudos acostados en las carretillas. Todos aguardando al chillido, a que aquella puerta por la que me permitieron colarme quedara abierta. Dos grandes cuadras de tierra, amuralladas y conectadas por una valla. Más allá de esas tapias los caminos, el monte donde los rebaños engordaban durante sus últimos cuatro meses de vida.

1,26,45,70 cabezas y más, contadas por unos cuantos hombres que agarrados entre sí se situaban junto a la verja de madera para que el hato brincara sobre sus extremidades. Se arrinconaban por las esquinas, incorporándose a dos patas a causa de los empujones. En unos instantes la tierra empapada, roja y deshabitada. Habían ido trasladándolos al patio de tendido, convertido en carnicería, donde las placentas estallaban contra el suelo salpicando la piel de mis guaraches. Hora de que los hijos trataran de salvar a las crías todavía tiernas. Sujetos de las patas traseras y colocados boca abajo, despejaban sus gargantas con el índice para que aspiraran el nuevo oxígeno. Crecían los montones de cráneos, paletillas y piernas. Podía escuchar el cuero separarse de la carne para terminar en una montaña de pieles, oír el desgarre de los ligamentos, el ruido de los cuernos contra los cuernos.

 
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Para entonces yo estaría de regreso en la ciudad, con el estómago trastornado por la deliciosa crueldad de ese mole tradicional. Sal, chile costeño, miltomate, hojas de aguacate, ejotes silvestres, manojos de pepiche y guaje colorado, burbujeando con las caderas en una olla de barro. Me había dicho, una vez fiambres, comérmelos es lo único con sentido. Una vez troceado y guisado, aquella ración era pura destreza gastronómica, la memoria de una cultura, el sacrificio convertido en talento. Así que me senté en la mesa junto a algunos familiares de la matanza, con un cuenco de intenso cocido frente a mí. Todos con los huesos en las manos estiraban la carnita con los dientes, empapados por la salsa picosa que avanzaba como un ardiente escalofrío por el esófago hasta la tripa y terminaba por subir a las mejillas, los lagrimales y la nuca. Resbalaban las gotas de sudor entre mis pechos, me chupaba las yemas y bebía a morro el refresco de guayaba. Mientras saboreaba la devoción, vi a una mosca en mi jugo. Si aguanta el nado un rato más, salvo a esta valiente.~