No todo es mentira

 

por Mauricio González Lara; foto: Ana Lorenzana

Este texto proviene de nuestro especial Entre la niñez y los recuerdos, que está listo para salir al público y trae un montón de cosas buenas. Vayan comprándolo aquí.

El problema con Templeton, episodio 45 de La dimensión desconocida, cuenta la historia de Booth Templeton; un actor veterano de Broadway que experimenta una crisis existencial tras enterarse de las infidelidades de su joven esposa y el arribo de un exigente director a la obra en la que trabaja. Templeton añora los días en los que era un actor novato y estaba casado con Laura, la «criatura más hermosa» creada por Dios, quien murió a los 25 años de edad. Como anuncia al principio Rod Serling, creador y narrador del programa, el histrión se traslada –mental o factualmente, no lo sabemos, no importa– a ese pasado glorioso para reunirse con su amada, pero lejos de encontrar a la esposa perfecta, descubre que en realidad Laura era una mujer que sólo quería empedar y pasarla bien. Al principio pensamos que, obnubilado por la nostalgia, el actor engrandeció a Laura en su memoria, aunque luego se revelará que todo fue una representación, una obra de teatro montada por los fantasmas mentales de Templeton con el objetivo de obligarlo a concentrarse en el presente y sus posibilidades.

foto.jpg

Hace unos días fui a comer a la cantina La Ribera (Cuauhtémoc 140, CDMX), un establecimiento con «80 años de tradición» al que solía llevarme mi familia cuando era niño. La especialidad es el cabrito. Lo recordaba delicioso. Pedí una pierna. La carne cercana al hueso estaba fría, lo que denotaba un torpe recalentado. Salí triste. La Ribera no es el primer restaurante que me decepciona en mis intentos por revivir los sabores que me dieron alegría de niño. No obstante, a diferencia de, digamos, Danubio, un local que probablemente ya no ofrece el rigor de antaño, pero que aún conserva rastros de calidez en su servicio y un alto nivel en sus platos insignia (la sopa verde, los langostinos), ese cabrito frío fue el equivalente de un escupitajo al álbum fotográfico familiar.

La tentación de engrandecer el pasado crece conforme nos hacemos viejos. Sin embargo, la distorsión de la memoria no significa forzosamente que el recuerdo sea una mentira. Tarde o temprano todos nos convertimos en detectives de nuestro pasado. ¿Qué mejor prueba de que fuimos felices que un platillo que aún ofrece el sabor y goce que guardamos en nuestra memoria? Mantener vigente un restaurante de tradición es una responsabilidad mayúscula: es un lugar obligado a brindar evidencias contundentes de que nuestra historia no es una mentira, de que fuimos tan plenos y reales como la comida que tenemos enfrente. Cuando una casa asume su tradición como un elemento meramente mercadotécnico, y no como una obligación moral frente a sus clientes, la experiencia es desesperanzadora. Mejor olvidar ese establecimiento y buscar nuevos clásicos.

Dicho esto, hay lugares que todavía me inyectan certeza. Menciono tres favoritos. El primero es El Cardenal. Los platillos principales nunca me han parecido gran cosa, pero los escamoles y gusanos de maguey hoy saben tan espectaculares como el primer día que los probé en la sucursal de Palma 23 (CDMX), hace ya casi 30 años. Otro plato es el taco campechano –bistec, chicharrón prensado frito y morita– de El Jarocho (Manzanillo esquina con Tapachula, CDMX). Cada uno cuesta poco menos de 50 pesos. Valen cada centavo. Por último están los sopes con pollo de Caldos Castro (Fray Servando Teresa de Mier 1022, CDMX), un local a menos de una cuadra de la casa en que crecí. No sé si sea la grasa que utilizan para dorarlos, la potente salsa verde o la supervisión constante del dueño al que recuerdo sentado en la caja desde que tengo uso de razón, pero siempre saben deliciosos, siempre.

No todo es mentira, por fortuna.~