¿Qué es? ¿Se come?

 

por Jimena Lechuga; foto: Ana Lorenzana

Este texto proviene de nuestro especial Entre la niñez y los recuerdos, que está listo para salir al público y trae un montón de cosas buenas. Vayan comprándolo aquí.

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«¿Qué es? ¿Se come?», fue la primera frase balbuceante que aprendió a decir. Veía un objeto, lo señalaba y preguntaba. No importaba si era una piedra, un palo, una dona o un chorizo, si existía en este mundo debía ser, simple y llanamente, porque podía comerse.

Una noche se quedó a dormir con la tía Rita. La casa era de un piso y el antecomedor, dentro de la cocina, daba a un jardín grande donde vivía Amadeus, el schnauzer gris de la familia. Arriba del refrigerador guardaban las galletas del perro y, mientras ella y los tíos desayunaban, vio cómo Pelancha se paraba de puntitas para bajar la caja con los premios de Amadeus. Daniela hizo a un lado el huevo –o lo que estuviera desayunando– y preguntó: «¿Qué es, se come?». La duda se había respondido sola: el perro masticaba y ella quería hacerlo también. Pidió, lloró, imploró y gritó con toda la fuerza de sus dos pulmoncitos y, tirada en el piso moviendo en desorden manos y pies, consiguió que Pelancha volviera a extender sus cortas pantorrillas para darle una galleta de perro y callar su llanto.

A esa edad no había consciencia ni juicio –se disfruta igual de una cochinilla que de los coditos de pasta que decoran un portarretratos–; sólo curiosidad, apetito y mucha, mucha voluntad. En el súper, sentadas en los carritos que nuestras mamás empujaban a la par, recorríamos los pasillos. «¿Gusta probar las pop-tarts?», dijo una señorita. «¿Qué es, se come?», preguntó Daniela desde el asiento de metal. Mi mamá y yo tomamos distancia. Las tiras de papel crepé que colgaban de las salidas de aire acondicionado dejaron de bambolear. «¡Quiero pop-tarts!», gritó mientras su mamá avanzaba empujando el carrito y moviendo la cabeza en negativa. Daniela estiró los bracitos a los costados como dos largas grúas. Se oyeron latas y cajas cayendo de las estanterías. Después, silencio. Pasillos más adelante, llevaba una pop-tart en la mano y la caja abierta entre sus piernas.

Perseverancia y determinación, eso fue lo primero que aprendí de Daniela. Más tarde, el poder de la retórica: «Lucy, Jime no me quiere dar chocolates», se le ve reclamándole a mi mamá en un viejo video familiar. «Ella lleva 100 y yo ni uno», le dice con media cara batida y unas manitas de chocolate embarradas sobre la camiseta blanca.

Nos llevamos sólo ocho meses. Esa corta distancia nos hizo uña y mugre, pero Daniela siempre iba un paso al frente, siempre a la delantera. Ella me enseñó, por ejemplo, a abrir el Frutsi por abajo sin arrancarte los braquets y a atorarlo en la llanta de atrás de la bici para ganar el dominio de la ciclopista del Parque Naucali en nuestras «motos». Mientras yo incursionaba con el elote en los brazos de mi papá, comiéndomelo en vertical, de la punta a la base de la mazorca, ella dominaba el giro de muñeca que, aunque te batía más de mayonesa, permitía arrasar parejo con todos los granitos de maíz.

Con ella aprendí que lo divertido de hacer una piñata está en esconderte debajo de la mesa para comerte bolitas de engrudo recién mezclado, y en ir robando disimuladamente una de cada tres palomitas de las que ensartábamos en un hilo para hacer guirnaldas de Navidad. Me enseñó que esa época decembrina también se trata de comida, y mientras yo pedía una sosa Barbie roquera, ella, siempre adelante, despertaba con una máquina de raspados u algún otro aparatito que sirviera chocolate derretido en conitos miniatura.

Daniela me ilustró, sin quererlo, que después de tomar un PauPau de uva la camiseta de deportes puede salir prístina, blanca e invicta al frente, pero jamás por la espalda: ahí siempre queda una mancha que delata su consumo. Ella me presentó los dulces gringos, primero con las gomitas de hamburguesa y luego con los chicles de huellita y los de pastitos de Popeye, con los que me enseñó a hacer bombas dobles: una adentro de la otra. En Halloween, disfrazada de galleta, me enseñó que la delicia y tesoro de los Cheetos de queso no era el churrito, sino ese acumulado masudo de polvo naranja que queda pegado en la yema de los dedos después de zamparte una bolsa entera. Por imitación le aprendí el gusto por los tacos de Jorge –para entonces comida de adultos–, y a reproducir la orden que pedía, con seguridad absoluta y voz todavía infantil, «uno con chicharrón de arriba y chicharrón de abajo, por favor», aunque todavía no supiera bien qué era qué. A mí no se me ocurría preguntar si se comía ni qué era.

Crecimos juntas; mismas escuelas, mismas amigas, mismo salón. Para el final de la prepa cada quien había apuntado para un lado distinto. No más pijamadas, cursos de verano en el Zoológico de Zacango ni búsquedas de renacuajos en charcos mexiquenses. Atrás había quedado el sabor de las Jolly Rancher verdes, pero nunca el de ese mundo que, con sus piñatas, sus bombas dobles y sus galletas de perro enunciaba que, si algo existía, era para comerse.