Las reglas de la mesa

 

por Michael Snyder; foto: Ana Lorenzana

Este texto proviene de nuestro especial Entre la niñez y los recuerdos, que está listo para salir al público y trae un montón de cosas buenas. Vayan comprándolo aquí.

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Fuera de mi padre, quien empezó a cocinar bien ya avanzada la década de sus treinta, el lado judío de mi familia no está particularmente dotado para las artes culinarias. Lo que quiere decir que nuestras muy frecuentes reuniones familiares sucedían alrededor de grandes charolas negras de plástico compradas en los delis, de tamaños y formas a voluntad, llenas de ensalada de salmón y bacalao, carnes frías y guarnición de kale (antes de que se pusiera de moda).

Absurdamente, durante años aseguré que no me gustaban los sándwiches. Una afirmación basada principalmente en los que había probado de esas charolas de comida para llevar. Y, aun así, en retrospectiva, fue uno de esos sándwiches lo más importante que probé en toda mi infancia temprana: yo tendría cinco o seis años, y la familia se había reunido para festejar un cumpleaños o alguna de las oscuras y deprimentes celebraciones que llenan el calendario judío. En algún punto de la tarde, mi hermano (de nueve o diez años en ese entonces: la edad ideal para la tortura intra-generacional) me dio dos rebanadas de húmedo pan de centeno untadas con mostaza amarilla, rellenas de unas largas rebanadas de carne de color rojo, y me dijo que era falda (corned beef), que era mi favorita. Mientras yo masticaba felizmente, me echó una sonrisa picarona, hizo una pequeña mueca de duende malvado, y me informó que lo que estaba comiendo no era ni remotamente cercano a la ternera: era lengua de vaca. Me atraganté apropiadamente ante la sorpresa –como si atenerse a su pequeña broma fuera obligatorio y estuviera mediante contrato en los términos de nuestros lazos fraternales–, pero en realidad no recuerdo haber registrado nada parecido al asco o repugnancia auténticos. Él se fue muerto de risa. Yo me tragué la lengua y le di otra mordida. Al parecer me gustaba tanto como la falda. ¿Qué me importaba de qué parte del animal venía? Desde entonces puedo asegurar con toda honestidad que nunca he descubierto nada desagradable basado únicamente en la idea de donde proviene.

Siendo la memoria lo que es, probablemente he impregnado ese sándwich con mucho más significado del que realmente tuvo en aquel momento. Yo tenía cinco años y estaba aburrida, jugando mi rol del nivel bajo en la rivalidad entre hermanos, en un lento evento familiar. Literariamente, es útil identificar una simple experiencia como la central en la formación de mi conducta hacia la comida, lo cual se ha convertido en mi actitud hacia experimentar todo en general: vale la pena vivir todas las experiencias al menos una vez. Pero realmente esa manera de verlo probablemente se formó gradualmente, aprendiéndola de mis padres durante muchos años.

Cuando se trataba de comida, nuestra casa tenía una sola regla con importantes cláusulas: no puedes decir que no te gusta algo hasta que lo hayas probado, tienes que probar todo al menos tres veces antes de declararlo incomible, y cada una de esas pruebas de dicho sabor deben estar separadas por un periodo de tiempo determinado por los jefes de la casa, es decir, mamá y papá.

El corolario no escrito de esta regla era que cada uno de nosotros tenía un derecho irreprochable a que definitivamente no le gustaran un par de cosas (claro, después de probarlas), pero no más. Mi hermano se rehusaba a comer grasa, una premonición de la rata de gimnasio en la que se convertiría, y retiraba quirúrgicamente de la res y el cerdo cualquier rastro de ésta (en los restaurantes pedía los cortes sin grasa, lo cual debe haber sido un alivio para mis padres). En algún punto yo decidí que odiaba el arroz salvaje, además de esa ridícula idea con los sándwiches. Mi hermana, siendo la más pequeña, siempre obtuvo más flexibilidad por parte de mis padres, lo cual pagaba aguantando que la molestáramos mi hermano y yo cuando decidió que no le gustaban los camarones y, por un desconcertante largo periodo de meses, los hot cakes.

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Sin embargo, en general, estas aversiones pasajeras ante ciertos platillos eran tratadas como caprichos infantiles, permitidos con un par de burlones ojos en blanco. En nuestra casa, describir a alguien como un comedor melindroso era el peor insulto imaginable. Rechazar por su apariencia ciertos alimentos, sin haberlos probado, era más que sólo falta de imaginación: era, al menos ante mis ojos, un fracaso moral.

Dudo que lo anterior fuera la intención que tenían mis padres –más allá de nuestra combinación de raíces judías y católicas, la deshonra y la culpa no eran realmente sus técnicas de enseñanza–, pero esa idea se nos quedó. Si lo pienso bien, y utilizo mi cerebro, puedo aceptar o incluso entender el hecho de que a algunas personas simplemente no les gustan algunas cosas. De entrada, cuando la gente me dice que no comen hígado porque es hígado, o que no se comerían un pescado que trae la cabeza porque tiene ojos, mi instinto me lleva a enojarme y a desconfiar de ellos; creo que es algo similar al sentimiento que los ultra-religiosos experimentan cuando se encuentran con un ateo.

La ironía de todo esto es que mis padres no eran comedores especialmente aventureros hasta que los obligamos a serlo. Como la mayoría de los padres absolutamente prácticos (como lo son los míos), ellos mismos tenían sus pequeñas hipocresías. Me di cuenta más adelante en la vida que la razón por la que no comíamos coles de Bruselas y betabel cuando éramos niños era porque a mi madre no le gustaban, aunque desde entonces ya se ha arrepentido de dichos errores; mi padre, por su parte, todavía me vuelve loca cuando asegura que todo el vino «sabe a vinagre». Hace algunos años, cuando mis papás me visitaron en la India, mi papá dijo que todo lo que había probado le supo igual. Me quedé boquiabierta, con el tipo de desprecio furioso que sólo se puede sentir hacia la gente que quieres.

Vale la pena recordar que los 90’s y principios de los 2000’s, cuando yo era niña, eran tiempos de cambios bastante trascendentales en cuanto a la forma en que los estadounidenses percibían y consumían la gastronomía. Mis papás son, ambos, parte de la primera generación de suscriptores a la revista Bon Appetit. Amaban el programa de televisión: America’s Test Kitchen, y eran parte del target demográfico del canal de cocina (Food Network) durante el boom de sus días iniciales. Tenían fuertes sentimientos viscerales hacia Ina Garten (cariño por parte de mi madre, algo más parecido a la adoración por parte de mi padre) y Paula Deen (absoluta repulsión por parte de ambos). Esto era pre-Bourdain, pre-Chang, pre-Jonathan-Gold-como-mesías-nacional; una época en la que «californiana» era considerada un tipo de gastronomía. Otras cocinas reconocidas incluían la italiana, la francesa, la japonesa (sólo sushi y teriyaki), y la china (aunque sólo de la variedad que vendían en las áreas de comida de los centros comerciales). El aguacate y la jícama contaban como comida exótica. Las tapas eran la novedad.

Mamá y papá fueron consumidores pioneros de todas ellas, pero los sabores que ahora considero centrales para mi vida diaria estuvieron notablemente ausentes de la mesa cuando mis padres servían comida casera prácticamente diario. Cuando mi hermano cumplió 16, por ejemplo, mis papás le sirvieron un caballito de salsa de pescado de una botella que habían comprado para un platillo de pescado ligeramente tailandés que hicieron meses antes, y lo retaron a tomárselo si quería un coche de regalo; se carcajearon cuando se puso el vaso en los labios y le dijeron que el coche ya estaba estacionado afuera. El punto es que tuvieron esa botella de salsa de pescado por meses y el único uso que le encontraron fue una forma de tortura muy creativa para un adolescente insoportable.

El mundo de la comida ha cambiado desde entonces, y no necesariamente para bien. La combinación de los canales de televisión gastronómicos y, peor aún de Instagram, ha convertido el comer en un medio predominantemente visual, lo cual ha abierto el paso a una cocina muy pero muy aburrida. La cultura del bienestar nos ha regalado toda una nueva variedad de puritanismo culinario que ve la comida como un vector para la nutrición más que para el placer, como los más rígidos católicos que todavía ven el sexo únicamente como un mecanismo de reproducción. Los tótems gemelos de la cocina orgánica y local han dado paso, irónicamente, a un panorama global culinario cada vez más homogéneo, mientras los cocineros en todos lados reproducen los mismos platillos con las mismas técnicas, usando sus variantes locales de cebollas, champiñones y helechos.

También ha habido cambios mejores. La noción de «étnico» o «exótico» en la comida finalmente ha sido reconocido como discriminatorio y racista, lo cual es un paso, si bien pequeño, hacia eliminar la idea de las «cocinas étnicas» por completo. La gente ve la cocina mexicana, tailandesa y china con la reverencia que merecen; a veces y en algunos lugares incluso están dispuestos a pagar lo mismo que por la francesa o por la nueva cocina americana. Es cierto que la mayoría de los estadounidenses todavía entienden cada gastronomía del mundo por medio de un platillo icónico (tacos, tikka masala, ramen), pero es mejor que no conocerlas.

Más importante aún, la gente en general parece estar aprendiendo la lección que mis padres me enseñaron desde una edad muy temprana, una lección que mis hermanos y yo les hemos traído de regreso a casa con mucha determinación: que siempre vas a estar mejor después de haber probado algo nuevo, de experimentar y darle una oportunidad a otra cultura. Es una lección que Estados Unidos verdaderamente necesita.