Las enchiladas de papá

 

por Scarlett Lindeman; foto: Ana Lorenzana

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Mis padres eran buenos cocineros –todavía lo son–. Yo crecí con la revista Gourmet en la mesa de la sala y una cena casera cada noche. Los dos, mi mamá y mi papá, cocinaban y usaban recetas de libros; hacían pasteles elaborados, guisados complejos y recreaban de memoria las recetas de mis abuelos. Por lo tanto, fueron ellos los que encendieron la chispa de mi amor por la cocina. Me enseñaron a cocinar; no tenía muchos años cuando cociné croissants por primera vez y eso lo aprendí con fuego en el horno.

Los fines de semana salíamos a comer a restaurantes chinos, tailandeses y serbios. Conducíamos al otro lado de la ciudad para comer en nuevos restaurantes mexicanos, de los que habíamos escuchado por los trabajadores que arreglaron la entrada de casa. Durante de la semana cocinábamos en casa. Éramos mi mamá, mi papá, dos hermanos y yo comiendo juntos siempre. Diría que éramos foodies antes de que existiera el concepto, pero me caga esa palabra.

Quizás no sea raro para los mexicanos, pero para una familia estadounidense, sentarnos juntos a la mesa a cenar con toda la familia presente, diario, era una cosa medio rara en la época de los divorcios y la televisión por cable.

Cada noche mi mamá o papá preparaban algo para cenar: pollo BBQ con ensalada de pasta, un guiso de chuletas con mostaza y uvas y arroz, espagueti con salsa de jitomate casera y pan de ajo… Cosas normales, gabachas, pero bien hechas y con cariño.

Un hábito de mi padre, que sigue todavía, es guardar todo. El refrigerador era como una caja fuerte, su salvaguarda de cada sobra y pedacito de comida que existía: claras de huevo, un pedazo de queso del tamaño de un dado, plátanos medio-comidos, los restos de la comida china. Era impenetrable, una pared de comida. Nadie sabía los contenidos hasta que mi mamá gritaba: «¡basta ya!», sacaba todo y tiraba la mayoría a la basura. Algunos dirían que mi padre es muy frugal, otros dirían que es un acaparador.

De todos modos, después de una semana de cenas caseras, con todas las sobras guardadas en tuppers y bolsas y paquetes arrugados de aluminio adentro del refri, mi papá los convertía en su especialidad: enchiladas. Podría decirse que esas enchiladas sólo estaban vagamente asociadas a las enchiladas mexicanas, como un pariente lejano y extraño que no habrías saludado en una fiesta.

Las enchiladas de papá consistían en una base de salsa roja de lata de una marca sospechosa que no picaba nada vertida encima de tortillas de harina, también de paquete, rellenas por las sobras de la semana pasada: el pollo BBQ, la ensalada de pasta, las papas rostizadas, mezclado todo junto y, como si fuera poco, capeado con queso rallado, aceitunas negras de lata esparcidas encima, y horneado.

Basta decir que no comeré aceitunas nunca más.