El secreto abrazo entre dos panes

 

por Pablo Duarte; foto: Ana Lorenzana

Este texto proviene de nuestro especial Entre la niñez y los recuerdos, que está listo para salir al público y trae un montón de cosas buenas. Vayan comprándolo aquí.

Íbamos tarde, para variar. El régimen familiar era la puntualidad a toda costa. En la ciudad del interior del país, y en esa época, ir tarde era verdaderamente tarde. Mientras el auto cascabeleaba por los empedrados del fraccionamiento, mi madre habrá dicho: «No vamos a llegar ni al pastel». Exageraba; la ecuación de la pedagogía en esa época siempre incluía la variable de la hipérbole. El pastel –como supongo para tantos– era premio culminante, junto con la primigenia violencia de la piñata para la concurrencia entera. Llegamos con tiempo de sobra. En la ciudad del interior, y en esa época, las cosas eran estereotípicamente sosegadas.

No recuerdo las particularidades de la fiesta: quién festejaba, por ejemplo. Lo que sí recuerdo son las generalidades siempre presentes: todos correteando, el partido de futbol concertado entre los niños desde la semana, la insondable distancia con las niñas, la solicitud de alguna madre, las carcajadas altaneras de los padres. Y en algún momento habrán tranquilizado el hervidero para llamarnos a comer.

Hola, viejos conocidos. Hola, papas saturadas en grasa. Hola, gelatinas color verde o rojo. Hola, Sabritones a granel. En cambio, lo que sí habrá sido la primera vez, el rito inicial en aquella fiesta a la que casi no llegábamos, fueron los pequeños cuadrados de pan, carne fría, lácteo curado y aderezo: Hola, sándwich de fiesta.

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No voy a exagerar la trascendencia del hallazgo: el sándwich de fiesta es una especie gastronómica que no existía fuera de su entorno endémico. Lo habré solicitado a mi madre, pero su especialidad no era la complejidad de esos cuatro ingredientes; ella tenía sus platillos. El sándwich de fiesta era, para mí, la secreta pulsión hacia el jolgorio. Porque piñatas había en otras festividades; correrías y partidos de futbol hasta en el recreo, y pasteles abundaban en las celebraciones adultas. En cambio, los pequeños emplastos de pan blanco que saturan el paladar sólo en esa convocatoria esporádica. Cuatro mordidas y el bolo casi se transformaba en un dispositivo de ortodoncia.

Los méritos del platillo están en el estricto apego a la elementalidad de los componentes. Hubo familias que quisieron apantallar con falso mundo al incluirles, por ejemplo, apio, cebolla picada, mayonesa de chipotle, alguna carne fría más que el llano jamón york, ensaladilla rusa o de papa, col. ¿Para qué presumirle a los infantes?, diría ahora. Entonces sólo pasaba de largo y notariaba a esa fiesta en la columna de los fiascos. Qué desperdicio de energía, de entrega de extra en película de guerra, para que la recompensa fuera una pantomima de hora del té londinense en el Bajío.

Por encima, las fiestas infantiles son carcajada; en el fondo, un potaje de deslealtades, crueldad y pleitos soterrados. En aquel momento no sabía qué era lo que descubría. No sabía que esa supuesta invención de John Montagu, Conde de Sandwich, Inglaterra, era el remanso de una infancia incómoda. El infierno son los otros, siempre; cansan, defraudan, exigen, traicionan, niegan y aventajan. Pero aprendí en esa fiesta a la que íbamos tarde el secreto abrazo de dos panes. Hola, sándwich de fiesta.