#EspeciasMenores: Pan para el susto

 

por Pablo Duarte; foto: Claudio Castro

Fue un bocado de bolillo, exactamente un bolillo, lo que comí cuarenta minutos después de ver cómo quedó la casa robada. Chicloso; ni siquiera un bocado: un pellizco de bolillo. Ahora, al pensarlo, veo a un tipo borroso, parecido a mí, arrancando con los dientes un trozo de ese pellizco, con el gesto de pretendido aplomo que un explorador polar usaría al comer su última ración de carne seca. Este era, sin embargo, un bolillo. Un pellizco de bolillo. Y un tipo resignado a ver que otras manos y otros ojos hicieron ese desmadre en el departamento y se llevaron, a las carreras, muchas cosas. 

Un robo es mucho más común de lo que su extraordinaria condición parece sugerir. En la semana que pasó entre el acontecimiento y la ratificación de la denuncia, uno de los policías que llevaba el caso me dijo que había habido cinco atracos similares en la demarcación. De a uno por día. Esos detalles son asunto de otras páginas, de encabezados más gritones. Al final, saber lo prevalente del infortunio lo hace más llevadero solo en tanto no parece algo solitario y abismal –en ese pozo desconcertante caemos casi todos; de a uno por día según el investigador–, pero nada más. No hay mucho más consuelo que eso.

 
bolillo claudio castro
 

El bolillo ancestral cura el susto porque engulle lo que sobra y colabora con la homeostasis original a la que tienden nuestros humores. Dicen. Según las autoridades a las que consulté, hay que confiar en sus propiedades absorbentes. Es el elemento perfecto para “recoger la bilis”, para “absorber los malos humores”. Esa esponja de trigo y levadura y agua y sal ataja al susto antes de que la sangre se vuelva agua. Dicen. El pedacito que mordí, honestamente, no alcanzó para mucho. Ya han pasado varias semanas y, más allá de ir descubriendo a cada rato que probablemente también se robaron ese objeto que buscamos sin hallarlo, algo en el departamento está descolocado y no distingo con claridad qué y cómo remediarlo. Tampoco hay grandes temblores postraumáticos –los hubo, no me malentiendan–, ni pavores sobrecogedores. Quizá el único rasgo evidente, por lo pronto, es que no he vuelto a cocinar cosa más elaborada que una quesadilla. 

La cocina entera fue territorio inviolado –de ahí nada falta; ni un vaso fue movido de su lugar–. Y sin embargo es la zona más afectada. Una quesadilla claro que es cobijo y es sustento, pero lo es de diámetro reducido, de refugio pasajero. Había un cierto alivio en poder preparar platillos repetitivos y complacientes previo al robo. Si no se trataba de una práctica de cierta sazón, por lo menos sí de refrendar el privilegio de no estar correteando a un bisonte en la planicie o recolectando las sobras de otros platos. Este monumental acto menor, el de encender el gas o picar cebolla sin destreza y con mucha lágrima, era la confirmación del triunfo de lo doméstico. Y más: las mismas autoridades consultadas sobre el remedio casero para una experiencia limítrofe con lo trágico recomendaron “consentir” antojos gastronómicos: el curativo efecto de la sopa de verdura, el abandono de toda reticencia ante las azúcares refinadas a manera de “merecimiento”. Incluso se habló de “darte un pinche filete término medio con sazón de especias y café”. Pero la cocina sigue siendo insoportable. 

Uno de los consejos de las autoridades que me ha parecido el más certero fue el que recomendaba recordar. Según dice un autor en algún texto breve sobre comida, “las personas están enamoradas del drama que supone su sobrevivencia personal, siempre hecho de una sucesión de medidas temporales”. Y la medida temporal es el recuerdo. “Busca en tu memoria y recupera eso que te restauró –dice el mismo autor con la entonación de la autoayuda–, lo que te ayudó a recuperarte de la absoluta infernalidad de la vida, la comida que te regeneró, no necesariamente para lograr saltar un rascacielos de un solo impulso, sino simplemente para poder apagar la alarma con ánimo.”

El menú del consuelo es un misterio que me ocupa desde hace unas semanas quizá con más insistencia que descubrir la exacta operación de los ladrones al interior del departamento. El repaso de la memoria ha sido insistente en dos platillos: una mezcolanza indigna similar al puré de un gulag compuesta por arroz, atún, dos tipos de quesos, chile piquín y alguna verdura extraviada por ahí y un budín de plátano con glaseado de limón. El primero me lo enseñó a cocinar el hambre de estudiante y el segundo es de los recuerdos más dolorosos –y reconfortantes– de mi abuela: un panqué delicioso que nunca tuve la prestancia de aprender a cocinar. Hasta ahí: primer tiempo y postre. De los dos sólo he preparado el primero más o menos, como si el lugar quemara, como si estuviera por abrirse un agujero en el piso de la cocina. ¿Y sus menús?~


#EspeciasMenores es la columna de bellas pequeñeces del escritor Pablo Duarte en HojaSanta. Síganla acá.