Por una cuba más libre

 

por Mariana Ortiz

En el universo inacabable de las bebidas alcohólicas existe una que nunca –en serio nunca– falta en las reuniones, en las fiestas, en las pedas: la cuba libre, quizá el más emblemático de los tragos hechos con ron. Aunque no hay una sola receta universal (o que se siga al pie de la letra) por alguna razón siempre hay alguien que sabe cómo debe prepararse uno de estos cocteles: 

unos 4 cubos de hielo

aproximadamente 60 mililitros de ron blanco

aproximadamente 15 mililitros de jugo de limón 

aproximadamente 120 mililitros de refresco de cola 

Vierte todos estos ingredientes en un vaso y una vez mezclados, lleva el vaso a tu boca, cierra los ojos (es importante que lo hagas) y prueba el sabor del paraíso 

En quien la prueba por primera vez la cuba puede evocar el recuerdo de un amor prohibido, aquella relación oculta; puede ser el manifiesto líquido de la contradicción a la que siempre están condenados el cuerpo y el deseo. Un clásico. No hay cuba que no haya sido motor de n cantidad de anécdotas; se sabe incluso que detrás de cada cuba libre hay una excusa suficiente para tomar el tipo de decisiones de las que una se arrepiente a la mañana siguiente. Quien diga lo contrario está mintiendo o nunca ha probado una cuba. 

© Akis Petretzikis

© Akis Petretzikis

La historia de mi primera cuba no sólo trata de mí o de los efectos que provoca el alcohol en mí. Trata también de un hombre. Hay que decirlo y hay que repetirlo hasta que se desate una revolución: vivimos hundidas en un patriarcado tan hiriente que para contar mi historia con la cuba tengo que hablar de él, de lo que me hizo y de lo que me pasó cuando hui de él. 

Rodrigo no es cualquier hombre; es, quizá, el peor de los hombres que he conocido en mi corta vida y eso que, como estudiante y entusiasta del uso de internet (a.k.a redes sociales a.k.a Twitter), he conocido bastantitos.

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Rodrigo era carismático; un seductor con experiencia, aparentemente inteligente (abogado él, casi siempre presumía su capacidad de negociación y de persuasión), cuidadoso con lo que decía y escribía, hermético con su vida fuera de las redes sociales donde vivía a través de un personaje machista y misógino. Cuando conocí a Rodrigo lo quise honesta y completamente. Qué ingenua, ¿no? Me entregué a él como nunca lo había hecho con nadie más, de un madrazo, sin cuestionarle nada. Recuerdo bien cómo conmigo siempre vistió con colores pastel, con playeras básicas, pantalones de mezclilla y tenis sin chiste. Noté cómo resaltaban sus ojos color azul. Tenía el cabello ondulado rubio. No era alto. No es que importe en absoluto su aspecto físico pero parecía inocente. Nunca confíen en alguien que parece inocente.

Un día cualquiera me invitó a Centenario 107, un bar en el centro de Coyoacán. Con un mensaje  –“Cuando llegues preguntas por la vinatería, chula, ahí voy a estar”–, Rodrigo me abrió la puerta al infierno que es la cuba pintadita. “El truco está en echarle primero el agua mineral –decía–, casi toda, luego la pintas con la Coca, un toquecito de dulce nomás. Sencillo.” Rodrigo se presentó entre una cuba y otra como un abogado común y corriente, como un “misógino-feminista” (nunca supe a ciencia cierta qué chingados quería decir con esto; ¿“soy un pinche ridículo”, tal vez?) y como alguien que había estado pendiente de mí durante los dos años anteriores a nuestro encuentro físico. Qué pinche miedo. 

Los mensajes se hicieron más frecuentes. Rodrigo preguntaba lo normal: cómo estaba, qué hacía. Nada nuevo, nada de lo que debí preocuparme. Luego esas conversaciones mudaron de hora, de lugares, de estado y pasaron a ser sobre lo que yo traía puesto o qué tan borracha estaba. De ser la respuesta un “lo suficiente”, me invitaba a pasar la noche junto a él. Ésa fue la rutina durante cuatro meses, de enero a abril, hasta que terminé queriendo que me pidiera que fuera a su casa, que todo lo que se sentía roto se curara (aunque fuese un ratito) y que me enseñara todo lo que hay que saber sobre coger. Lo único que yo necesitaba eran de dos a cuatro cubas y un Uber. Anoten. La fórmula no falla. 

Yo no pensaba, no reflexionaba, no hablaba y no reclamaba nada frente a él. No lo cuestionaba. Me convertí en cómplice de su abuso de poder. En algo peor: fui sumisa ante él, enajenada completamente por la idea de ser suya. (Urgía un amiga date cuenta. Lo sé.) Tenía tantas ganas de que me reconociera como suya, como parte de su vida, que olvidé mi propia voz. (Yo ya lo hice para que ustedes no tengan que hacerlo. No recomiendo, no funciona.) Él era una autoridad de juguete que había llegado a mi vida para ponerle orden, para decirme cómo coger y, sobre todo, con quién coger. Le hice caso.  

Rodrigo no sólo me enseñó cómo se sirve una cuba “propiamente” —me decía cómo deberían ir servidas: “en esos vasos largos de preferencia”, por ejemplo–. Cómo el Matu era peor (mucho peor, según) que el Bacardí. Me recordaba que en realidad el limón no le aportaba nada y que no se me ocurriera usarlo bajo ninguna circunstancia, y otras tantas cosas con un tono de superioridad moral asfixiante. El suyo era un talento interesantemente inútil. También me enseñó a guardar silencio porque quién va a querer escuchar del cabrón que ocultó a su novia, a su relación de años, para poder coger contigo cuando él quería y como él quería; quién va a querer saber del cabrón que no te preguntó si podía y de un momento a otro comenzó a ahorcarte, a cogerte como se le daba la gana.

He cometido muchos errores a lo largo de veinticuatro años. ¿Quién no? Rodrigo fue el peor. No, esperen, tendría que ser demasiado importante para ser el peor. Rodrigo fue otra cosa. Rodrigo fue una cosa. Fue esa basura que se te mete al ojo, ese pedacito de astilla que se te entierra en la mano por unos minutos largos y molestos y luego te sacas con unas pinzas y le soplas. Adiós. Durante los meses que estuvimos cogiendo me hizo una serie de promesas que por supuesto no cumplió. “Yo quiero que tú y yo nos queramos siempre.” He intentando hasta el cansancio volver a ser lo que era antes de él pero ¿cómo se vive en la Tierra de Antes cuando ya conociste el infierno que son el sexo y un trago de Bacardí con agua mineral y cocacola? 

Además, ahora que lo pienso, después de todos estos meses, la cuba ni me gustaba tanto.~


Ahora, por favor, háganse una cuba de verdad libre: