#UnaOrdenconTodo: Meals on wheels

 

por Luis Reséndiz; fotos: Andrea Tejeda

Me interesa el ingenio porque no lo poseo. Al menos no la clase de ingenio que me encantaría poseer: el ingenio de las manos, de lo físico, de la solución inesperada para el problema imprevisto. Es un ingenio comúnmente asociado a lo masculino: era el ingenio que mi padre trató desesperadamente de insuflar en mí —de manera infructuosa, por supuesto—. Logró, en cambio, despertarme un enorme asombro por las manifestaciones de ese ingenio. (Según yo, las condiciones de creador y apreciador no son cajas separadas sino extremos de un continuo: habrá quien tenga más de uno o de otro, pero jamás habrá uno que sea una de las dos categorías sin tener, al menos, un poquito de la otra. En mi caso, la fascinación para contemplar el ingenio es tal, y la habilidad para llevarlo a cabo tan poca, que me considero un apreciador puro.) Contemplar esas soluciones me da el enorme gozo de intentar entender el mecanismo, el núcleo del ingenio. Soy un bobo embelesado por la destreza de quienes crearon el mundo que tan grismente habito.

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Y en pocas cosas resulta tan necesario el ingenio como en la comida. Desde la simple sustitución de un ingrediente con otro hasta la elaboración de nuevos artilugios para la cocina, la ingeniería es casi que parte intrínseca de la gastronomía. La destreza mental que se requiere para idear una solución rápida a un problema imprevisto bien podría estar acicateada por la prisa: el guiso está hirviendo y es mejor apurarse antes de que se cruce la línea sin retorno.

No obstante, esa ingeniería del sabor me resulta menos fascinante que la ingeniería del armatoste culinario. Y esta se encuentra acicateada no tanto por la prisa sino por aquel incómodo pariente suyo: el apuro económico. En pocas ocasiones este ingenio material, de homo faber, se hace tan patente en la cocina como en los puestos callejeros. El changarro móvil —motivo y razón de esta columna que nace con este texto—, por razones obvias, es uno de los grandes ejemplos, y los triciclos —no voy a hablar, ahorita, de los food trucks: ya les llegará su momento—, uno de sus máximos exponentes.

Hace algunos meses remodelaron la acera de una plaza que está cerca de mi casa: tardaron meses, pero quedó. El problema no fue ese sino que, durante la remodelación, muchos puestos, algunos con años de antigüedad, tuvieron que levantarse mientras el ayuntamiento realizaba las pesadas y siempre dilatadas obras. Cuando terminaron, la gente del Aurrerá (esos culeros) no dejó que los grandes puestos —los que eran camionetas o remolques o mesas gigantescas de carnitas— volvieran a asentarse: para impedirlo, transplantaron árboles ya grandes en la zona donde solían ponerse esos vehículos. (Supongo, aunque no me consta, que el ayuntamiento ayudó en el despojo o, al menos, se hizo pendejo). Únicamente sobrevivieron los triciclos, que en la precariedad encontraron sus ventajas. Los triciclos —de tortas de tamal, principalmente, pero también de tacos de cabeza; en su versión bicicleta, de tacos de canasta, y en su versión motocicleta, las tortas[1]— no tuvieron problema en llegar al día siguiente, y nadie intentó bloquearlos de ninguna forma. El entorno cambió y, en consecuencia, los triciclos ya no alcanzaban a satisfacer la variedad que otrora poblaba ese ecosistema. Aparecieron así más triciclos, la mayoría bastante regulares, para saciar la demanda.

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Entre ellos, uno destacaba por su ingenio. Sobra apuntarlo, pero el triciclo no es, por sí mismo, una cocina: a diferencia del camión o la camioneta o el remolque, que traen todo para cocinar dentro o apoyados en ellos, el triciclo está solo pensado para mover cosas. Por eso es el método por excelencia para las tortas de tamales, que requieren tan solo de un espacio grande para colocar el recipiente y de una bolsa con bolillos o teleras. Sin embargo, el mercado exigía que la oferta se multiplicara, porque no solo de torta de tamal vivirá el hombre, dice la palabra. Los árboles que plantaron los de Aurrerá (esos culeros) bloqueaban las aceras, así que había que idear una forma de llegar ahí con una oferta más distinta a las tortas de tamal para alimentar a la siempre creciente demanda de empleados de Aurrerá (intuyo, no las mismas personas que tuvieron la idea de sacar a los otros vendedores).

Con el tiempo, un triciclo hizo acto de presencia. Vendía tacos de asada y longaniza. No los traía ya hechos, no: eran asados ahí mismo. El taquero, tan bueno con la carne como con la ingeniería, le había montado una especie de asador hechizo al triciclo, con todo y tabla para cortar la carnita y armar el taco campechano. El triciclo se reconvertía, vía el apuro económico y el ingenio derivado de este, en un puesto de tacos completo —y complejo—, además de ser el transporte del taquero y su materia prima, todo en demostración de la perfección de la invención de la bicicleta. Hace poco, el don, que atendía su triciclo junto a su hija, desapareció. Quizá se fueron a mejores tierras, donde los de Aurrerá no corran a los que les dan de comer.

No es, sin embargo, el carrito más ingenioso que he visto. Hace poco, un día en la mañana, salí de casa a buscar unos frijoles refritos para desayunar. Subía la empedrada calle en la que vivo, dirigiéndome hacia la tiendita, cuando alcé la vista hacia la esquina. Ahí, un taquero servía una multitud de tacos —de papa con chorizo, de bistec asado, de longaniza— que preparaba en una gigantesca sartén donde iba asando y friendo al momento. El puesto soltaba un humo blanco que se enrollaba en la luz pálida de la fría mañana cholulteca.

Me acerqué más conforme me dirigía a la tienda y pude ver, entonces, la constitución del puesto: no era un puesto, ni un triciclo, sino un carrito de súper en el que el taquero había montado su sartén y sus contenedores de comida. Estaba embobado ahí, viendo el puesto y su ingeniería, cuando el señor terminó de despachar al chavo que atendía y movió el carrito para avanzar a otro lugar. Ahí iba, empujando su ingenioso y cotidiano portento, cuando algo —el frío, el hambre, el humo de los tacos— me llevó a imaginarlo como el último puesto de tacos del mundo: el carrito de súper empujado por un Mad Max de la carne asada, el único sobreviviente de un holocausto de grandes capitales corriendo a los puestitos móviles. Solo salí del ensueño cuando vi el logo de Aurrerá en el carrito del súper devenido puesto de tacos: justo a tiempo, alcancé a despertar para correr tras él y pedirle, claro, una orden de asada con todo.~


#UnaOrdenconTodo es la columna en que Luis Reséndiz, autor de Insular (2015) y Cinécdoque (2017), explora la comida de las calles –la comida en movimiento– con una mirada afilada. 'Meals on wheels' es su primera entrega, pero podrán seguirla aquí.


[1] Mi tortero de confianza se llama George, antiguo cadenero de Barfly: tipo macizo, duro, pelón y con barba de candado. Las tortas que vende, preparadas por su esposa en una reproducción de un modelo colaborativo común, son impecables. Mi favorita: la de chuleta hawaiana. Si algún día vienen a Cholula, pídanme su número. Eso sí, aguas con los chiles: pican como malnacidos.