La papada inolvidable

 

por Alonso Ruvalcaba; fotos: Claudio Castro

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“Antes que nada –proclama una definición de zahir– olvídense de todas esas definiciones ignorantes. Y continúa: Un zahir es una persona, objeto o cosa que una vez mirada o considerada, incluso por un instante, se convierte en una obsesión que lentamente toma el control completo de la vida de quien la miró o consideró. Puede ser algo tan sencillo como una moneda o la mano momificada de un simio o algo intangible, como una idea. Puede ser una persona viva o un animal.” Basta con ver una vez el Zahir –o basta con oírlo o con olerlo o con probarlo– para que su influjo permee el cerebro: primero un pensamiento, luego dos, hasta que ha cubierto cada fibra y cada tejido, y quien lo padece no puede pensar en nada salvo en el Zahir: el enfermo (por llamarlo de alguna forma pues no padece ningún dolor) pierde toda voluntad y toda capacidad; debe ser vestido y alimentado; ignora si es de mañana o de noche, ignora su propio nombre. “En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljarra de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo.” En 1947, en Buenos Aires, el Zahir era “una moneda común de veinte centavos”; “marcas de navaja o de cortaplumas” rayaban las letras N T y el número dos; 1929 era “la fecha grabada en el anverso”. En la ciudad de México el día de hoy, para mí, el Zahir es la papada del cerdo.

Qué fácil es no pensar en un astrolabio: un astrolabio no posee la textura de la papada del cerdo cuando ha sido asada en una sartén: grasosísima en el interior, suave, siempre a punto de deshacerse al contacto con la lengua; sobre su cubierta, doradita, una inclemente, una cruel, una deliciosa resistencia a la mordida; tampoco tiene su composición por gramo: 3.27 calorías, 0.15g de proteínas, 0.29g de lípidos, 0.1g de grasos saturados, 0.12g de monoinsaturados, 0.02g de grasos poliinsaturados, 0.72 colesterol: todo lo que le da en cada bocado una descarga al corazón que te deja temblando el lado izquierdo del cuerpo. Un astrolabio no tiene el imposible sabor de la papada: delicadísimo, untuoso, a veces un regusto primorosamente dulce.

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Cualquiera puede no pensar en una brújula o en un tigre. Ninguno de los dos cuesta sesenta pesos el kilo en el mercado de San Juan. Ninguno se sirve en tacos de carnitas en la camioneta de Tamaulipas y Alfonso Reyes en la Condesa. Ni de una brújula ni de un tigre ha escrito el chef catalán Santi Santamaría, que tuvo el restaurante Racó de Can Fabes en Sant Celoni, un pueblito precioso en las cercanías de Barcelona, y después se murió (dicen que a él también lo tenían que alimentar al final, que su pensamiento no se apartaba de un objeto, inamoviblemente): “La emoción que puede llegar a transmitir una papada se debe a que la propuesta culinaria llega después de una etapa de reflexión, estudio y ensayo. Simplificar la cocina no significa ahorrar esfuerzos para lograr el disfrute de los sentidos, sino todo lo contrario: consiste en concentrar al máximo todos los elementos precisos prescindiendo de los superfluos: una papada modesta, sencilla, cuyo origen está en la cocina rústica y humilde, puede llegar a convertirse en un éxtasis culinario que satisfaga el gusto más delicado…”

¡Qué empresa sencilla no pensar en un ciego! A un ciego simplemente no lo puedes preparar como a dos papadas: las maceras doce horas en una mezcla de sal, azúcar y pimentón dulce en partes iguales; las pones en una bolsita al vacío con un cucharón de caldo de cerdo y las cueces ligeramente al vapor, sin perder sus jugos; precalientas el horno a 180 grados; las pones en una bandeja para hornear (de preferencia de fierro), la parte de la corteza bocabajo, las riegas con ocho cucharadas de aceite de oliva y las horneas durante 50 minutos; mezclas el jugo reservado de las papadas con medio litro de fondo de cerdo hasta concentrarlo como una salsa, lo ligas con una cucharada de buena mantequilla, le pones sal y una larga vuelta del molino de la pimienta; retiras las papadas del horno, separas la corteza de la grasa y la cortas en triangulitos preciosos de color dorado/marrón; salteas unas veinte papas de cambray con mantequilla, aceite vegetal, sal, pimienta y tantito tomillo, las colocas en una cazuelita (que llevarás a la mesa); haces una pirámide con los triángulos de corteza de papada (en su centro, un tanto de gordito) y las salseas. Qué fácil no pensar en un ciego cuando sabes que no puedes maridarlo con un vino Riesling de Alemania o Alsacia.

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Antes del mes próximo, a mí también me habrá cubierto la suerte de quienes han visto el Zahir, de aquellos hombres de Java o de Guzerat, de Teodelina del Villar y JLB en Buenos Aires. Hoy entreveo los libros, las paredes de la casa o este teclado como a través de un film de grasa de cerdo, de esa grasa brillante que tienen al frente de su cuello. Después del mes próximo (enermo) ya no tendré que padecer ni la esperanza ni el miedo ni los recuerdos intolerables; no habrá novia ni amigos ni perro; no conoceré el mundo: ciego, sordo a todo, una papada de cerdo con la forma de un círculo sin centro y sin circunferencia ocupará mi mente, concentrada para siempre jamás en un solo punto.~