Gastando el pavimento en el DF

 

De cómo probar todos los puestos de mi cuadra me ayudó a entenderle a la ciudad de México

texto y fotos: Scarlett Lindeman

En la ciudad de México lo primero que encontré fue a mi señora de los jugos. El ojo rojo, un taxi al amanecer, una siesta y luego, trastabillando, me paré en el primer puesto de jugos que vi: quince pesos por un vasote tamaño Big Gulp de jugo de mandarina recién exprimido –una dulce puerta de entrada a esta ciudad de veinte millones.  

Seguí un corredor a la cuadra siguiente, sobre Chilpancingo, una banqueta con una fila de puesto tras puesto de mini cocinas móviles con una serie interminable de parches de lona rojiblanca encima. Me dejé llevar por la mezcolanza de cuerpos y de ruido, la llamarada aromática de carne asada, de aceite para freír, de chiles chamuscados. Un puesto de pollos rostizados atrajo mi atención: decenas de gallinitas acicaladas girando lentamente en su pincho, goteando grasa fundida, dorada, hacia una alfombra de cebollas rebanadas esparcidas en el piso del horno. Todo mundo estaba comiendo tacos de pollo. Me senté en un banco de plástico y pedí uno.

El taquero hizo pedazos pollo y cebollas, los envolvió en una tortilla, untó el taco con una salsa tersa de chipotle color herrumbre, y me lo pasó. Ese taco detonó una carga profundísima que me inundó el cerebro de serotonina. Los sabores rebotaban y hacían ruiditos en mi paladar como en un pinbol. Me sentía como Ewan McGregor metiéndose heroína por primera vez en Trainspottong. Juré comer en todos los puestos de la cuadra.  

Cuando uno se cambia de ciudad, familiarizarse con el terreno culinario inmediato es uno de los primeros pasos hacia la aclimatación. Esa primera entrada a espacios desconocidos es tentativa al principio: un radio pequeño alrededor de casa que se expande con el tiempo. Uno va encontrando los locales a los que regresará siempre, y llega a conocer sus particularidades: la brusquedad con que el empleado de tal café te devuelve el cambio, la luz a cierta hora, el modo en que sazonan los huevos. Tener destinos rutinarios ayuda a mantener una suerte de ritmo cotidiano, suelto pero decidido. Se necesitan amarres en un lugar tan aplastante como el DF.

Mi régimen era estricto. Levantarme temprano y escribir hasta que el hambre me rebasara. Salir de mi depa a buscar comida. Primera parada: siempre el puesto de jugos para probar alguna de las quince combinaciones impresas en una pancarta amarrada al puesto. Tal vez el ‘riñón’, una mezcla de alfalfa, fresas y miel; tal vez el ‘gripa’, con jugo de naranja, limón y piña. El puesto de jugos se convirtió en el lastre, en el contrapeso que me estabilizaba para emprender el día. Los jugos eran mi versión de las pollas, ese coctel de jerez chafa con dos huevos de codorniz crudos que la señora les sirve en bolas a señores ya curtidos (y crudos) tempranito en la mañana.

Jugo en mano, volvía a tomar el corredor hasta los puestos callejeros. Pasaba saludando a los cocineros que ya había conocido el día anterior y recorría la cuadra, tomando nota de donde ya había comido. Uno de los puestos de tacos de guisados (puesto 16) servía tortitas de quelites bañadas en caldillo de jitomate, envueltas en tortilla y con un huevo duro encima. A mitad de la cuadra había un puesto de comida corrida (puesto 9) con un menú fijo diario que empezaba con sopa y terminaba con una gelatina en vasito de plástico; en medio: un plato de mole. Algunos puestos eran mejores que otros. Yo prefería el puesto de quesadillas a un par de cuadras que el de la señora de las quecas del puesto 11, pero varias veces volví al puesto de birria (puesto 15), donde cuatro cuates de filipina y gorrito rojo se apretujaban en un espacio no mayor a una mini van. La orden de tacos venía con un tazoncito de consomé, profundamente sabroso, brillante a aceite color naranja, de cortesía.  

Ciertas mañanas en que todavía tenía el sabor del mezcal de la noche anterior en la boca, un caldito de pollo con un puño de garbanzos y arroz, acompañado de tortillas hechas al momento (puesto 10) me podía parecer hecho a la medida de mi cruda personal. Otras veces, cuando simplemente necesitaba salirme del departamento y entrar en contacto con otro ser humano, pedía un vaso de fruta sólo para ver al señor del carrito (puesto 20) tallar una montaña de su producto y convertirla en pequeños bocados.

Los puestos estaban abiertos hasta medio día. Para cuando caía la tarde ya los habían empacado y llevado a guardar. (Aunque el segundo puesto de tortas [el 14] se quedaba abierto hasta la noche los fines de semana, alimentando a los ya borrachos y echándole gasolina a los todavía sobrios.) Una vez que llegaba tarde a la casa, la banqueta todavía mojada por la lluvia de la tarde, vi una rata enorme y gorda esconderse bajo uno de los puestos semifijos. Pensé: Qué lindo, igualito que en Nueva York. Algunos amigos me dijeron que me cuidara, pero un sustillo ocasional nunca alcanzó para disuadirme de mi misión.   

Pero antes de que pudiera terminar mi examen de la cuadra completa, el hábito se volvió rutina. La seguridad que me ofrecieron al principio aquellos puestos fue suplantada por un deseo de novedad, de cambio. Para cuando mi verano había llegado a su fin, me faltaban cuatro puestos (7, 8, 12 y 13). Ya había excursionado hacia rincones lejanos de la ciudad. Mi mapa cognitivo se había ampliado. No más de ese escanear las calles frenéticamente, desorientada, en busca de un punto de referencia conocido. Ya podía salir del metro, dar la media vuelta y simplemente echarme a andar.  

Regresé al puesto de tacos de pollo el mes pasado, feliz de ver a las mismas personas trabajando ahí, los rostros familiares. Intercambiamos algunas frases amables, comí, charlamos. “Los veo pronto”, les dije y me levanté. Me contestaron: “Acá estamos.”~