Volver a la Roma (sur)

 

por Alonso Ruvalcaba

La primaria 21 de Marzo (“escuela de enseñanza y corazón” decía su himno) y su archienemiga la primaria Benito Juárez –de cariño, simplemente, la Veintiuno y la Benito–, la una vestida de azul con blanco, la otra de azul con rojo, la una en Monterrey esquina Tehuantepec, la otra en Jalapa entre Tlaxcala y Aguascalientes, no sólo compartían las calles de la colonia Roma Sur y el odio mutuo: también la afición por la matutina golosina callejera. Yo, que pasé seis años en la Veintiuno, lo puedo testificar.

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Hasta arriba en la pueril pirámide alimenticia de la cooperativa (o cope, como le decíamos) estaba el grupo dulzoso. Hay quien lamenta que un México se haya terminado al final de los cuarenta, cuando la gente de Bimbo decidió meter sus donas en bolsita de plástico (antes las ponían en una charola así nomás, y a un lado el azúcar, que era de autoservicio); pero a nosotros nos fascinaba la cobertura acaramelada y pegajosa que les daba la mixtura del plástico y el rayo del sol de las doce del día sobre la plancha del patio. Antes de que se popularizara el Hershey’s Cookies’n’Creme (ojo: no cream), Tin Larín y su hermanastro pobre, el Bocadín, dominaron la combinación de chocolate (apenas nada) y galleta. Hoy se les ve, sobre todo, en piñatas. En La Perla (que estaba en Monterrey esquina con Tlaxcala; ahora sobrevive, a la vueltecita) comprábamos Paletón Corona, tan sólo un poco menos infame que la Paleta Payaso, favorita de aquellos malditos alumnos de la Benito. El Paletón portaba en la envoltura (aluminio de colores) un niño chapeado, sonriente, ligeramente infernal, y trataba de combinar texturas: crocante en la superficie de “chocolate” y chiclosa en el relleno de malvavisco. La Payaso agregaba a la espantosa mezcla unas gomitas como de plástico. (Un detalle que hubiera conmovido al Borges de ‘Magias parciales del Quijote’: el niño sonriente de la envoltura aquella sostenía en la mano un Paletón Corona que portaba un niño sonriente que sostenía un Paletón Corona, hasta el infinito.) El Gansito sumaba al malvavisco y el chocolate una suerte de pan interior y una jalea que parecía de fresa. Era mejor comerlo congelado. Las congeladas (bolsas estrechas de un hielo verde, morado o naranja), a propósito, duraban unos cuantos minutos; el mejor de los Frutsis congelados era de mango; los Raspaditos piramidales lastimaban las comisuras de los labios y, cuando eran de grosella, pintaban de morado la lengua y el bigote, que entonces era un breve camino de pelos invisibles.

Abajo está el grupo alimenticio de los ácidos (a veces combinados con picante, a veces con dulce), en el que predominaban los polvos: en la Ely (la pape enfrente de la escuela: Tehuantepec pasando Monterrey) comprábamos delgadísimas Tiritas: de sal con limón o sal, limón y chile; saludables Brinquitos, con notas de frutas tropicales (durazno, piña); Miguelitos y su primo líquido, el Chamoy, que traían un dibujo azul de algo que parecía un Cupido y llevaban la astringencia a niveles inquietantes. En algún momento de la fabricación del Pulparindo y Los Botecitos intervenía, según sus fabricantes, el tamarindo. El Pulparindo era una barra cubierta con “azúcar”; los Botes venían con una cubierta de celofán que debía chuparse. Hacia 1983 los Nerds, mínimos frijolitos hechos de “uvas”, ácidos, colorantes y benzoato de sodio como conservador, sólo se conseguían en los escasos viajes que mis envidiables compañeros hacían a esas mecas del mal gusto: Anaheim, California –donde está Disneyland–, y Orlando, Florida –donde está Disneyworld–. Luego pulularon en los bazares del DF (Hotel de México, Pericoapa) y hoy están en cualquier miscelánea Lupita.

A diferencia de la mayoría de los alumnos de la Veintiuno y, asumo, de la Benito, a mí más que el Atari (que no tuve) y bastante más que los deportes me gustaba el cine. En el cine Gloria, en Las Américas o en el Estadio –que sustituyeron antros y luego edificios pinchísimos, una mierda de auditorio que se llama BlackBerry y una dudosa Iglesia Universal de Jesús–, se conseguían palomitas en bolsa transparente que coloreaban los dedos de “mantequilla”, muéganos que herían la dentadura, bolsitas de malvaviscos que eran como un poco de pintura untada en goma y sándwiches amenos con una rebanada de sustituto de queso tipo amarillo, una de jamón color verde pastel, una raja de chile con pelusa y una embarrada de algo que el empaque se empeñaba en llamar mayonesa.

Más allá de la nostalgia, más allá de lo que quede (si algo queda) de la Veintiuno y la Benito, con sus horribles sistemas jerárquicos de bullying y despotismo, la Roma vive acaso en aquellos Brinquitos y en aquellos sándwiches: preciosos recados futuros que me eché por debajo de la puerta en el pasado y ahora encuentro y abro y leo en esta página.~


Una versión de este texto apareció en La Jornada en julio de 2005. Qué perro oso.